1992-1993
El destino tiene una forma curiosa de entrecruzar —o casi entrecruzar— los caminos de aquellas personas cuyas vidas, algún día, acabarán ligadas. Recuerdo la convención republicana de 1992 con bastante claridad. Al llegar a Houston el 16 de agosto, tenía el claro presentimiento de que George Bush y su partido estaban en apuros. Venía de Nueva York, de la convención de los demócratas, donde Bill Clinton había sido aclamado entre una erupción de música rock y vagas alusiones al Camelot de JFK, y entré en un Astrodome de Houston atestado de hombres de labios apretados y caras avinagradas, vestidos con trajes baratos, y pertrechados con walkie-talkies e insignias que proclamaban las bondades de DIOS, de la FAMILIA y de ESTADOS UNIDOS. Bush había estado en la cresta de la ola —la Unión Soviética se había desmoronado y el ejército de Estados Unidos habían liberado Kuwait—, pero ahora el país estaba sumido en una recesión y Clinton no dejaba de decir: «Es la economía, estúpido».
Michael Hess había llegado una semana antes a Houston. Aquella era su tercera convención como representante del comité republicano y, a aquellas alturas, ya se conocía la mayoría de los escollos y casi todas las formas de divertirse. Pete también había tenido que bajar un par de días por un viaje de negocios y habían pasado la tarde previa a la convención en un restaurante con otros gais que trabajaban para el partido, hablando de la sombría perspectiva política y de cómo el poderoso grupo de presión conservador había obligado a Bush a girar bruscamente a la derecha.
—Y adivinad a quién han propuesto para dar el discurso de apertura —dijo Mike—. A nuestro amigo, Patrick J. Buchanan. ¡Será un buen momento para que os escapéis de la sala y vayáis a buscar algún sitio para emborracharos!
—¿Y tú, Mike? —preguntó Pete—. ¿Tienes que estar arriba, en el estrado, mientras habla?
—Baaah —respondió Mike, sonriendo—. En cuanto empiece, saldré pitando. Volveré cuando haya acabado, por si el presidente me necesita. Luego llegará el momento de darle a la cerveza y ahogar las penas.
Pat Buchanan no defraudó. Su discurso fue un ataque intimidatorio y demagógico contra los liberales, los radicales y los aniquiladores de los valores familiares estadounidenses, y el tema de fondo era que la homosexualidad estaba poniendo en jaque al país.
—Por lo tanto, nos oponemos a la idea amoral de que las parejas de gais y lesbianas deberían tener el mismo estatus legal que los hombres y mujeres casados. Defendemos el derecho de las comunidades a controlar la morralla pura y dura de la pornografía, que contamina nuestra cultura popular. Defendemos el derecho a la vida y a la oración voluntaria en las escuelas públicas. Amigos míos, estas elecciones van mucho más allá de lo que consigue cada uno. Trata sobre lo que somos, sobre qué creemos y sobre qué defendemos como estadounidenses. En nuestro país se está librando una guerra. Una guerra cultural. ¡Una lucha por el alma de Estados Unidos!
La ovación del público hizo vibrar el Astrodome, pero el partido estaba dividido. Mary Fisher, hija adoptiva de un pudiente recaudador de fondos republicano, subió al estrado la penúltima noche para anunciar que era seropositiva y llevar a cabo un vehemente alegato en nombre de todas las víctimas del sida.
—¡Insto al Partido Republicano a que retire el velo de silencio con el que ha cubierto el tema del VIH y el sida! ¡Traigo un mensaje provocador y quiero vuestra atención, no vuestro aplauso! La realidad del sida es descarnadamente clara. Doscientos mil estadounidenses han fallecido o están a punto de hacerlo y hay más de un millón de infectados. Yo soy la representante de una comunidad de enfermos de sida cuyos miembros han sido reclutados a la fuerza en todos los segmentos de la sociedad estadounidense. Aunque soy blanca y madre y contraje la enfermedad en mi matrimonio y disfruto del apoyo y el cariño de mi familia, me solidarizo con el gay solitario que se ve obligado a proteger una llama titilante del frío aire del rechazo de su familia.
