1969
Llegar a Washington D. C. ese verano fue como hacer un curso intensivo de política callejera. La promesa del presidente Nixon de reducir la implicación de Estados Unidos en Vietnam no se había puesto en práctica y la opinión pública estaba cambiando, mientras los soldados estadounidenses seguían volviendo a casa en bolsas para cadáveres. Cuando se bajó del autobús Greyhound, en la parte de atrás de Union Station, Mike se encontró con las calles que daban al Capitolio abarrotadas de gente con brazaletes negros que portaban pancartas antibelicistas. Los oyó entonar consignas del tipo «¡De eso ni hablar, no nos vamos a enrolar!» y «¡A la mierda el tío Sam, yo no pienso ir a Vietnam!». Había una atmósfera de solidaridad y determinación entre los manifestantes que lo atrajo; la mayoría eran jóvenes y estaban muy serios, enardecidos por un intenso sentimiento que a Mike le pareció estimulante. Se dejó arrastrar, mientras inhalaba la sensación de estar haciendo historia y el olor dulzón de la hierba. Sintió que se encontraba en medio de un importante acontecimiento: sus años en Rockford y las preocupaciones de su juventud le parecieron súbitamente triviales. Necesitaba estar allí, donde podía influir en temas de vital importancia, como la vergüenza de Vietnam y las injusticias de la pobreza y la discriminación.
Se quedó con los manifestantes una hora, pero llevaba la mochila a cuestas y empezaba a tener hambre. Mientras oscurecía, se puso a buscar Webster Hall, la residencia del Congreso donde se iba a alojar durante las cuatro semanas que pasaría en Washington. Tenía la dirección y sabía que quedaba cerca del edificio del Tribunal Supremo, pero el sistema de Washington de cuadrantes geográficos —noreste, noroeste, sureste y suroeste— lo confundieron y se encontró vagando por una serie de barrios al norte del Capitolio, donde las calles estaban flanqueadas por casas calcinadas y las tiendas estaban tapiadas con tablones llenos de advertencias antisaqueos. Los disturbios raciales posteriores a la muerte de Martin Luther King habían dejado una cicatriz imperecedera en el rostro de la capital de la nación, un recordatorio de las tensiones que fluían bajo la pudiente sociedad a la que Mike estaba acostumbrado, donde esas cosas, como mucho, salían en las noticias de la televisión.
Cuando llegó a Webster Hall, Mike estaba alterado y desorientado, pero extrañamente emocionado. Se hallaba en el corazón de la capital de la nación y allí era donde podía hacer que las cosas cambiaran para mejor.
El título oficial de Michael era el de asistente del senador. Le habían explicado, en términos generales, cuáles eran sus tareas: entregar documentos y correo dentro del complejo del Congreso, coger los mensajes del senador Dirksen, llamarlo cuando lo requirieran al teléfono y llevar papeles a su mesa del Senado. Estaba deseando conocer a Dirksen y contarle exactamente lo que pensaba sobre los asuntos clave a los que se enfrentaba la nación y sobre el lamentable historial del anciano respecto a ellos. Dirksen era conservador en lo fiscal, un proteccionista y uno de los principales halcones del Congreso en lo que a la guerra de Vietnam se refería; Mike pensaba decirle que estaba equivocado en todo.
Dirksen era un hombre corpulento de setenta y pico años con las manos grandes, el pelo blanco y papada, que parecía estar sumamente a gusto con la vida y muy cómodo en su papel. Era tranquilo y amable, y la bienvenida que le brindó a Mike parecía sincera.
—Vaya, vaya, un joven Hess —bramó, mientras atravesaba la habitación a grandes zancadas—. Ven a estrecharme la mano, jovencito. Eres más que bienvenido y no solo porque tu padre fuera quien me trató de la próstata en su día y tal vez, solo tal vez, salvara mi despreciable y vieja vida.
Dirksen vio la mirada de sorpresa en el rostro de Mike y sonrió.
—No me hagas caso, hijo. No soy más que un granjero de Illinois y digo lo primero que me viene a la cabeza. Dirksen, Hess… Todos somos alemanes, ¿no? En fin, ¿qué te parece este sitio?
Mike miró alrededor y se fijó en las alfombras de lana y en las paredes forradas de madera. Aquel lugar parecía pasado de moda, ensimismado, recelosamente protegido del mundo real.
