DOCE

1984-1985

Mike no disfrutó demasiado del triunfo aplastante de Reagan en noviembre, ni de los festejos de la toma de posesión en enero. Era como si el incidente de Dallas y la pérdida de sangre lo hubieran desconcertado y lo hubieran hecho agónicamente consciente de su propia vulnerabilidad. Peter percibía su melancolía, pero ignoraba la causa. Sus cautas preguntas se topaban con desaires. A Pete le daba la sensación de que Mike estaba asustado y creía que, en cierto modo, se sentía culpable. Unas veces miraba a Pete con expresión hostil y otras su mirada rebosaba preocupación y pena.

Aquella tristeza no se disipó hasta la primavera, un día en que Mike volvió una noche del trabajo con una botella de champán y un ramo de peonías de color rojo sangre. De pronto, inesperadamente, volvía a ser el mismo, estaba lleno de energía y entusiasmo, y hacía planes para el futuro como si se hubiera quitado un gran peso de encima.

—Escucha —le dijo—. Se me ha ocurrido la mejor idea del mundo. Creo que deberíamos hacer una fiesta de Pascua en la casa de Shepherdstown. ¿Sabes que siempre hablamos de las vigilias de Semana Santa de cuando éramos pequeños, de la iglesia, de las oraciones y de todas esas cosas serias? Pues creo que deberíamos hacer una vigilia de Pascua divertidísima. Podríamos invitar a todo el mundo el sábado por la noche y estar de fiesta hasta por la mañana. Luego podríamos ir todos a misa el domingo de Pascua y descansar el resto del fin de semana. ¿Qué te parece?

Asistieron todos sus viejos amigos: Mark O’Connor, Ben Kronfeld, John Clarkson, Susan Kavanagh… Robert Hampden se llevó a su novio, un hombre rico y mayor que él, que era uno de los principales constructores de la capital; Sally Shepherd acudió junto con sus otros amigos de Shepherdstown e incluso invitaron a algunos de los diamantes en bruto, el nombre que le daban al grupillo gay de la zona porque, si los pulías, podían incluso llegar a ser monos.

La cena empezó a las once de la noche y se extendió hasta las dos de la mañana. Luego enrollaron las alfombras, pusieron la música a tope y empezó el baile. De madrugada, la mitad de los invitados estaban dormidos en los sofás y el resto jugaban al billar en la mesa que había en la sala de atrás. A las nueve de la mañana, Mike anunció que era hora de ir a la misa de Pascua. Los judíos y los baptistas pusieron objeciones, al igual que un inusitado grupo de autoproclamados ateos, pero Mike insistió y todo el cortejo salió en tropel hacia la iglesia. Después, él y Pete asistieron a la comida de Pascua en casa de los padres de Sally y volvieron a media tarde para unirse a los invitados que quedaban, antes de que volvieran a Washington.

Por la noche, los dos se quedaron solos, allí sentados, entre el caos de la casa devastada.

—Has estado genial, Mike —susurró Pete—. Has cocinado y has pinchado, como en los viejos tiempos. ¿Sabes? Últimamente has estado tan triste que creía que nunca volvería a verte feliz.

Mike le apretó el brazo.

—Sé que no he sido… la persona más fácil con la que convivir estos últimos meses. Lo siento muchísimo. Hay algo que debería haberte contado…, pero puede que estuviera demasiado asustado como para hacerlo. ¿Te acuerdas de Harry Chapman, el tío de Nueva York? Pues murió.

Mike respiró hondo.

—Justo antes de irse, me escribió para decirme que tenía sida… y que era posible que yo también lo tuviera.

Pete no dijo nada.

—Lo sé, lo sé. Pero déjame acabar. No podía sacármelo de la cabeza. Me lo tragué todo porque temía perderte y perder la felicidad que habíamos encontrado juntos. Me asustaba perderlo todo. Pero el mes pasado empezaron a hacer esas pruebas de suero que te dicen si das positivo o negativo, así que fui a hacerme una… ¡y salió todo bien!

Pete sofocó un grito y los ojos de Mike se llenaron de lágrimas.

—Es increíble lo diferente que parece todo de repente, Pete. Es como si hubiera esquivado la bala y tuviera toda una nueva vida por delante. Pero la preocupación y el estrés fueron horribles… No quiero volver a pasar por eso jamás. Siento lo que te he hecho vivir.

Pete sacudió la cabeza. Mike se había guardado un secreto que podría haber tenido consecuencias directas también para él, pero se obligó a no profundizar en el tema. El futuro era lo que importaba.

—Me alegro de que me lo hayas contado, Mike. Me preguntaba qué te pasaba, pero ahora lo entiendo. Gracias a Dios, estás bien —respondió Pete, mientras se levantaba para secarse los ojos—. Me alegro mucho de habernos quitado eso de en medio —gritó desde el baño, mientras se echaba agua fría en la cara—. Es como tener la oportunidad de volver a empezar de nuevo: borrón y cuenta nueva —añadió, al regresar al sofá—. Porque lo prometes, ¿no? Lo del semental vestido de cuero, el chico del bondage y el sexo irresponsable… Todo forma parte del pasado, ¿verdad? El equipo de motero es solo cuestión de imagen. No habrá más fines de semana perdidos ni más sexo con extraños.

Mike lo miró a los ojos y asintió.

—Te lo prometo, Pete. Ahora tú eres todo lo que necesito.