1970
Mike se graduó en Boylan en junio de 1970 con las mejores notas de todos los estudiantes varones. Él y Joy Heskey, la mejor estudiante, fueron homenajeados en una ceremonia que celebró en el auditorio del instituto el obispo Art O’Neill, que había ocupado el puesto de Loras Lane tras la muerte de este. A Marge y a Doc les encantaron la pompa y el prestigio, los discursos y las felicitaciones. Estaban muy satisfechos con los resultados de Mike y así se lo hicieron saber. Sus notas le garantizaban la admisión en la universidad de Notre Dame, la preferida tanto por su parte como por la de Doc. Mike pensaba estudiar Teología —la herencia católica de Notre Dame y sus raíces irlandesas hacían que pareciera lo más lógico—, pero, después de su estancia en Washington y de la insistencia de Doc, al final había decidido cursar la licenciatura de Administración Pública.
Cuando volvieron a casa tras la ceremonia de graduación, se sentaron alrededor de la mesa y bebieron champán. Brindaron por Mike, y Doc dijo que esperaba que el año próximo tuvieran también algo que celebrar cuando Mary se graduara, pero esta hizo una mueca.
—No os hagáis ilusiones, chicos —dijo.
Para Marge, aquella celebración fue una especie de reivindicación. Mientras observaba a Mike y a Mary haciendo el tonto, turnándose para ponerse el birrete de Mike, recordó el día que habían llegado del aeropuerto. Parecía que había pasado tanto tiempo… Marge pensó que habían pasado épocas difíciles, muchas, pero que momentos como aquel hacían que hubieran valido la pena.
A eso de las once, Doc se levantó.
—Bueno, mañana por la mañana hay que trabajar —dijo. Normalmente, aquella era la señal para que todos se fueran a la cama. Pero cuando el resto subió al piso de arriba, Mike se quedó en la cocina y cogió una cerveza de la nevera. Los elogios recibidos en la graduación lo habían puesto tan eufórico que no podría dormir.
Un poco más tarde, cuando Marge bajó en bata a buscar agua, Mike la sorprendió con un largo y sentido abrazo.
—Te quiero, mamá —dijo, arrastrando un poco las palabras—. Quiero darte las gracias… por todo. Por todo lo que has hecho por Mary y por mí a lo largo de los años. Eres una madre maravillosa y tenemos suerte de tenerte.
Marge se emocionó.
—Oh, Mikey —sollozó—. Ya sabes cuánto os quiero. Hace muchos años necesitabais a alguien que os cuidara y nos alegramos de poder estar ahí para vosotros. Siempre has sido muy buen chico, desde el momento en que llegaste aquí, y has pagado con creces nuestro amor.
De repente, Mike se sintió completamente sobrio y la cogió de la mano.
—Mamá, hay algo que siempre he querido preguntarte.
—Claro, Mike —respondió Marge—. ¿De qué se trata?
El chico dudó unos instantes, dado que el tema no era fácil ni para él ni para Marge, y no quería herirla. Bajó la vista momentáneamente y luego la miró a los ojos.
—Es sobre Irlanda, mamá. Sobre cuando estaba en Irlanda, vaya. ¿Sabes lo que siempre nos has contado de que nos recogiste en el orfanato y que te quedaste conmigo porque era el mejor amigo de Mary y la cogía de la mano y todo eso? Pues me gustaría saber si tenías información sobre nosotros de antes de que todo eso pasara. Por ejemplo, ¿sabías de dónde veníamos o quiénes éramos?
Marge lo miró. Su hijo le había hecho preguntas parecidas en el pasado y sabía que las respuestas no le habían bastado. Empezó a repetir la historia de siempre, la leyenda familiar de Cómo se adoptó a los niños, pero Mike la interrumpió.
—La cuestión es, mamá…, y esto no tiene nada que ver contigo, porque has sido la mejor madre que podría tener jamás, y todo eso… Pero quiero saber quién era mi otra madre, la que me trajo al mundo y me entregó a las monjas.
