1968
Mike caminaba de aquí para allá, preocupado, entre bastidores, pero Charlotte le estrechó la mano y le dijo que estaría fantástico. Entre un público lleno de padres, profesores y estudiantes, Mary cerró los ojos mientras se abría el telón. Sabía lo que se avecinaba y le preocupaba que Marge y Doc pensaran que Mikey estaba haciendo el papel de huérfano delante de todo el mundo. Pero mientras Gooch, la niñera, se desgañitaba cantando algo sobre la «querida señora Bridget», miró de reojo a sus padres y vio que estaban extasiados. Mike era el centro de atención y estaban disfrutando de su actuación. Cuando al huérfano Patrick le tocó interpretar el primer tema importante, Mary ya estaba emocionada y entusiasmada por las caras sonrientes y las salvas de aplausos. Estaba disfrutando del éxito de su hermano.
En la segunda mitad del espectáculo, Mike se transformó en un deslumbrante miembro de la alta sociedad. Cambió los pantalones cortos por un elegante esmoquin entallado y se engominó a la perfección la negra cabellera, dejando un gracioso rizo estratégicamente colocado sobre la emblanquecida frente. El colorete de las mejillas y el toque rojo en los labios le proporcionaban el aire surrealista e increíblemente perfecto de un ídolo cinematográfico de los años treinta. Cuando cantaba, su voz brotaba de lo más hondo de su ser y llenaba el auditorio con una jovial armonía. Mary y las otras trescientas personas cayeron bajo el hechizo de aquella magnífica criatura, y, aunque sabían que era Michael Anthony Hess, se negaban a creerlo.
El recibimiento que tuvo en el salón de actos del colegio después del espectáculo hizo que Mike catara por primera vez la adulación. Los chicos le estrechaban la mano con brío y las chicas se esforzaban por llamar su atención. En el asiento trasero del Cadillac de Doc, de vuelta a casa, Mary rebosaba amor y orgullo.
—¡Ha sido genial, Mikey! ¡Has estado realmente fantástico! ¿Cómo se siente uno al tener a toda esa gente aplaudiendo como loca cada vez que abres la boca?
Mike le alborotó el pelo.
—Bueno… Es como un zumbido. Cuando suben las luces da un poco de miedo, pero cuando empieza la música es como si supieras exactamente qué hacer y cómo comportarte. Dejas de sentirte como un insignificante don nadie y te sientes como un superhéroe, o algo así, y sabes que todo en tu vida va a funcionar.
Mary asintió, cautivada al pensar en ello.
—Y cuando besas a Charlotte y le dices que la quieres, ¿estás actuando, como en el escenario? ¿O estás siendo tú mismo?
Mike miró a su hermana en la penumbra del asiento de atrás y no supo qué responder.
Cuando llegaron las fotografías de la nacionalización de Mike y Mary, Marge enmarcó una y la colgó en la pared, al lado de la puerta de la entrada. Mary llegó a casa entusiasmada por el éxito de Mike, pero al verla se le cayó el alma a los pies. En ella no veía más que su nariz y, mucho después de que los demás se hubieran quitado los abrigos y se hubieran ido a la sala para hablar emocionados sobre la glamurosa estrella en ciernes, Mary seguía delante de la foto, analizándola y atormentándose.
James no dejaba de mirar el calendario. Se avecinaba la fecha en que lo llamarían a filas y Marge, desesperada tan solo con pensar que se podría ir, le había rogado a Doc que hiciera algo. A la mañana siguiente del espectáculo, llegó con el correo la primera señal de que los esfuerzos de Doc podían tener resultados. Una carta del Ministerio de Defensa indicaba que James M. Hess tendría que presentarse para un programa de instrucción intensiva de seis meses en la Escuela de Candidatos a Oficiales del Ejército de Estados Unidos. Los contactos de Doc le habían asegurado que, si su hijo completaba la formación, se licenciaría con el grado de teniente en una unidad destinada en Panamá. Haría calor, pero no era Vietnam. Marge se llevó la carta a la habitación y la releyó una y otra vez. La besó y la estrechó contra el corazón. Rezó en silencio una oración de agradecimiento a Nuestra Señora y se le llenaron los ojos de lágrimas de gratitud.
Por la tarde, sonó el teléfono y Marge contestó a la llamada. Charlotte quería hablar con Michael, pero no puso objeción alguna cuando la señora Hess empezó a darle conversación. La chica se echó a reír cuando Marge le dijo que ella y Mike hacían muy buena pareja en el escenario, lo mucho que Mike hablaba de ella y que sería un placer que Charlotte y su familia fueran a tomar una limonada a casa el domingo. Cuando Marge le dio la buena noticia de que, al final, James no iba a ir a Vietnam, Charlotte se alegró de corazón por ella. La fecha de nacimiento de su hermano entraría en la lotería del año siguiente y sabía que, para sus padres, iba a ser una agonía. Para terminar, Marge le dijo que ya le había dado bastante la lata y que iría a llamar a Mikey. Charlotte se rio de nuevo y le dio las gracias. Llamaba para decirle que ella y su hermano habían conseguido que su padre les dejara el Buick por la tarde.
