7 de julio de 1952
Dublín (Irlanda)
Las tormentas de verano que habían importunado a la hermana Annunciata la noche en que había traído al mundo al pequeño Anthony no se habían limitado a Roscrea. La república de Irlanda estaba modernizando los sistemas de energía y, en el barrio periférico dublinés de Glasnevin, los cables caídos hicieron que Joe Coram se levantara el lunes por la mañana en una casa a oscuras. Media hora más tarde, su esposa Maire se echó a reír al encontrárselo en la penumbra, tomando un desayuno a base de pan sin tostar y té frío. Joe también se rio. Era joven y fuerte, y seguía enamorado de su trabajo, de su mujer, de su casa y del mundo en general. Le dio un abrazo a Maire mientras pensaba en lo hermosa que estaba.
—Esta noche volveré tarde a casa, Maire. Eso suponiendo que los tranvías funcionen. Tengo que asistir a ese condenado grupo de trabajo sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado —Maire puso los ojos en blanco, pero él lo ignoró—, y no es ningún secreto que la cosa está un poco peliaguda, ahora mismo.
Por suerte, no hubo problemas con los tranvías y Joe Coram llegó a la oficina sin contratiempos. Aunque a los diez minutos ya estaba deseando no haberlo hecho. Su secretaria estaba enferma y le había dejado una nota sobre la mesa que le informaba de que el ministro quería verlo «de inmediato».
Frank Aiken, el ministro de Asuntos Exteriores del Estado Libre, estaba cabreado y todo el Iveagh House[1] contenía la respiración. Aiken era un hombre terco y profundamente resentido que todavía no había perdonado a sus antiguos camaradas por apoyar el tratado de 1921.
Joe sabía a qué se debía la pataleta: él era quien se encargaba de la política del departamento sobre cuestiones de pasaportes y visados, por lo que había estado involucrado en el asunto Russell-Kavanagh desde el primer momento en que este había surgido, hacía seis meses. En la antecámara del despacho del ministro, una joven secretaria privada le hizo a Joe el más resumido de los resúmenes:
—El maldito tema de Jane Russell contraataca. Ahora los periódicos extranjeros le han hincado el diente. Te enseñaría el telegrama, pero lo tiene Frank dentro. Será mejor que te andes con ojo.
Frank Aiken iba por el quinto cigarrillo de la mañana cuando Joe llamó a la puerta y entró. En su mesa había el habitual batiburrillo de documentos departamentales, periódicos y sobres usados de papel manila. Aiken estaba casi cómicamente pálido, y Joe se imaginó por un instante que le salía humo de la coronilla calva. El ministro levantó sutilmente los ojos del ejemplar del Irish Times que estaba ojeando y le tendió el telegrama oficial.
—¿Qué se supone que significa esto, Coram? ¿De dónde han sacado todo esto? Qué vamos a hacer al respecto, ¿eh?
Joe lo leyó. Era un boletín urgente de los chicos de la embajada de Bonn y el primer asunto en la agenda era la traducción de un artículo de un popular periódico sensacionalista de Alemania Occidental llamado Acht Uhr Blatt. Estaba bastante claro el motivo por el que la embajada había decidido que Frank Aiken tenía que verlo. El titular rezaba: «Mil niños desaparecidos en Irlanda».
El periódico había desenterrado la historia al completo del asunto de Jane Russell. Describía cómo la actriz de Hollywood, que no tenía hijos, había volado a Irlanda para intentar adoptar a un bebé irlandés. Daba todos los detalles del acuerdo al que había llegado con Michael y Florrie Kavanagh, de Galway, para llevarse a su hijo, Tommy. Sugería que el trato implicaba grandes sumas de dinero y, lo peor del caso, incluía una minuciosa y espeluznante descripción de cómo el consulado irlandés de Londres había expedido el pasaporte del niño para que este volara a Nueva York sin despertar sospechas. Según el artículo, aquello demostraba que el Gobierno de Irlanda consentía la exportación y venta de niños irlandeses: «Irlanda se ha convertido en una especie de coto de caza para los millonarios extranjeros que creen que pueden adquirir niños a su antojo como si fueran valiosos animales con pedigrí. En los últimos meses, cientos de niños han salido de Irlanda sin que ningún organismo oficial haya osado hacer preguntas sobre su futuro entorno».
Aiken se enjugó la frente.
—Muy bien —dijo—. Lo que necesito que hagas, Coram, es un informe minucioso: nada de detalles ocultos, por muy embarazosos que resulten. Quiero tener absolutamente toda la información, absolutamente todos los indicios de mala praxis y absolutamente todas las pruebas de las tonterías del arzobispo y de la Iglesia. ¿Queda claro? Y lo quiero para el viernes. ¡Fuera!
La reunión de esa tarde sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado fue tensa. Joe tuvo que quedarse levantando actas hasta bastante después de las ocho. Asistieron la mayoría de los miembros del consejo —incluso Eamon de Valera, el Taoiseach,[2] estuvo presente durante una buena parte de la misma— y el debate fue subiendo de tono. Cuando Joe volvió a Glasnevin, Maire ya había hecho la cena, había visto cómo se enfriaba y había tirado la comida solidificada a la basura.
—Ahí tienes la cena, Joe Coram —dijo, riendo—. Échale la culpa a De Valera o a quien quieras, pero ya no tiene remedio. ¡Esta noche tendrás que conformarte con pan duro y pringue!
Joe también se echó a reír y rodeó a Maire por la cintura.
—Viviría a base de pan y me sentiría como un rey con tal de estar contigo, cariño. Siento que te hubieras molestado en preparar la cena. En cuanto Frank y Dev empezaron con lo de la Iglesia, las monjas y los pasaportes, ya no hubo forma de pararlos. Tengo veinticinco páginas de notas que he de descifrar para el miércoles y Frank quiere que haga para finales de esta semana un informe completo del escándalo, retomando el fiasco de la madre y el hijo. Te digo una cosa, Maire: llegaré tarde más noches antes de que acabe el mes y, sin duda, varias cenas más irán a parar a la basura, cielo.
Maire se dispuso a soltarle una colleja, pero se detuvo a medio camino y le dio un beso en la mejilla.
—¿Has visto el Evening Mail de esta noche? —preguntó, recordando la nota mental que se había hecho de mostrarle el artículo sobre Jane Russell y las alegaciones de la prensa alemana—. Ves a gente como ella en el cine y crees que deben de tener una vida fácil, ¿verdad? Y luego descubres que tienen sus propias penas, como el resto de nosotros.
Joe cogió el periódico que estaba encima de la mesa de la cocina.
—Ya lo tengo más que visto. Frank nos mandó a por un ejemplar al quiosco de la calle Merrion. Y Jane Russell no es la única: hemos estado expidiendo pasaportes a bebés a destajo. Parten hacia Estados Unidos y nunca más se sabe de ellos.
Maire miró a su marido y vio que estaba pensando lo mismo que ella: que llevaban tres años casados y su familia estaba empezando a hacer preguntas.
—Olvida a Jane Russell —dijo, mientras le daba un beso en el cogote—. Somos nosotros los que necesitamos un bebé, Joe Coram. ¡Así que acaba el festín que te estás dando y ven a echarme una mano para hacer algo al respecto!