—Bueno, no sé hasta qué punto puedo ayudarte con eso, Mikey —tartamudeó Marge, pero Mike insistió.
—Es que hay algo que siempre me ha intrigado: sé que ha pasado mucho tiempo y que puede que sean imaginaciones mías, pero a veces me da la sensación de que recuerdo a mi madre irlandesa, es como si estuviera ahí y pudiera ver su cara y oír su voz.
Marge sacudió la cabeza con dulzura.
—No, cielo. Lo siento, pero no creo que eso sea posible. Por lo que nosotros sabemos, tu madre te entregó a las monjas en cuanto naciste. Te dejó en el convento y siguió con su vida. No tenemos ni idea de quién era, de por qué renunció a ti, ni de adónde fue después. Pero estoy segura de que no estuvo contigo en el orfanato.
Mike suspiró y sus esperanzas se desvanecieron.
—Vale, mamá. Supongo que tienes razón. Solo son recuerdos confusos, todo está borroso y enmarañado.
Marge le apretó la mano. Lo sentía por su hijo, pero no iba a volver a Irlanda y seguramente lo mejor para él era olvidar el pasado y centrarse en el futuro.
—No pasa nada. Pero deja de atormentarte con esas cosas. Ahora eres Michael Hess, el típico joven estadounidense —dijo su madre, echándose a reír—. Y te está yendo realmente bien. Estamos orgullosos de ti, hijo.
Mike le dio un beso de buenas noches y se acabó la cerveza un poco desmoralizado, en la mesa de la cocina.
Mientras se metía en la cama, Marge le susurró a Doc que Michael le había preguntado por su madre irlandesa.
—¿Y qué le has dicho? —preguntó su marido, medio adormilado.
—Lo que habíamos acordado. Le conté lo que me pediste que le contara.
Doc gruñó.
—Es lo mejor, Marge. No tiene sentido contarles lo de sus madres, solo haría las cosas más difíciles para todos.
Cuando aceptaron formalmente a Mike en Notre Dame, Mary le dijo que lo echaría de menos: Jim, Tom y Stevie ya se habían ido de casa y, al parecer, Doc estaba hablando de venderla y retirarse a Florida. A Mike todo aquello le inquietaba. Él se iba a la universidad y el resto se esparcía por lugares distantes. Además, estaba preocupado por Marge, que últimamente parecía un poco frágil. Desde la muerte de Loras, que había sido un duro golpe para ella, no había parado de darle vueltas a la cabeza y había perdido peso. Además, a menudo parecía ansiosa e infeliz.
La incertidumbre del futuro reforzó la necesidad de Mike de tener certezas sobre el pasado. Ante la perspectiva de una inminente liberación de los lazos de su familia adoptiva, la misión de descubrir su verdadera identidad parecía más urgente que nunca, y encontró una manera de llevarla adelante.
El Departamento de Admisiones de Notre Dame había escrito pidiéndole a Mike el certificado de nacimiento, el número de la Seguridad Social y los papeles de nacionalización. Cuando Doc metió los papeles en un sobre para enviárselos a la universidad, Mike se ofreció a llevar la carta a la oficina de correos donde, mientras miraba a izquierda y derecha, la abrió con cuidado y apuntó los datos: «Anthony Lee, niño varón nacido el quinto día de julio de 1952 en la abadía de Sean Ross de Roscrea, Irlanda; y Philomena Lee, madre de dicho hijo, habiendo renunciado absolutamente para siempre…».
«Anthony Lee, hijo de Philomena Lee». Mike se quedó mirando el papel un buen rato. Aquella misma noche escribió una carta, el primer paso de un viaje que esperaba le llevara hasta su madre y hasta sí mismo. La destinataria era la madre superiora de la abadía de Sean Ross de Roscrea.