DIECISÉIS

1980

Mike y Mark pasaron la Navidad y el Fin de Año tranquilos y juntos. Mike no mencionó la conversación con Susan, pero parecía escarmentado. Cuando Mark le preguntaba si estaba bien, Mike sonreía y lo besaba en la mejilla. El día de Navidad hablaron de los años que llevaban juntos, de la tragedia que los había unido, de los períodos de felicidad doméstica y de las expectativas que tenían para el futuro. Pero ninguno de ellos sacó el tema que había sembrado la discordia. De hecho, ni siquiera sabían si lo estaban ocultando o pasándolo por alto.

El mes de enero de 1980 empezó con su relación en el limbo y con todo Estados Unidos conteniendo la respiración: la economía estaba herida, la tasa de desempleo era elevada y se estaban quedando sin reservas de gasolina. Era el tercer mes de la crisis de los rehenes en Irán y las colas para abastecerse de combustible, que no se veían desde la guerra árabe-israelí de 1973, habían regresado y Jimmy Carter estaba encajando el golpe. En cuanto a los republicanos, Ronald Reagan estaba movilizando a la derecha y su único rival, el antiguo director de la CIA, George Bush, era tan blando e inefectivo que la candidatura parecía estar cantada.

Mike se presentó voluntario para trabajar para los demócratas y para Jimmy Carter haciendo encuestas y ayudando a registrar a los votantes. A finales de febrero, después de las primarias de Iowa y New Hampshire, hizo que se alzaran varias cejas en la oficina del NIMLO al aparecer con una chapa en la solapa en la que ponía: «Carter presidente». A alguien le pareció mal y le comunicaron que Charles Crane deseaba verlo. Esa vez no hubo puros ni amabilidad paternalista.

—No le ocultaré —comenzó Crane— que se ha producido cierto descontento, señor Hess. Las chapas partidistas no tienen cabida en una organización independiente como la nuestra. Pero dicho error de juicio por su parte no es la única razón por la que quiero hablar con usted. —Crane hizo una pausa, mientras se preparaba para decir algo que, obviamente, consideraba de suma importancia—. Aquí nadie tiene nada que objetar en relación con sus capacidades; de hecho, podemos ver que tiene un conocimiento extraordinario sobre Derecho Constitucional. Pero hay quien insinúa… ¿Cómo lo diría yo? Que se está creando su propia lista de contactos en el mundo de la política y que ha estado utilizando el nombre del NIMLO para conseguirlo. —Mike estaba sorprendido y se dispuso a interrumpirlo, pero Crane todavía no había acabado—. Algunos de nuestros abogados tienen la sensación de que se está forjando una reputación demasiado independiente con nuestros clientes, de que dichos clientes ahora lo llaman a usted directamente en busca de asesoramiento en lugar de utilizar los canales propios del NIMLO y de que usted podría tener motivos ocultos para fomentar que eso suceda.

Mike se rio.

—¡Un momento! ¿Me está usted acusando de ser demasiado solícito con nuestros clientes? Esto es una locura, Charles. Acuden a mí porque les proporciono el asesoramiento que necesitan. Como la defensa sobre la Decimocuarta Enmienda en la que estoy trabajando para los casos de reordenación: le he hablado de ello, ¿no es así? Eso ayudará a mejorar el nombre del NIMLO, nos hará indispensables para ambos partidos políticos. —Charles Crane gruñó y levantó la mano para hacer que se callara, pero Mike estaba enfadado—. ¿Quién es el que ha estado malmetiendo en mi contra? ¿Quién insinúa que no estoy jugando en equipo? ¿Quién dice que soy un listo? Bill, ¿verdad? Ha venido corriendo a hablar con papá, ¿no?

A Mike le pareció que Charles parecía un poco avergonzado, casi hasta arrepentido, pero era un hombre acostumbrado a ganar las discusiones y no iba a perder aquella.

