1981
Pete Nilsson veía a aquel tío en el metro cuando iba a trabajar por las mañanas. Al cabo de unos días, había empezado a esperar en el andén, dejando pasar los trenes, hasta que aparecía aquel morenazo impresionante. Los habían presentado en una recepción en el Capitolio y estaba seguro de que entendía, pero se había negado a devolverle las miradas y Pete estaba empezando a perder la esperanza.
Pete tenía veintiocho años y era alto y rubio, debido a sus antepasados suecos. Había tenido una relación durante los últimos cinco años, pero esta se había roto hacía unos meses y echaba de menos la comodidad de una pareja estable. Le gustaba hacer nido por naturaleza y toda la libertad que le proporcionaba estar soltero, todas las oportunidades que tenía de obtener excitación pasajera y sexo casual no compensaban el hecho de llegar a una casa vacía por las noches. Había estado a punto de hablar con el hombre del tren unas cuantas veces. Una mañana, este había aparecido con un pegote de crema de afeitar debajo de la oreja y Pete había tenido que contenerse para no limpiársela con el dedo, pero su actitud distante y su aparente falta de interés lo habían desalentado.
Mientras Washington se achicharraba con los primeros calores del verano, Mike se entregaba a su trabajo y dejaba al margen su vida personal. Conocía a gente en fiestas, charlaba con ella, algunas veces intercambiaban los teléfonos, pero no hacía amigos propiamente dichos: puede que estuviera solo, pero no tenía tiempo para darse cuenta. En uno de los bares gais, un lunes por la noche después del trabajo, había entablado conversación con una pareja de la zona que lo había invitado a la fiesta de inauguración de su casa el fin de semana siguiente. Le habían dado a Mike la dirección y él la había guardado en el bolsillo.
Al domingo siguiente, estaba revolviendo en el armario cuando la nota garabateada se cayó de unos vaqueros. Era una dirección de Georgetown, un sitio con clase. «Qué demonios», pensó. Le llevó mucho tiempo elegir la ropa —estaba nervioso y emocionado por la fiesta y nada le parecía adecuado—, así que ya eran las doce y media de la noche cuando decidió el atuendo.
La pareja que daba la fiesta era amiga de toda la vida de Pete Nilsson y, mientras Mike tiraba camisas por la habitación, Pete envolvía un regalo que había comprado esa misma tarde para la inauguración de la casa. Una semana antes se había roto el tobillo en un partido de voleibol y cojeaba por culpa de la escayola que tenía en la pierna, pero había decidido ir de todos modos. Llegó a la una de la mañana y se encontró con la casa de bote en bote, llena de música y ruido.
Sus anfitriones empezaron a revolotear a su alrededor y lo instalaron con una copa en un sofá de la sala de estar. No pudo evitar preguntarse qué opinarían los vecinos de los recién llegados: hombres medio desnudos entraban y salían sin cesar de los dormitorios y había grupos de gente gritando y chillando en el jardín trasero. Pete estaba disfrutando de la fiesta y de la atención que recibía gracias a lo de la pierna, pero su humor cambió cuando localizó a su antiguo exnovio entre los integrantes de la fiesta.
Patrice era francés, un poco mayor que Pete, y se habían conocido en Aix-en-Provence, cuando este se había ido a estudiar allí, después de la universidad. Patrice pertenecía a una familia de la aristocracia francesa y tanto sus gestos como su forma de vestir eran claramente afeminados. Ahora que lo veía, a Pete le sorprendió haber querido en algún momento a un tío tan amanerado. Pero Patrice atravesó la sala hacia él, mientras lo saludaba alegremente con la mano.
—¡Peter! —gritó—. ¡Quiero que conozcas a mi fiancée!
Con una floritura, le presentó a una atractiva joven estadounidense. Pete apenas supo qué decir. Patrice la estaba besando y ella parecía feliz, pero Pete se había quedado de una pieza. Aquel tipo ya tenía tarjeta de residencia, así que no necesitaba casarse, y el mero hecho de imaginárselo en la cama con una mujer le daban ganas de estallar en carcajadas. Logró felicitarlos a los dos y estaba a punto de decir que tenía que irse, cuando el tío del tren entró por la puerta principal.
A la mañana siguiente, la Casa Blanca de Reagan tuvo la primera oportunidad de abordar un problema que estaba destinado a perseguirla. El informe de los Centros para el Control de Enfermedades que el presidente no había leído en el Despacho Oval había pasado a uno de sus asesores políticos. Gerry Hauer era un inteligente licenciado en Derecho de una zona conflictiva de Ohio. Había luchado mucho para llegar adonde estaba y deseaba con todas sus fuerzas causar buena impresión a la nueva administración, así que le echó un vistazo al documento que tenía delante para ver si merecía la pena remitírselo de nuevo al presidente. Puso cara de desaprobación cuando se dio cuenta de que la nueva enfermedad afectaba principalmente a los hombres gais —Hauer estaba a punto de ser nombrado director del Grupo de Trabajo Presidencial sobre la Familia, así que estaba a la busca y captura de material sobre degeneración y perversión—, pero al final decidió que no tenía importancia y dejó el informe en la bandeja de salida.
Mike se pasó la mañana en la oficina, extrañamente emocionado. Había quedado con Pete Nilsson para cenar.
