1977
Además de dedicarse a las gestiones legales, Mike continuaba haciendo turnos en el Kennedy Center y Mark consiguió también un empleo allí, en el guardarropa, por las noches. Entre los dos llegaron a ver todas las producciones teatrales nuevas, incluido el gran acontecimiento de la temporada 1976-1977, el musical Annie. La primera vez que lo vieron les gustó tanto que repitieron, y Mike acabó viéndolo seis veces. Mark sospechaba que aquella historia era algo a lo que Mike nunca se podría resistir: Annie, una niña pelirroja de once años que se había criado en un orfanato donde la amedrentaban y la amenazaban pero que nunca abandona su sueño de encontrar a sus padres y finalmente descubre la felicidad mediante la intervención del presidente y de la señora Roosevelt. Mike compró el cartel publicitario del espectáculo a tamaño real y lo colgó en la cocina del piso.
Gracias a los dos trabajos, Mike había reunido ahorros suficientes para el viaje de verano a Irlanda y Mark lo veía emocionado y ansioso. A finales del curso escolar, Mike anunció que le habían ofrecido un puesto de jornada completa en el Instituto Nacional de Asesores Legales Municipales a partir de septiembre y que se estaba planteando aceptar.
A Mark le sorprendió.
—Creía que odiabas ese sitio, Mike. Siempre estás diciendo lo aburrido y sórdido que es.
Mike se enfadó.
—La cuestión es que han venido a buscarme. Me quieren a mí y eso me parece importante, aunque a ti te dé igual.
Mark se replegó ante la vehemencia de la voz de Mike y tomó nota mentalmente de no subestimar su necesidad de ratificación externa. Durante los siguientes días, Mike estuvo apagado y callado. El viernes por la tarde, metió algunas cosas en una bolsa para pasar la noche y le dejó una nota a Mark diciéndole que se iba el fin de semana, pero no le dijo a dónde.
Al finalizar el curso, Mike recogió el título de doctor en Jurisprudencia. Esa vez no hubo magna cum laude: sabía que no se había entregado en cuerpo y alma al trabajo, y daba gracias por haber conseguido el mínimo para graduarse. Doc y Marge volaron a Florida para asistir a su graduación a finales de mayo y unirse a la multitud de padres sonrientes que se resguardaban a la sombra de los plátanos en el patio de la universidad. Era un día caluroso. Mike llevaba puesta la pesada toga académica y todos tenían hambre, así que hicieron la obligatoria sesión de fotos lo más rápidamente posible. Mike levantó el título ante la cámara y sonrió mientras Mark lo retrataba con sus padres. En las fotos se veía que Mike había ganado bastante peso, pero Doc estaba mayor, más delgado y un poco encorvado, cuando normalmente caminaba más tieso que una vara. Marge tenía una sonrisa perpetua en la cara, estrechaba con fuerza el brazo de Mike y se escondía un poco detrás de él mientras hacían las fotos. Casi en el último momento, Doc se ofreció a hacerle una foto a Michael Jr. con su «colega y compañero de piso», que se mantuvo a una distancia respetable de su amante mientras sonreía tímidamente.
Por la noche, fueron a cenar al Bistro Français de Georgetown para celebrarlo. Doc y Mike pagaron a medias la cuenta.
Mary no había podido ir a Washington para la graduación y Mike la echaba de menos. Al día siguiente, en cuanto Doc y Marge se hubieron ido, cogió el teléfono y la llamó a Florida. Ella pensó que parecía emocionado y pronto descubrió por qué.
—¿Eres tú, hermanita? —le gritó su hermano por el teléfono—. Soy yo. Escucha. He tenido una idea increíble. Voy a ir a Irlanda en agosto y me encantaría que me acompañaras. No tendrías que preocuparte por pagar los billetes de avión ni nada, porque los compraría yo, y de todos modos tengo que alquilar un coche y pagar una habitación de hotel, así que sería lo mismo, estuvieras o no. Dime que vendrás, hermanita, ¿a que sí? Será tan maravilloso volver, ¿no crees?
Mary le dijo que tenía que pensárselo. Tendría que solucionar algunas cosas relacionadas con el pequeño Nathan, que ya iba a cumplir cinco años, y necesitaría pedir permiso en el trabajo, pero Mike siguió insistiendo y Mary no resultó difícil de convencer. Lo llamó al día siguiente en estado de pánico para decirle que no tenía pasaporte, pero Mike la tranquilizó diciéndole que las solicitudes se procesaban en ocho semanas y que lo conseguiría con tiempo de sobra.
A principios de agosto, se encontraron en el aeropuerto Kennedy de Nueva York. A bordo del Pan Am 747, Mike le preguntó a su hermana si recordaba algo de la última vez que habían atravesado volando el Atlántico y ella se encogió de hombros.
—Nada de nada. ¿Es muy raro?
—No tanto, supongo, si no lo has intentado —respondió Mike—. Yo he estado pensando mucho en ello, últimamente. Creo que había un hombre muy amable que nos cuidó durante parte del viaje. Recuerdo que yo me moría de miedo al despegar y al aterrizar, y que tenía ganas de echar los hígados todo el rato.
—Qué bien —dijo Mary, riéndose—. Ahora me siento mucho mejor volando. ¿Sabes qué? Hay una cosa que sí recuerdo, aunque puede que sea solo de ver las fotos: tú tenías un avión de juguete que llevaste todo el camino desde Irlanda hasta Chicago. ¿Te acuerdas?