En la sala se escucharon unos cuantos aplausos, aunque el efecto de las palabras de Mary Fisher pusieron de manifiesto el fracaso republicano a la hora de actuar en relación con el sida y la arraigada homofobia del partido. En las elecciones de noviembre, George Bush fue derrotado por Bill Clinton y, el 20 de enero de 1993, el Partido Republicano abandonó la Casa Blanca por primera vez en doce años.
En primavera, la neumonía regresó. Esa vez, Mike reconoció los síntomas y acudió de inmediato al médico pero, tras dos semanas de antibióticos, seguía tosiendo y con cuarenta de fiebre. El fin de semana se fueron a Shepherdstown y Pete le hizo meterse en la cama y se sentó a su lado mientras los escalofríos se adueñaban de su cuerpo y el dolor le taladraba el pecho con cada respiración. El domingo por la mañana, al ver que Mike tenía la piel de un tono violáceo oscuro, Pete lo vistió y condujo los veinticinco kilómetros que los separaban del hospital Metropolitano de Martinsburg.
Los médicos que examinaron a Mike fueron diligentes: mandaron que le hicieran una radiografía de pecho y un análisis de sangre, y asintieron cuando llegaron los resultados.
—Bueno, señor Hess, se trata de un caso típico de neumonía lobular, como creía. Sus glóbulos blancos están por todas partes: tiene los neutrófilos altos y los linfocitos muy bajos, lo que significa que tiene un virus como una catedral.
Mike sonrió lánguidamente. Pete habló por él.
—Nunca en su vida había estado enfermo, doctor. Casi no ha tenido ni un resfriado. Esto es realmente sorprendente. ¿Tendrá que quedarse aquí mucho tiempo? Tiene un seguro del Programa Sanitario de Empleados Federales, porque trabaja para el Partido Republicano.
—Pues perfecto, entonces. Desde luego, haremos todo lo posible por un republicano —le aseguró el médico, con una sonrisa hermética.
Mike estuvo en el hospital de Martinsburg cinco días, y le suministraron suero mientras se recuperaba. Al tercer día, Pete sacó el tema que ambos tenían en mente.
—Mike, no digo esto para preocuparte y, probablemente, no sea nada. Pero ¿te has planteado que esto pueda estar relacionado… con el sida?
Mike no respondió de inmediato.
—No creo —replicó este finalmente, autoconvenciéndose—. La última vez que me hice la prueba dio negativo y ahora los médicos me han hecho otros análisis… Estoy segurísimo de que solo es una neumonía.
Pete no insistió más en el tema. Esa noche, en la soledad de la casa de Shepherdstown, se le ocurrió que era probable que tanto en Martinsburg como en toda Virginia Occidental tuvieran poca experiencia con el sida y que tal vez los médicos no hicieran pruebas sistemáticas para detectarlo, pero se quitó aquel pensamiento de la cabeza rápidamente.
Susan Kavanagh fue a visitarlo. Se inclinó y besó la mejilla sin afeitar de Mike. Tenía los labios suaves y fríos, «como un cubito de hielo», pensó, y la piel febril.
—¿Sabes, Mike? —dijo Susan—, nos tienes a todos un poco preocupados. Pete dice que estás mejorando, pero he de decirte que todavía no tienes muy buen aspecto.
—Sí, lo sé —respondió Michael, haciendo un esfuerzo—. Yo tampoco me encuentro demasiado bien. Pero me han prometido que me volveré a poner de pie y que saldré de aquí. Además, tengo que volver al trabajo. Estoy un poco preocupado por lo que estarán pensando…
Susan adivinó, por el tono de voz, lo que le preocupaba.
—¿A qué te refieres, Mike? ¿Qué van a pensar?
—Te lo plantearé de otra forma: si trabajaras donde yo trabajo y alguien enfermara de neumonía hace un año y ahora volviera a tener neumonía y estuviera ingresado en el hospital, ¿tú qué creerías?
Mike la observó. Su amiga estaba sopesando algo, mientras lo miraba fijamente.
