1976
Bien entrado el mes de mayo, llegó una carta ofreciéndole a Mike un trabajo para las vacaciones. Era del Instituto Nacional de Asesores Legales Municipales (NIMLO), que estaba en la avenida Connecticut. Mike apenas recordaba haberles escrito y tenía una idea de lo más superficial de lo que hacían, pero Mark estaba entusiasmado: quería que Mike aceptara de inmediato, ya que temía que un verano sin nada que llenara su tiempo lo convirtiera en presa de pensamientos destructivos.
Antes de irse a Boston a pasar el verano con su familia, Mark le hizo prometer a Mike que, al menos, iría a ver a la gente del NIMLO. También le preguntó dónde iba a vivir el año próximo. Mike le dijo que aún no lo había pensado: solo podía ocupar el puesto de supervisor residente en Thurston durante dos años, así que tendría que encontrar otro sitio. Mark le comentó que tenía pensado irse a una casa de la calle E en el sureste de Washington, justo al lado del Capitolio, y que, si quería irse a vivir con él, era bienvenido.
—Claro, suena bien —respondió Mike. Mark se puso eufórico.
Cuando se quedó solo en Washington, Mike siguió el consejo de Mark. Aceptó el puesto en el NIMLO y empezó a trabajar a principios de junio. La sede de la organización estaba en un edificio alto y marrón de la década de 1960, en la esquina de Connecticut y la calle K, y Mike se presentó allí el primer día de trabajo sin tener todavía muy claro qué tendría que hacer. En una gran oficina diáfana, un montón de hombres en mangas de camisa trabajaban en mesas atestadas de archivos y libros de Derecho, escribían a máquina, revolvían montones de papeles y se comunicaban en voz baja. Era una escena propia de Dickens y a Mike se le cayó el alma a los pies. En cada extremo de la enorme oficina había unos cubículos idénticos de cristal con placas en las puertas. Uno de ellos se abrió finalmente para regurgitar a un abogado elegantemente vestido que se presentó como Bill y se disculpó por que el presidente no pudiera estar allí en persona.
Mike se rio.
—Bueno, supongo que en este momento Gerry Ford estará demasiado ocupado preparando las elecciones.
Pero el abogado no sonrió.
—Me refiero a nuestro presidente, señor Hess. Sin duda habrá oído hablar de Charles S. Crane…
Mike estaba a punto de decir que no, pero no tuvo oportunidad.
—El señor Crane ha sido presidente del NIMLO desde que fundó la organización hace cuarenta años. Presidió el Colegio de Abogados de Estados Unidos durante un buen número de años, fue embajador especial de ACNUR para Richard Nixon y representó a la Casa Blanca en los juicios por el caso Watergate. Nixon y él son amigos personales desde que estudiaron en la facultad de Derecho de Duke.
Mike adoptó una expresión que esperaba que sugiriera que se sentía impresionado, aunque en realidad estaba pensando que todo aquello sonaba a camarilla republicana aburrida. Le sorprendía que alguien siguiera pensando que era una buena idea presumir de tener contactos con el viejo y desacreditado Tricky Dicky[5].
—Ya —se limitó a decir Mike—. ¿Y qué tipo de trabajo se hace en el NIMLO, exactamente?
El abogado abrió un archivo y le pasó un cuadernillo. Mike le echó un vistazo a una foto retocada con aerógrafo de un distinguido Charles Septimus Crane. El texto proclamaba que el NIMLO era «una organización profesional sin ánimo de lucro que lleva defendiendo y asesorando legalmente a los abogados del Gobierno desde 1935, proporcionando a sus miembros información sobre la gran cantidad de asuntos legales que los Gobiernos locales han de abordar en la actualidad y soluciones para los mismos».
Mike levantó la vista.
—Así que proporcionan asesoramiento en pleitos a la alcaldía y al Gobierno central. ¿Podría decirme por qué el señor Crane me ha elegido para trabajar aquí?
El abogado sonrió.
—Por varias razones, creo yo. Él también se graduó en la George Washington y, por supuesto, es admirador de la Iglesia católica. Consultó su expediente y le gustó lo que vio. Su especialización en Reordenación, por ejemplo. —Mike pensó que aquello parecía Grandes esperanzas, con el señor Crane en el papel de misterioso benefactor desaparecido hacía mucho tiempo, pero Bill siguió dando la tabarra—. Sin duda, sabrá que el señor Crane recurrió la jurisprudencia sentada por el caso de Baker contra Carr, que hizo que Tennessee redibujara los lindes electorales en 1962. Eso fue lo que hizo que el Tribunal Supremo resolviera que cada persona equivaldría a un voto, lo que ha dado pie a la actual recusación de la manipulación de distritos electorales de los distintos estados. —Mike respondió que, por supuesto, había oído hablar del caso de Baker contra Carr y que estaba deseando conocer al señor Crane—. Mientras tanto —continuó Bill—, le dejaré en manos de nuestra competente secretaria legal, la señorita Kavanagh. Si necesita algo, estaré en mi despacho. —Dicho lo cual, huyó de nuevo a su cubículo.
Susan Kavanagh le estrechó la mano a Mike con calidez.
—Veo que has conocido a Bill Crane. Bill es el hijo del jefe —dijo con una amplia sonrisa—. Yo que tú no me preocuparía por él: es papá quien corta el bacalao.
