DOS

1972-1973

Era una época confusa y resultaba difícil tener certezas. Richard Nixon se había ido a China y había incrementado los bombardeos en Vietnam del Norte, George Wallace había sido asesinado a tiros en Maryland y la Iglesia rezaba por la derrota del comunismo, por la paz en el mundo y por la reconciliación en casa. Mike intentaba estar tranquilo, ignorando la tormenta que sentía en su interior.

En el verano de 1972, Mary se había casado con Craig y habían tenido el bebé, un niño de mejillas sonrosadas y ojos dulces que fue bautizado con el nombre de Nathan. Mike fue a Florida para la ceremonia y se quedó embelesado hasta tal punto que le dijo a su hermana que nunca había visto a un niño tan hermoso. Mary parecía más contenta que nunca y Mike envidiaba su consumación de la maternidad. A él le encantaban los niños y, en algún lugar, entre sus otros demonios, acechaba el atroz pensamiento de que se enfrentaba a un futuro sin ellos.

En Notre Dame, sus sesiones con el padre Adrian continuaban siendo tensas: reprimendas, promesas y enmarañadas explicaciones se sucedían en un lúgubre carrusel de recriminación y silencioso resentimiento. Era como si la conversación estuviera girando sin parar alrededor de los mismos temas, de los mismos puntos de fricción irresolubles, y no llegara a ninguna parte. Mike salía de las reuniones con la impresión de que el padre Adrian estaba mareando la perdiz, como si quisiera que Mike siguiera hablando para impedirle actuar.

Él, por su parte, se había mantenido fiel a su decisión de no ver a Kurt y había evitado las situaciones en las que podría sentirse tentado a sucumbir a sus deseos. Rechazaba cualquier insinuación casual que se cruzara en su camino, incluida la de un cura guapo pero furtivo que le había pedido, con expresión cómplice, que lo acompañara al concierto de Johnny Mathis en Chicago.

La determinación le duró seis meses. Luego, en la primavera de 1973, cogió el Greyhound a Chicago y se dirigió a la calle Rush.

Había estado allí de día —era donde oradores estrafalarios daban discursos a su antojo subidos sobre tarimas—, pero esa vez era de noche y el paisaje se había transformado. Las luces de neón refulgían, los escaparates eran chillones y la música que salía de los bares parecía hablarle directamente. Se mezcló con la multitud de hombres que había en las aceras alrededor de la plaza Bughouse. Como una novicia en una lúgubre catedral, recorrió el camino a través de la oscuridad de los jardines de la plaza, mirando hacia las sombrías capillas laterales bajo árboles en forma de arco, vislumbrando los misterios que contenían. Grupos de hombres recostados sobre los nudosos troncos lo miraban, le sonreían o le guiñaban un ojo. Pero él desviaba la mirada intrigado, excitado, tímido. No se engañaba a sí mismo en cuanto a las razones que lo habían llevado hasta allí. «Podría hacerlo», pensó con ansia. Anhelaba aquellos antebrazos musculados y aquellas manos fuertes, los hinchados pechos bajo las camisetas blancas, las caderas estrechas embutidas en estrechos tejanos. «Pero ¿y si alguien me reconoce? ¿Y si me encuentro con alguien?». Si sucumbía a sus deseos, no habría marcha atrás.

Metió las manos temblorosas en los bolsillos y salió al otro lado de la plaza. Las luces le aguijonearon los ojos. De nuevo en la calle Rush, intentó pasar desapercibido. Paseaba mirando los carteles de los escaparates. Vio una desgastada puerta abierta en la que ponía: «PELÍCULAS PARA HOMBRES». Hurgó en el bolsillo en busca de los tres dólares y se coló a través de la cortina, para entrar en un pequeño teatro.

En la pantalla, dos jóvenes abrazados se desabrochaban las cremalleras de los pantalones el uno al otro. Sintió una oleada de excitación seguida de un intenso arrebato de culpabilidad. Las escenas que había estado imaginando en sueños —y que tanto se había odiado por imaginar— se exponían allí, en un lugar público, y nadie parecía molesto. Aquella sensación era desconcertante, casi decepcionante, como si el placer fuera incompleto sin el habitual acompañamiento de culpa y odio hacia sí mismo. Observó cómo los personajes de la pantalla daban vida a las fantasías que él consideraba solo suyas. La calidez y la oscuridad del cine eran reconfortantes y estaba empezando a librarse de parte del terror desgarrador que le había hecho polvo el estómago con unos atenazadores nervios que lo retorcían. Pero, cuando notó la mano del tipo que tenía al lado sobre su rodilla, se levantó y salió corriendo a la calle. Era casi medianoche y se sentía dividido entre el arrepentimiento de haber ido allí y el miedo a irse sin haber completado la tarea que se había impuesto.

Al otro lado de la calle estaba el bar Normandy. Mike entró a tomar algo. La enorme sala con la larga barra le recordó al sitio al que Marius y Charlotte lo habían llevado, allá en Rockford. Lo invadió la nostalgia de los días en que su sexualidad no era más que un dolor sin identificar.