—Pensaría que tiene sida —respondió esta, finalmente.
Mike estaba buscando la gota que colmaba el vaso.
—Vale, pero eres de Nueva York, ¿verdad? Y allí habéis visto tantos casos de sida que puede que estés sacando conclusiones precipitadas.
Antes de que pudiera responder, Mike le había dado la espalda para arreglar las flores que ella le había dejado al lado de la cama.
A Mike le dieron el alta del hospital y volvió a su trabajo en el comité republicano. Con los republicanos fuera de la Casa Blanca, el ánimo era menos eufórico, pero todavía había mucho trabajo por hacer en lo que se refería a los litigios por reordenación de todo el país. La derrota en California había sido un revés, pero otras demandas en otros estados iban llegando a los tribunales y el partido estaba ganando las suficientes como para mantener vivo el objetivo de lograr que la Cámara fuera republicana en 1994.
Las derrotas de Bush y Quayle habían hecho que se tambaleara el liderazgo y el Comité Nacional Republicano hizo un llamamiento para replantearse por completo las bases del partido. Se había producido una especie de reacción negativa en contra de los conservadores que habían secuestrado la convención de Houston, cuya intolerancia recalcitrante se consideraba la causa de que los votantes republicanos moderados hubieran huido despavoridos hacia las filas demócratas. Pat Buchanan, Jerry Falwell y Pat Robertson cayeron temporalmente en desgracia, y Gerry Hauer y Bill Bennet perdieron gran parte de su influencia. Como director jurídico, Mike tenía voz y voto en los debates políticos del comité republicano y abogaba por una mayor flexibilidad en temas sociales, aunque tenía la cabeza en otro sitio.
Todavía le quedaba una tos que lo martirizaba y no le daba tregua y, a finales de mayo, le pidió a Pete que lo acompañara a ver a un neumólogo. Mientras estaban en la sala de espera, se dieron la mano a escondidas.
Después de auscultarle el pecho a Mike y escuchar la descripción de los síntomas, el médico le dijo que le iban a hacer una radiografía del pulmón. Mientras rellenaba un formulario sobre la mesa y sin levantar la vista, le preguntó si le gustaría que le hicieran al mismo tiempo alguna otra prueba.
Mike tosió y se aclaró la garganta.
—Ah, sí. Supongo que podría hacerme también la prueba del sida… Si no le importa.
La tranquilidad de su voz le sorprendió incluso a sí mismo: acababa de solicitar un veredicto de vida o muerte como si tal cosa, como si estuviera pidiendo medio kilo de manzanas. Mientras el médico añadía otra línea al informe, Mike sintió que Pete le estrechaba la mano por debajo de la mesa y le devolvió el apretón con urgente gratitud.
El doctor dijo que tendrían los resultados a finales de semana. Los días se convirtieron en una sucesión de horas en las que parecía que no se podía pensar: empezaban a decir algo y se detenían a media frase, cualquier cosa que comentaban o decidían pronto podría verse alterada, reconsiderada y posiblemente revocada por las noticias que en breve recibirían.
El viernes por la mañana, se pusieron en marcha con una aparente y estudiada normalidad.
En el trabajo, Mike tenía que revisar tres casos para el informe de la Comisión Federal Electoral, pero no lograba concentrarse. A las once, hizo un amago de llamar a la clínica un par de veces, pero colgaba en cuanto el teléfono empezaba a sonar. A la tercera, la enfermera respondió. Cuando Mike le preguntó por los resultados, esta se quedó callada.
—Hola, señor Hess. Sí, tenemos sus resultados. ¿Podría pasarse por la clínica esta tarde? Hay un par de cosas que al doctor le gustaría comentarle —le dijo al cabo de unos instantes.
Durante una reunión que tenía por la tarde, a la que Pete estaba asistiendo pero que apenas lograba seguir, su secretaria le pasó una nota para decirle que tenía una llamada en espera.
—Malas noticias —le comunicó Mike desde el otro extremo de la línea, con voz inexpresiva—. ¿Puedes venir a buscarme? Estoy en el piso.