—Señor Hess, me gustaría que se tomara en serio lo que le he dicho hoy. De ahora en adelante, quiero que el NIMLO sea su prioridad número uno, su única prioridad, y que se olvide de alimentar sus propias ambiciones explotando el puesto que tiene aquí. Y una última cosa —añadió Crane, mirando con firmeza la mesa que tenía delante—. Quiero que le quede muy claro que en el NIMLO ni podemos tolerar ni toleraremos ningún tipo de… irregularidad en la vida personal de nuestros empleados. Confío en que entienda a lo que me refiero.

Aquella noche, Mike cenó en silencio. Le dijo a Mark que estaba cansado, pero Mark lo conocía lo suficientemente bien como para saber que algo pasaba. Justo antes de irse a la cama, Mike le dijo que había decidido no asistir al baile de disfraces al que habían sido invitados el fin de semana.

—¿Qué? —exclamó Mark—. ¿Por qué demonios no vas a ir? Llevamos semanas esperándolo. ¿Te ha sucedido algo en el trabajo? ¿Qué pasa?

Mike se mordió la lengua. Sabía que estaba mal, pero le cabreaba que Mark estuviera sorprendido, aun cuando tenía todo el derecho del mundo a estarlo. Le cabreaba que no lo entendiera por arte de magia, le cabreaba el mero hecho de que estuviera allí, pensó con tristeza.

—He cambiado de opinión, eso es todo —dijo, sin levantar la vista.

Mark tenía la sensación de que había algo más.

—Mike, si es para hacerme daño, por favor, déjalo. Me estoy cansando de no saber nunca en qué punto estamos, últimamente. De repente eres cariñoso y dulce y, al momento, eres tan frío como… —dijo Mark, señalando la nieve que se arremolinaba bajo la farola de la calle, al otro lado de la ventana—. Si te digo la verdad, estoy bastante harto de todo esto.

Mark lamentó haber dicho aquellas palabras en cuanto salieron de sus labios, porque se dio cuenta de inmediato de que le había dado a Mike el pretexto que necesitaba. Mike sintió una oleada de triunfante indignación: por si el hecho de negarse a ir a la fiesta no le había hecho el daño suficiente a Mark, tenía otra bala cargada en la recámara.

—Bueno, si te digo la verdad —replicó Mike con una sonrisa gélida en sus labios crueles—, la razón por la que no voy a ir a la fiesta es porque voy a estar fuera el fin de semana.

La primavera de 1980 llegó y las cosas empezaron a ir de mal en peor para Jimmy Carter. Primero rompió los lazos diplomáticos con Irán y el ayatolá se burló de él haciendo desfilar a los cautivos estadounidenses con los ojos vendados ante la prensa mundial, luego anunció el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú y salieron unas imágenes de él desmayándose mientras hacía footing en todos los boletines informativos, y, finalmente, envió helicópteros militares para rescatar a los rehenes y, como no podía ser de otra manera, estos se estrellaron en el desierto.

El estado emocional de Mike se desplomó como el presidente en las encuestas. Le dijo a Susan Kavanagh que todo le iba mal en la vida y que el mundo lo estaba asfixiando poco a poco. Seguía haciendo campaña para Carter, pero le había dicho a su compañero voluntario, John Clarkson, que aquello era una causa perdida. Sin embargo, a John su optimismo texano le impedía tirar la toalla y hacía todo lo posible por animar a Mike.

—Si no hacemos campaña a favor de Carter —le decía—, vendrá Reagan y la derecha cristiana. ¿Has oído lo que Jerry Falwell ha estado diciendo de nosotros? Le ha dicho a la gente en un mitin que los gais les matarían con solo mirarlos. ¿Qué te parece, eh? —inquirió, echándose a reír—. ¿Tengo pinta de asesino?

