Navidad de 1955
El número 810 de Moundale Drive era una casa de una sola planta, parecida a un rancho, rodeada de una valla de madera y con un jardín trasero en pendiente que partía de un patio estrafalariamente pavimentado. Como todas las viviendas que la rodeaban, aquella casa había sido construida hacía siete años y el distrito todavía estaba urbanizándose. Ferguson (Misuri) estaba lleno de barriadas similares. A aquel lugar le faltaba el ambiente de buena vecindad de los barrios más antiguos de las afueras de San Luis, pero los Hess tenían amigos en las casas de alrededor y sus hijos contaban con buenos amigos con los que jugar. Aquella primera mañana en que llegaron del aeropuerto, a Anthony y a Mary les pareció que la casa estaba inusitadamente llena de barullo y actividad: después de la frialdad y la desnudez del convento, aquel sitio poseía una opulencia, un bullicio y un desorden abrumadores.
Antes de irse al aeropuerto, Marge había empezado a colocar la decoración navideña. Había comprado un enorme abeto noruego en Magruder’s Garden Supplies, lo había puesto en la esquina del salón y les había pedido a los chicos que la ayudaran con el oropel, las bolas y las lucecitas eléctricas. Los dos primeros, James y Thomas, tenían catorce y trece años respectivamente y eran demasiado mayores para emocionarse con los árboles de Navidad, pero el pequeño Stevie solo tenía nueve años y siempre había sido su ayudante más diligente.
Mientras desenredaban el cordón de las luces del árbol, Marge había empezado a explicarles que aquella iba a ser una Navidad muy especial por la llegada de sus nuevos hermanos. Pero había algo en la cara de Stevie que sugería que no compartía su entusiasmo y Marge lo rodeó con un brazo.
—Cielo, no te preocupes. Los nuevos chicos no van a ocupar tu lugar. Seguimos queriéndote más que a nada en el mundo.
—Vale —había respondido Stevie, asintiendo dubitativo. Pero cuando Marge puso los regalos de Navidad debajo del árbol, se dio cuenta de que su hijo se había dado la vuelta a hurtadillas para contar en qué montón había más paquetes.
La intención de Marge era que el árbol, las luces, la decoración y los regalos hicieran que Mary y Anthony se sintieran queridos y deseados. Había estado imaginando la alegría de sus caras cuando descubrieran aquella escena festiva en el salón familiar. Pero cuando llegaron, treinta y seis horas después de dejar el convento de Roscrea, los niños no estaban en condiciones de disfrutar de nada. Mary lloraba sin parar y no decía qué le pasaba. No había hablado desde que había bajado del avión y no le complacían las sorpresas que Marge le había preparado. Anthony parecía desorientado y no tenía claro cómo reaccionar. Parecía interesado en las luces de colores y en el árbol y también en los tres niños: mientras Marge se los presentaba, logró esbozar una tímida sonrisa, pero no dejaba de mirar a Doc, que no paraba de hacer fotografías y de dar instrucciones a los niños para que posaran «con los niños nuevos». Aquel alboroto era demasiado para Anthony: entre un coro de ruidosas observaciones y preguntas burlonas («¿Te has criado en una iglesia?», «Eh, mamá, ¿qué le pasa en el pelo?», «¡Di algo en irlandés!»), se encontró a punto de echarse a llorar y enterró la cara en la falda de Marge.
En Sean Ross, la Navidad nunca había sido una ocasión que se celebrara públicamente —no había árbol ni, desde luego, ningún tipo de adornos ni lucecitas—, por lo que a Mary y a Anthony les desconcertó la mañana de Navidad. Los excitados gritos de alegría de los niños los despertaron pronto y, poco después, Marge entró en su cuarto con unas tazas de chocolate.
—¡Feliz Navidad! —exclamó sonriéndole a Anthony, mientras dejaba las tazas en la mesilla y le daba un beso en la frente—. ¡Y feliz Navidad también a ti, cielo! —le repitió a Mary, que miraba a Anthony nerviosa, pero que se dejó besar en la mejilla. Marge le había comprado a Mary un bonito vestido de marinera y a Anthony un jersey blanco y unos pulcros pantalones de pana y empezó a dar vueltas por la habitación para dejarles los conjuntos encima de las camas. Mary y Anthony la observaron en silencio.