—Una cerveza, por favor —le susurró al camarero, mientras miraba al resto de tipos que estaban de pie en la barra. Se preguntaba cuáles de ellos serían chaperos, un término que había aprendido del grupito de Notre Dame que sabía de esas cosas.

Un hombre mayor, con el pelo grasiento y un fino bigote se presentó como Ruggiero.

—Encantado —dijo Mike con una sonrisa cautelosa—. Soy Dave.

—¿Eres estudiante, Dave? ¿De dónde eres?

—En realidad… soy vendedor —dijo Mike—. Soy de… Detroit.

—¡Qué bien! Entonces tendrás algo de dinero, ¿no? ¿Qué buscas esta noche?

Mike titubeó al darse cuenta de su error.

—Bueno… El negocio no va muy bien ahora mismo, no es que esté forrado, la verdad.

—Vale, vale —dijo Ruggiero, haciéndole callar—. ¿Cuánto tienes entonces, cincuenta, sesenta dólares? ¿Cuál es tu tipo?

Mike se sintió aliviado al saber que el hombre no era un chapero y, aunque sus formas le parecían sutilmente amenazadoras, le sorprendió la idea de que él pudiera tener un «tipo». ¿Que qué estaba buscando? ¿Qué tal alguien que lo adorara, que lo excitara, que lo llenara, que lo amara y que lo comprendiera durante el resto de su vida? «Aunque eso probablemente está un poco fuera de las posibilidades de Ruggiero», pensó Michael esbozando una sonrisa.

—¿Y bien? —le instó el tipo.

¿Cómo se llevaban a cabo las transacciones de aquel tipo? ¿Qué era lo correcto decir?

—Eh…, oye, solo tengo cuarenta dólares —se oyó decir Mike— y necesito algo para volver a casa en autobús. —Se dio cuenta de que estaba regateando.

Ruggiero atendía a sus palabras con la concentración de un hombre de negocios.

—Muy bien —dijo finalmente—. Podemos llegar a un acuerdo.

Cogió el dinero de Mike y lo llevó a la barra del fondo. Un tipo alto y rubio, de unos treinta años, estaba recostado al lado de la puerta con una camisa de flores. Mike vaciló. «Dios mío, ¿de verdad voy a hacer esto?».

—¿Qué pasa, forastero? —le dijo el de la camisa floreada a Ruggiero—. ¿Y quién es ese guapo pichoncito que me traes esta noche? —preguntó, mientras miraba a Mike de arriba abajo con la aceptación de un rapaz.

—¿Creemos que va a ser una niña muy muy mala?

Mike se quedó paralizado. Era tan diferente de lo que había imaginado, de la forma en que creía que iban a ser las cosas…

—Oye —dijo nervioso—, no estoy seguro de que esto…

—Chico, chico, tranquilo. Este tío sabe lo que hace, créeme —dijo Ruggiero, agarrando a Mike del brazo y conduciéndolo a través de otra puerta que había al lado de la barra pequeña y que daba a un sórdido pasillo.

«Esto no está bien», decía una voz en la cabeza de Mike. «Esto no es como debería ser».

Pero Ruggiero y el chapero ya lo estaban arrastrando y, de pronto, se encontró solo con el rubio en una habitación diminuta y mal iluminada con persianas hechas jirones y un viejo sofá manchado en una esquina. El rubio lo había agarrado con fuerza desde atrás y le estaba lamiendo el cuello. Entonces, de repente, pasaron al sofá, el rubio le metió la lengua en la boca y Mike sintió que sus inhibiciones, su culpabilidad y su vergüenza desaparecían entre las persianas hechas añicos y se perdían en la oscuridad del exterior.

Se perdió el seminario de estudios preparatorios de Derecho por culpa de un dolor de cabeza que no remitía. Había llegado de Chicago a altas horas de la madrugada y se había metido en la cama directamente, donde seguía tumbado, sin dormir, y atormentado por los recuerdos borrosos debido a la bebida. La pose afeminada del chapero, la brusca socarronería con que lo había tratado durante la transacción, el ruin chulo y el sórdido escenario de su primer encuentro sexual lo habían dejado temblando de asco y repugnancia por sí mismo.

Se quedó tumbado en la oscuridad del cuarto con las persianas cerradas y la cabeza a punto de estallar. Pero, mientras sus agitadas emociones se calmaban, algo inesperado se apoderó de él, algo que al principio trataba de ignorar pero que le agobiaba: cuanto más pensaba en el encuentro del bar y cuanto más se mortificaba con la vergüenza y la humillación, más excitado se sentía.

Solo en la cama, dio rienda suelta a la excitación del contacto, del tacto del cuerpo de aquel hombre. Con cada recuerdo, sentía un placer creciente. Aquella experiencia nada tenía que ver con el amor hermoso y espiritual con que había soñado, pero lo atraía con una fuerza que le asustaba. Acababa de probar el encanto adictivo de la sensualidad casual e irresponsable.