Lo único que no disminuía al ritmo del decaído estado de ánimo de Mike era su fascinación por el Derecho. Por muy mal que le fuera la vida, sus triquiñuelas seguían fascinándole. Había llegado a un punto en el que sabía muchísimo sobre reordenación y, como si de un gran maestro del ajedrez se tratara, estaba construyendo una línea de ataque que proporcionaría una potente munición a los políticos de ambos partidos para desafiar la manipulación de los distritos electorales de sus oponentes. Los viejos argumentos de discriminación racial habían pasado por los tribunales sin demasiado éxito, pero Mike había analizado la Ley de Derecho al Voto de 1965 y había llegado a la conclusión de que el defecto inapelable en la práctica de la manipulación partidista de los distritos electorales era su conflicto inherente con las cláusulas de la Decimocuarta Enmienda. Si la Constitución garantizaba que ningún estado debería crear ni hacer cumplir ninguna ley que redujera los privilegios o las inmunidades de los ciudadanos de Estados Unidos, alegaba, entonces el hecho de reordenar con el fin de crear una desventaja para los votantes de la oposición seguramente se consideraría un recorte de sus derechos. Si un plan de reordenación interfiriese en la capacidad del partido de la oposición para participar en el proceso electoral, seguramente se estaría infringiendo la Decimocuarta Enmienda. Y, dado que la finalidad de la manipulación de distritos electorales de forma partidista consistía en hacer exactamente eso, Mike había llegado a la conclusión de que dichas estrategias debían ser abolidas sin duda.

A simple vista, se trataba de una fórmula árida e impenetrable, pero había una serie de casos de reordenación en los tribunales y los abogados estaban preparados para recibir muchos más que seguramente saldrían de la nueva ronda de redistribución tras el censo de 1980. Si un partido lograba echar por tierra las maniobras de sus oponentes, se haría con una ventaja política considerable.

Susan Kavanagh soportaba el malhumor de Mike con elegancia. Se lo consentía, porque él había sido infinitamente amable con ella durante los tres años que llevaban trabajando juntos y había aportado mucha diversión a su vida. Así que, cuando este se enfadaba y le gritaba, ella ni le respondía ni se lo reprochaba e, indefectiblemente, al día siguiente él le regalaba flores, le pedía disculpas por su comportamiento y la invitaba a tomar algo después del trabajo para hacer las paces.

Susan no le preguntaba directamente por su relación con Mark, pero se hacía una idea de cómo iban las cosas. Estaba al tanto de la discusión por la fiesta de disfraces y sabía que había hecho que las cosas se pusieran tensas entre ellos, pero, a medida que la primavera iba replegándose ante el resplandeciente verano de Washington, notaba que Mike empezaba a salir del bosque. Estaba más animado, habían desaparecido las bolsas que tenía bajo los ojos y volvía a sonreír, como el Mike que ella conocía. Susan había hecho gran parte de la labor de investigación que Mike estaba usando para su informe sobre reordenación y compartía en parte la emoción que él sentía. Él todavía se quejaba amargamente sobre la chapuza y la mala suerte que hacía que fuera inevitable la derrota demócrata en noviembre, pero sus comentarios sobre Reagan y los nuevos conservadores eran agresivos, punzantes y beligerantes, cuando antes habían estado llenos de una ansiedad terrible y atormentada.

—¿Puedes creer a estos tíos? —le preguntó una mañana, mientras blandía un ejemplar del Post—. Ahora dicen que si salen elegidos derogarán cualquier tipo de legislación antidiscriminatoria que pueda ser utilizada para dar garantías a los gais, y que lucharán contra la abolición de las leyes antisodomitas de Washington. ¡Menudo puñado de cretinos antediluvianos! ¡Son como unos Rip Van Winkles puritanos que se despiertan después de trescientos años y creen que Estados Unidos sigue en el siglo XVII!

Cuando el teléfono sonó por la tarde, Susan cubrió el auricular y llamó a Mike.

—Un tal señor Van Winkle pregunta por ti. Comité Nacional Republicano en la línea tres. Nos dan la bienvenida al siglo XVII.

Mike cogió el teléfono y se lo encontró lleno de estruendosos diptongos nasales y consonantes elididas del sur de Boston.

—Ron Kaufman al habla, señor Hess. Tom Hofeller me ha dicho que podía llamarlo. Dice que tiene un plan excelente de reordenación que tengo que conocer. ¿Puede quedar para comer esta semana?

Cuando Mike colgó el teléfono, le dijo a Susan riendo que saldría a comer el jueves.

—Voy a comer con el diablo. ¡Será mejor que use una cuchara larga!