Mike trabajaba duro en el NIMLO y le pareció que el verano pasaba volando. Se dedicaba a los casos pequeños y menos importantes (pueblecitos del Medio Oeste que solicitaban asesoría legal para conflictos de planificación, o que querían saber si podían plantar un árbol en una plaza pública, o construir en el solar de un antiguo cementerio), pero le gustaba la sensación de estar haciendo por fin trabajo legal de verdad y le gustaba Susan Kavanagh.
Susan era de Nueva York, pertenecía a la cuarta generación de una familia católica de ascendencia irlandesa y solo tenía un par de años más que Mike, pero ya se había casado, estaba separada y tenía una hija pequeña a su cargo. Era inteligente, ingeniosa y muy divertida: justamente lo que al muchacho le hacía falta ese verano. Por mucho que sintiera pena de sí mismo, no podía evitar sonreír cuando ella estaba cerca. Cuando notaba que entraba en un estado de ánimo taciturno y sombrío, lo animaba con un chiste o con un comentario gracioso sobre alguno de sus compañeros de trabajo. Había estudiado Inglés en la universidad, pero se recicló como asistente de un abogado cuando su marido la dejó, y veía el mundo legal desde fuera, desde un punto de vista sardónico.
Bill Crane era el objetivo de muchas de las bromas que compartían. Engreído y egocéntrico, Bill era de constitución fuerte y caminaba como un jugador de fútbol americano. En la oficina se rumoreaba que no tenía amigos. Susan había copiado una lista escrita en papel que él había tirado al suelo con una serie de palabras que, evidentemente, él había estado intentando memorizar, como «catalizador», «simbiosis», «lascivo» y «taimado». Bill tenía veintitantos años y se había graduado en la facultad de Derecho de George Washington hacía solo tres.
—Ándate con ojo —le advirtió Susan a Mike, con una sonrisa—. Tú también eres un abogado de la George Washington, eres más joven que él, más brillante y mucho más guapo. Creo que te tiene un poco de pelusa.
Mike se echó a reír e hizo una reverencia exagerada.
—Entonces tendré que retarlo a un duelo —replicó, mientras blandía un florete imaginario en el aire en el preciso instante en que Bill salía del cubículo de cristal para preguntar qué sucedía.
Esa tarde, mientras se tomaban unas copas en el Old Ebbitt Grill, Susan y Mike se rieron a carcajadas de la mirada de incomprensión que había puesto Bill cuando Mike le había dicho que estaba practicando para su clase de esgrima.
—En serio, Susan, ese tío hace que me sienta como un colegial travieso. No sé cómo puedes mantener la cordura en ese lugar. Ni de broma trabajaría a jornada completa para un puñado de vejestorios anticuados como el NIMLO, ¡me volverían loco!
Ese verano, fue testigo de la culminación de una temporada inusitadamente reñida de las elecciones primarias presidenciales. El titular del cargo de presidente, Gerald Ford, se hizo con la nominación republicana después de una larga batalla con el conservador Ronald Reagan, pero la carrera demócrata estaba abierta de par en par. Jimmy Carter iba en cabeza de carrera, seguido de cerca por el gobernador Jerry Brown de California, el inconformista ligado a una silla de ruedas George Wallace y el liberal Morris Udall de Arizona. Como únicos demócratas declarados en la oficina del NIMLO, Mike y Susan habían estado siguiendo la competición con gran emoción y se habían convertido en el blanco de las mofas de sus compañeros de trabajo, que se reían de su inocencia y los tachaban de rojos peligrosos.
Cuando el período de estancia de Mike en el NIMLO estaba llegando a su fin, uno de los principales integrantes del equipo de la campaña de Morris Udall fue asesinado en Washington. Ron Pettine era un católico practicante de treinta años, sin ningún tipo de contacto con ambientes delictivos. Los primeros informes apuntaban a un motivo político —desde el Watergate, los estadounidenses tendían a creer que la política estaba plagada de crímenes y conspiraciones—, pero resultó que Pettine había sido encontrado desnudo y apaleado hasta la muerte al lado del Iwo Jima Memorial, a la entrada del cementerio nacional de Arlington. Tenía la cara irreconocible y solo habían podido identificarlo por el anillo. Poco después, tres jóvenes fueron arrestados y confesaron que «habían ido a buscar a un maricón» para darle una paliza y que se habían topado con Pettine, que buscaba sexo gay. Horrorizado, Mike recordó todas las veces que él mismo había recorrido los solitarios caminos que rodeaban el monumento. Cuando leyó los relatos de la prensa sobre el asesinato, se sintió preocupado y deprimido, y empezó a replantearse cada vez más sus propios planes de hacer carrera en la política.
El día que dejó el NIMLO para volver a su vida de estudiante, Mike le compró unas flores a la florista de Foggy Bottom y se las regaló a Susan Kavanagh, junto con una nota redactada con dulzura en la que le agradecía que lo hubiera ayudado en aquel difícil momento de su vida. Ella no tenía muy claro que aquel fuera el único significado de aquellas flores, pero había algo insondable en Mike Hess y no quería arriesgarse a ofenderlo siendo demasiado directa acerca de lo que sentía por él.
—Prométeme que seguiremos en contacto, ¿vale? —dijo Susan—. No deberías cerrarte ninguna puerta: en ocho meses obtendrás el título y nunca se sabe cuándo puedes necesitar un trabajo —se apresuró a añadir.