—Sí, claro —dijo Mike—. Creo que Stevie lo tiró a la basura en uno de sus ataques de amor fraternal. —Mary se rio, pero Mike parecía pensativo—. Siempre me he preguntado de dónde había salido aquel avión, me refiero a quién me lo compró. ¿Crees que pudo ser mi madre cuando se enteró de que nos iban a llevar en avión a Estados Unidos?
—Ni idea, Mikey —respondió Mary, vacilante—. ¿Cómo te lo iba a comprar ella, si renunció a ti al nacer?
—Ya. Supongo que tienes razón —replicó Mike—. Pero había pensado que tal vez había preguntado por mí y se había enterado de que me iba a Estados Unidos…
Su voz se fue apagando y se quedaron un rato en silencio, allí sentados.
—¿Alguna vez te preguntas qué habríamos sido si nos hubiéramos quedado en Irlanda en vez de irnos a Estados Unidos? —inquirió finalmente Mike. Mary asintió.
—Sí, claro. Yo habría acabado mendigando por las calles de Dublín, supongo, y tú seguramente estarías en el IRA.
Los dos se echaron a reír.
—Sin embargo, es verdad, ¿no, hermanita? —insistió Mike—. Tienes que admitir que Irlanda es nuestro hogar. De ahí es de donde venimos y, aunque somos ciudadanos de Estados Unidos y todo eso, el sitio donde has nacido es tu verdadero hogar.
Mary le dijo que ella sentía lo mismo.
—Si eres adoptado y sabes que eres de un sitio en concreto y que, probablemente, hay otras personas que tienen que ver contigo, en cierto modo quieres decir: «Bien, en primer lugar soy de ese sitio y es allí a donde pertenezco». Pero ¿sabes qué más me pregunto, Mikey? Para empezar, ¿cómo es que a Marge y a Doc se les ocurrió ir a Irlanda a adoptar?
Mike se encogió de hombros.
—Supongo que en Estados Unidos no podrían hacerlo. Tenían tres hijos sanos, así que serían los últimos de la fila de adopción en Estados Unidos.
—¿Y qué es lo que esperamos encontrar ahora, Mikey? No vamos a tropezarnos con nuestras madres un día por la calle, así como así. Y no parece que las monjas vayan a querer ayudarnos. No han respondido a tus cartas, ¿no?
—Bueno, como dice el refrán: el que no arriesga, no gana. ¿Y si nuestras madres también nos están buscando? Eso haría que fuera más fácil encontrarlas, ¿no?
—Pero, Mikey, aunque fuera así, no tengo muy claro que llegaran a encontrarnos… Ahora nos apellidamos Hess y tú ni siquiera conservas el nombre.
Mike frunció el ceño.
—Supongo que la única manera sería si las monjas tuvieran un archivo de a quién enviaron a qué sitio y que supieran si a alguien le habían puesto un nombre nuevo. Y luego las monjas tendrían que darles la información a nuestras madres. O puede que nos la den a nosotros para que podamos encontrarlas.
Habían decidido pasar un par de días en Dublín antes de dirigirse a Roscrea. Pasearon por la ciudad, bebieron pintas de Guinness en bares tranquilos y hablaron con los parroquianos, que eran amables y sentían curiosidad por su herencia irlandesa. Pero estaban impacientes por llegar a la abadía de Sean Ross. En su tercera mañana en Irlanda, cogieron el coche de alquiler, se perdieron en el tráfico de Dublín y tardaron casi tres horas en hacer un viaje de ciento doce kilómetros. Cuando llegaron a Roscrea y aparcaron delante del hotel Grans, en la calle Castle, era la hora de la comida. Se trataba de una pensión económica del siglo XVIII y la puerta de la calle daba directamente a una habitación sombría, de techo bajo, con sofás de piel gastada, una chimenea abierta y un largo mostrador de madera sin ningún empleado detrás. Se oía el estruendo de un televisor en el que estaban retransmitiendo algún tipo de evento deportivo procedente de la habitación de al lado, así que Mike dejó a Mary con las maletas y fue a investigar. En la cafetería había un trío de hombres de mediana edad mirando atentamente una televisión en blanco y negro en la que se veía a unos tipos corpulentos corriendo arriba y abajo con unos largos palos y lanzando de vez en cuando una especie de disco, aparentemente hacia sitios al azar. Mike tosió y uno de los hombres se levantó de mala gana para presentarse como el dueño.
—Supongo que querrán algo de comer —murmuró mientras les mostraba una pequeña habitación con camas individuales.
Mientras comían un almuerzo compuesto por carne de ternera y patatas cocidas, Mike le preguntó al hombre dónde quedaba la abadía de Sean Ross.
—Ah, la abadía —gruñó—. Está solo a unos tres kilómetros de aquí. Tienen que seguir la carretera, dejar atrás la gasolinera y, después de la rotonda, verán un cartel en un poste. Pero no merece la pena que vayan hoy. Es un día de fiesta importante y las monjas estarán ocupadas con los rezos y los espásticos.
—¿Con los espásticos? —preguntó Mike.
—Con su pandilla de discapacitados —dijo el hombre, mientras se rascaba la barbilla sin afeitar—. La gente a la que cuidan las monjas.
—Así que es un hogar para gente discapacitada, ¿no? —preguntó Mike—. ¿Ya no tienen niños?
—Desde 1970 —dijo el hombre—. Desde entonces solo hay tipos en sillas de ruedas con tembleque por la parálisis cerebral. Pero las monjas se los guardan para ellas solas. Nunca vienen al pueblo y hacen que les envíen todas las provisiones. Uno no se enteraría de que están ahí si no supiera que están.