Mike había reconocido a Pete en cuanto había entrado en la fiesta: guapo, esbelto, musculado. «Es ese tío del tren que no para de mirarme». El tipo le había hecho señas. Mike había visto la escayola que tenía en el pie y el vaso vacío en la mano y había ido a buscar un par de copas para los dos. Luego le había ofrecido la mano para que se la estrechara pero, para sorpresa y diversión de Mike, Pete había levantado una ceja y había inclinado la cabeza hacia un lado con una media sonrisa, ignorando el apretón de manos que le ofrecía.
—¿Sabes? Eres bastante maleducado. Nos presentaron en la recepción del Capitolio, pero desde entonces no has dejado de ignorarme.
Para su sorpresa, Mike se había ruborizado. Así que de allí era de donde conocía a aquel tío.
—Ah, eres el tío del tren —había respondido, sonriendo.
—¡El tío del tren! —había exclamado Pete, haciéndose el indignado—. ¿Eso es todo lo que soy para ti? El tío del tren…
El chico había sacudido la cabeza incrédulo, antes de darle otro trago a la copa. Mike había estudiado su perfil por un momento y luego había dicho algo que no distaba mucho de una disculpa.
—Creía que eras otra persona. Alguien que me había robado un novio hacía tiempo. Pero —continuó, bajando la voz— ya veo que no eras tú. Ahora veo que eres muy diferente. Mucho, de hecho.
Mike llegó a La Colline, una guarida republicana de Capitol Hill, cinco minutos antes, pero Pete ya estaba sentado a la mesa, con la pierna lesionada extendida.
—Hola —dijo Mike, sonriendo. Pete levantó la vista hacia él y se echó a reír.
—¿Qué te parece tan gracioso? —preguntó Mike.
—Bueno, he decidido no ponerme mocasines porque me imaginaba que vendrías tan elegante que me avergonzaría de ellos… o de él.
Pete levantó el zapato negro de piel que llevaba en el pie que no tenía roto. Mike llevaba una camisa con botones en el cuello y unos mocasines que costaban una pasta, y se miró a sí mismo con una sonrisa de desdén.
—Bueno, entonces supongo que somos como La dama y el vagabundo.
Había tensión sexual entre ellos —ambos la sentían—, pero ninguno estaba seguro de lo que pretendía el otro. Durante gran parte de la comida, la conversación podía haber sido una charla de negocios entre dos buenos amigos. Mike habló de lo que hacía en el comité republicano y de los casos de reordenación que estaban intentando atar antes de las elecciones de mitad de mandato, y Pete habló de su trabajo en el Instituto de Marketing Alimentario. Le contó que le pagaban bien, pero que lo consideraba una parada temporal en medio de un viaje hacia cosas más importantes. Mike le habló un poco de su familia y de la hermana que tenía en Florida y Pete le relató su juventud ambulante, durante la cual había sido arrastrado por todo el mundo por un padre con una carrera militar de éxito que lo había llevado de Hawái a Japón, luego a Holanda y, finalmente, a California. La familia de su padre era sueca, su madre era francesa y él se había ido a Washington para cursar un máster en Relaciones Internacionales y Marketing en la universidad George Washington. Su hermana también vivía en el distrito y ambos eran buenos nadadores y montaban a caballo.
Mike y Pete descubrieron varios puntos en común: la estrecha relación que tenían con sus hermanas, el año en que habían coincidido parcialmente en la universidad George Washington y que solo se llevaban cuatro meses (Pete era el más joven). Cuando acabaron de comer ya se habían bebido un par de botellas de vino y sus inhibiciones se estaban evaporando.
—Bueno… Solo vivo a diez minutos andando de aquí —dijo Pete.
Mike señaló el pie roto.
—Puede que esté a diez minutos para mí, pero para ti estará a media hora, Patapalo.
Se echaron a reír. Mike paró un taxi e hicieron el camino cómodamente callados. Delante de una casita situada a diez manzanas del Capitolio, Pete le dijo:
—Tengo que contarte una cosa: comparto casa con un compañero. Es demócrata, secretario de prensa del senador Simon, en realidad, pero él también es gay y no tienes que preocuparte por nada. Es un buen tío.
Mike cogió a Pete de la mano y le ayudó a subir las escaleras, mientras pensaba en lo emocionado que parecía el chico y lo diferente que era todo aquello de los «aquí te pillo, aquí te mato» de pacotilla a los que estaba acostumbrado en las citas.
El compañero de piso habló con ellos un par de minutos antes de fingir que bostezaba, pedir disculpas e irse a la cama. Cuando los dejó solos, se abrazaron. Ambos eran amantes experimentados y sabían lo que querían el uno del otro.
Por la mañana, Pete tostó un par de gofres y bebieron café hasta que fue hora de irse al trabajo. Mike dijo que podía ir andando al comité republicano, que estaba solo a un par de manzanas, pero Pete tenía que coger el metro hasta la calle K, así que se separaron en la puerta. Mientras se iba, Mike se volvió para mirar atrás.
—Ven a mi casa el sábado por la noche y cocinaré para ti. Vivo en el Wyoming, en la avenida Columbia. ¿Lo encontrarás?
Mientras caminaba hacia el edificio del CNR, Mike se sentía como si brincara en el aire.