Media hora después, Marius y Charlotte Inhelder paraban delante de la casa de los Hess, en Maplewood Drive, y Mike saltaba al asiento de atrás. El coche vibraba de emoción: un mar de posibilidades se abría ante ellos y Mike se sentía adulto y poderoso. Charlotte le presentó a su hermano, que respondió con un guiño cómplice. Marius poseía la misma belleza sajona que su hermana: el mismo cabello rubio, la misma elegancia grácil… Sentado detrás de él, Mike miró fijamente la esbelta curva de su cuello sobre la blancura de la camiseta, los delicados omóplatos que subían y bajaban mientras manipulaba el pesado volante y le sorprendió la intensidad de la admiración que sintió. Lo invadió un abrumador deseo de estirar la mano y tocar la reluciente piel que brillaba a menos de medio metro de su propia cara.
Delante, en el asiento del copiloto, Charlotte no podía permanecer quieta por la emoción y se desembarazó del cinturón de seguridad con la fe de un adolescente en su propia inmortalidad. Parloteaba excitada en voz muy alta, mientras giraba el atlético cuerpo de un lado a otro para volverse hacia atrás y mirar a Mike y luego hacia su hermano, que iba a su lado. Iban al bar preferido de Marius, Mr. Henry, que estaba en la calle State, según dijo Charlotte, donde los esperaban sus amigos muertos de ganas de conocer a Mike y ver al chico que había atrapado el corazón de su hermana pequeña. Los ojos de Marius se toparon con los de Mike en el espejo retrovisor y el chico le dedicó una pequeña sonrisa, de hombre a hombre, divertido por el entusiasmo de su hermana.
Mike nunca había ido a Mr. Henry. Le gustó de inmediato. Estaba recubierto de paneles oscuros, como un club, atestado de gente y las mesas muy juntas unas de otras y cubiertas con manteles de cuadros de plástico. Un viejo piano vertical reposaba sobre una tarima, al fondo de la sala, y había una pared cubierta del tipo de cuadros de desnudos que en su momento habían sido controvertidos, antes de la despreocupación del destape de los años sesenta. Marius era el único con edad suficiente para beber de forma legal, así que se sentaron alrededor de una mesa que había en un rincón oscuro y pidieron una jarra de cerveza.
Mike estaba fascinado por el ruido, la penumbra, la sensual iluminación y los olores dulzones y mugrientos de la cerveza derramada y del perfume barato. Observaba excitado cómo hombres con chaquetas de motero y mujeres con el pelo rapado se reunían en grupitos en una barra que se extendía a lo largo de todo el local, mientras las camareras de pelo teñido con vivos colores navegaban entre la multitud como bailarinas de ballet.
Mike, Charlotte y Marius, jóvenes, inexpertos y guapos, eran el blanco de las miradas de admiración de los que los rodeaban. Los amigos de Marius solo eran un poco mayores que Mike y Charlotte, pero parecían salidos de un planeta diferente. Sus llamativas camisetas y bisutería, sus cabellos largos y sus pendientes hacían que Mike se sintiera demasiado formal y aburrido. Charlaban sin parar de arte, música, poesía y de un festival al que todos iban a ir, al norte del estado de Nueva York. Un joven de camisa negra y pantalones amarillos recitó un extraño poema de un tipo llamado Leonard Cohen y una muchacha bizca anunció que se había acostado con Andy Warhol, una declaración que fue recibida con jocoso escepticismo.
Marius les había hablado a sus amigos de la «fabulosa» actuación de Mike y Charlotte en el musical del instituto y alguien sugirió que se levantaran y cantaran algo. Esa tarde, algunos habían estado tocando el piano en alguna ocasión, pero nadie había conseguido que la gente dejara de hablar ni captar la atención de la sala. Tras cinco o seis rondas de cerveza, Joey, un amigo de Marius alto y esbelto, con el pelo largo y sonrisa pícara, cogió a Mike y a Charlotte de la mano y los llevó hasta la tarima. Cuando el chico levantó la mano y pidió silencio, casi se mueren de vergüenza.
—Señoras y señores —anunció—, ruego silencio, ya que nos encontramos en el momento de la noche en que damos la bienvenida al turno de estrellas. El señor Michael Hess y la señorita Charlotte Inhelder interpretarán, para su exclusivo beneficio, su galardonada actuación del más hermoso y legendario éxito de Broadway del señor Jerry Herman, eh… Ayúdame, Michael, ¿cómo se llamaba?
En la sala se oyeron varias risas ahogadas y Mike se ruborizó, pero Charlotte era más guerrera y tocó el primer acorde en el piano. Mike la siguió y unió su voz a la de ella. A pesar de su moderna sofisticación, la multitud que había en el bar adoraba el glamour de los musicales y, en el primer estribillo, los que sabían la letra se unieron a ellos. La actuación se ganó una salva de aplausos y un hombre mayor que llevaba un pendiente les preguntó si conocían algún número de Judy Garland.
—Claro —respondió Charlotte, encogiéndose de hombros y sonriendo—. Pero tendrá que tocar usted el piano.
Sin mediar palabra, el tipo saltó al escenario y los tres se arrancaron con una retahíla de canciones que dieron lugar a una gran ovación. Los invitaron a la fuerza a bebidas gratis y, cuando respondieron a la petición del público, que quería El mago de Oz, sus inhibiciones ya eran cosa del pasado. Mike se metió fácilmente en el papel de Dorothy (era una de las películas preferidas de Marge, así que la había visto cientos de veces) y cantó con todo su corazón Somewhere Over the Rainbow, porque él también quería ser el pájaro que se iba volando: «¿Por qué? ¿Por qué yo no puedo?». Cuando se bajaron del escenario, la mitad del bar quería invitarlos a beber algo e hizo falta el sentido común de Marius y su temor a un castigo paterno para arrastrarlos fuera del local y meterlos en el asiento trasero del Buick.