En junio de 1980, empezó la ola de calor más larga jamás registrada desde que había informes meteorológicos. La temperatura en Washington D. C. apenas bajaba de los treinta y dos grados centígrados, el asfalto del Beltway se derretía y más de mil personas murieron por golpes de calor. Una sequía a escala nacional causó unos daños estimados de más de veinte mil millones de dólares y, mientras Jimmy Carter asustaba a los votantes reintroduciendo el reclutamiento en respuesta a la invasión soviética de Afganistán, Ronald Reagan era triunfalmente consagrado candidato republicano y favorito para las elecciones presidenciales de noviembre.

Mike se había comportado en el almuerzo con los republicanos. Ron Kaufman era un tío muy listo y agudo de treinta y pico años que había sido un importante director de zona en la campaña de Bush, pero que se había cambiado disimuladamente al campo de Reagan después de que la candidatura recayera sobre él. Mike le había preguntado por la predisposición del partido a quedar bien con los fanáticos de la derecha religiosa, pero Kaufman se había limitado a sonreír y no había querido entrar al trapo. Luego habían hablado sobre las ideas de Mike para abordar las demandas por reordenación y Kaufman le había agradecido su consejo.

—Pero no vaya a ir a contárselo a los demócratas, ¿de acuerdo? —bromeó el republicano mientras salían del restaurante.

Mike no había sabido nada más de él y había dado por hecho que la conversación se quedaría ahí, pero, a finales de mes, Charles Crane volvió a reclamarlo.

—Señor Hess, iré directo al grano —dijo el presidente, antes de que Mike hubiera cruzado siquiera la puerta del despacho—. Hemos recibido una llamada del Comité Nacional Republicano. Están maravillados con usted y con su estrategia de la Decimocuarta Enmienda, que tienen pensado usar en algún que otro caso.

Mike escuchó las palabras de alabanza y se preguntó por qué no se alegraba por ellas. Había algo en el tono de voz de Crane que no encajaba con el contenido de lo que estaba diciendo.

—Bueno, muy bien. Es fantástico recibir la aprobación de los tipos que dirigen la plataforma política de uno de nuestros mejores partidos. Además, también será positivo para el NIMLO. Eso era algo que le preocupaba, ¿lo recuerda?

Charles Crane lo miró con ojos inexpresivos.

—Creo que su tono es inapropiado, señor Hess. Y no, no creo que esto ayude al NIMLO. Algunos de nuestros abogados me han dado a entender que su reunión con el Comité Nacional Republicano tenía como finalidad satisfacer sus propios intereses, no los nuestros.

Mike parpadeó por lo injusta que era aquella acusación y por la insinuación de que estaba intentando cortejar por alguna razón a los republicanos.

—No sé quién le ha contado todo eso, Charles —replicó Mike, cada vez más inquieto—, pero puedo asegurarle que he actuado única y exclusivamente en beneficio del NIMLO. No tenía ningún interés personal en hablar con Ron Kaufman.

Charles Crane, sin embargo, ya había marcado su línea de actuación y había decidido ceñirse a ella.

—Me temo que eso no es lo que ha llegado a mis oídos. Lo que ha llegado a mis oídos es que usted maquinó deliberadamente esa reunión para satisfacer sus propios intereses, para promocionar su propio futuro en el comité republicano.

Mike se echó a reír: aquella idea era tan disparatada que no lo pudo evitar.

—¡Pero si yo odio a esos putos republicanos! ¿Cómo iba a lamerles el culo a unos tíos a los que desprecio profundamente? ¡Esa idea es ridícula!

Al oír las palabras de Mike, una mirada de triunfo atravesó la cara de su interrogador, como si Charles Crane hubiera estado esperando desde el principio algo que diera legitimidad a lo que siempre había tenido pensado decir.

—Señor Hess, su tono es ofensivo y su conducta impropia. Me temo que no tengo más opción que informarle de que su contrato con el Instituto Nacional de Asesores Legales Municipales ha sido rescindido. Le agradecería que desalojara su mesa.

Mike entró a trompicones en la oficina principal, llamó a Susan y se desplomó en su silla.

—Susan —dijo—, me acaban de dar la carta de despido. ¡Me han echado!