Marge se pasó la mañana preparando la comida de Navidad, mientras los niños jugaban a bulliciosos juegos, gritando y corriendo alrededor de la casa. Anthony y Mary se quedaron sentados en la sala de estar, hablando el uno con el otro en voz baja con extrañas palabras que los demás apenas podían entender, y Doc iba de habitación en habitación haciendo fotografías. En la radio sonaban con estridencia los villancicos, Doc silbaba un acompañamiento disonante, Stevie aullaba de satisfacción al ver su montón de paquetes, y James y Thomas discutían afablemente sobre quién se llevaría los mejores regalos.
Anthony encontraba aquel alboroto intimidatorio. Pensó en las monjas y en los familiares pasillos del convento y le entraron ganas de llorar. Cogió a Mary de la mano y la arrastró con él al espacio que había entre el sofá y el enorme sillón de Doc, mientras miraba con ojos grandes y melancólicos a sus nuevos hermanos altos y fuertes. Marge los encontró allí y se arrodilló a su lado con un paquete en cada mano.
—Sé que ahora las cosas dan un poco de miedo, cariño —le dijo a Anthony. Mary parecía sentirse más a gusto cuando no se dirigían a ella directamente—, pero pronto os acostumbraréis a nosotros. Toma, este es para ti y este para tu hermana.
La mujer puso los paquetes en manos del niño y entonó una silenciosa plegaria: «Por favor, Dios mío, haz que les gusten los regalos. Haz que algo vaya bien».
Sus plegarias fueron escuchadas. Después de desenvolver su regalo con una precaución casi cómica, Anthony se quedó extasiado al ver el paquete de soldaditos de plástico y se inclinó para animar a Mary a abrir el suyo. Con el pulgar en la boca, la niña rompió sin entusiasmo el brillante papel y Anthony salió arrastrándose de su escondite para tener más espacio para ayudarla. Cuando Mary vio un atisbo de satén de color rosa claro, se escurrió detrás de él y rompió del todo el paquete. Una bonita muñeca de pelo rubio la miraba con enormes ojos azules y Mary sonrió de oreja a oreja por primera vez desde su llegada. A Marge la invadieron la euforia y el alivio.
—Te gusta, ¿eh? ¿Cómo la quieres llamar? Ahora es tuya.
La niña sonrió. Pero su entusiasmo fue breve.
—¡Eh! —gritó Stevie, prestando atención de repente al grupito que estaba al lado del sillón—. ¿Son soldados del cuerpo de marines? ¡Le habéis regalado soldados del cuerpo de marines! ¿Cómo le regaláis a él soldados si ni siquiera es de aquí? ¿Cómo…?
Marge agarró a Stevie por los hombros y lo miró fijamente.
—Ahora es uno de nosotros, Stevie. Por favor, no le hables así.
Pero cuando lo soltó, Stevie salió corriendo de la habitación, gritando «¡No es justo!» y dando un portazo al salir.
Por la tarde, parecía que la cosa había mejorado un poco. Anthony y Mary se habían comido el almuerzo con sorprendente entusiasmo y estaban saciados, adormilados y contentos, sentados el uno al lado del otro en el sofá, rodeados de regalos. Stevie jugaba en el suelo, al lado del árbol, Thomas estaba leyendo un nuevo libro sobre motores de vapor y James se las había apañado para conseguir comer una tercera ración de pastel. Sintiendo que la calidez del jerez la invadía, Marge propuso un brindis.
—Bueno, Doc —dijo, con el vaso en alto—. Yo ya he recibido mi regalo de Navidad con estos dos preciosos niños y te lo agradezco. Jim, Tom y Stevie tienen los suyos y no cabe duda de que los pequeños también han recibido un montón de ellos. Pero creo que tú necesitas un regalo, Doc, uno muy especial. Me encantaría que le pusiéramos a nuestro nuevo hijo tu nombre, en tu honor. Tu nombre, Michael, es precioso, es el nombre de un ángel. Y creo que deberíamos ponérselo a nuestro nuevo hijo.