—La verdad es que impresiona bastante, senador. Pero creo…
—Crees que todo esto está chapado a la antigua y que parece que no se usa, ¿no es así? Bueno, no puedo culparte. Crees que este sitio necesita un cambio radical, ¿eh?
Estaba claro que Mike no era el primer joven con ganas de cambiar el mundo con el que Everett Dirksen se cruzaba. El hombre hacía sus comentarios con divertida afabilidad y los reflejos heredados de Mike hicieron que le respondiera con otra sonrisa. No quería hacerlo, pero no sabía por qué no había podido evitarlo.
—Bueno, senador, yo no he dicho eso, pero…
—Pero no nos vendrían mal algunas ideas nuevas, ¿verdad? ¿En plan, «senador, congresista, por favor, aterrice… Los tiempos están cambiando»?
Lo dijo sin malicia y burlándose hasta tal punto de sí mismo que Mike no pudo evitar que aquel hombre le cayera bien.
—No, eso no era lo que iba a decir. Pero sí creo que el país necesita hacer algo en relación con la guerra y con cómo utilizar los recursos para ayudar a los pobres y a los desfavorecidos.
Dirksen se puso serio.
—Bien dicho, hijo —le espetó—. Tus opiniones son honestas y yo, personalmente, las comparto. Es triste que la política no siempre te permita hacer lo correcto; a veces no te queda más remedio que elegir la opción menos mala. Pero puedes estar seguro de algo: todo lo que hago, lo hago de corazón por los intereses de este gran país y sería un honor que me prestaras tu apoyo, como miembro de nuestras nuevas generaciones, en los esfuerzos que estamos haciendo para asegurar el futuro de la nación. ¿Qué dices, jovencito? Nos encantaría tenerte con nosotros.
Mike lo miró y se dio cuenta de que aquel era un discurso que había pronunciado mil veces. Ahora veía por qué le llamaban «el disco rayado». Sin embargo, había algo en el encanto y en la manera en que se lo había dedicado a él, a Michael Hess como individuo, a una persona a la que merecía la pena camelar, que le enganchó. A pesar de su férrea determinación, estrechó la mano que le ofrecía. El senador le estaba abriendo la puerta a un mundo que la gente respetaba, a un universo sólido, duradero y fiable. Mike quería desesperadamente pertenecer a él, y quería ser querido.
Dirksen le dedicó una sonrisa.
—Me alegro de tenerte a bordo, Michael Hess. Me alegro de contar contigo, hijo. Ahora tengo que ir a votar, pero tenemos un cóctel esta noche (muy informal y muy exclusivo), así que quiero que te asegures de ir a preguntarle a la señorita Gregson, que está en mi despacho, todos los detalles. Espero verte allí.
Cuando Dirksen se fue, Mike empezó a darle vueltas a la conversación. Aunque tenía la sensación de que lo había pescado un astuto embaucador, también le gustaba formar parte de su universo estable y reconfortante, lleno de reglas incuestionables según las cuales podías vivir tu vida y juzgar por ti mismo.
El mes en Washington pasó en un remolino de días de trabajo y noches de fiesta. Dirksen hacía trabajar duro a su personal, pero raras veces olvidaba hacer que se sintieran queridos y estimados. Y esa era la droga que mantenía a Mike enganchado, la recompensa que le hacía olvidar sus escrúpulos. El precio del sentimiento de pertenencia era mínimo: comprométete con el partido y el partido te proporcionará la aceptación que anhelas.
Cuando regresó a Rockford, no habló demasiado sobre las experiencias vividas y respondió someramente a las preguntas de Doc sobre el senador. Pero le contó a Mary que su estancia en Washington le había abierto los ojos a un mundo diferente y a una forma diferente de pensar en sí mismo. Tenía la sensación de que, por fin, estaba a punto de hacer algo que merecía la pena.
—Te sientes como si formaras parte de las nuevas generaciones —le dijo a su hermana la noche que volvió—. Es como si estuvieras llamando a la puerta del sistema y, sorprendentemente, te abrieran la puerta y te dejaran entrar.
—Vaya —exclamó Mary, sonriendo—. Eso suena genial, Mike. Aunque… me sorprende un poco todo ese rollo republicano. Creía que los odiabas. Siempre que Doc dice lo maravillosos que son los republicanos, pones caras raras.
Mike, un poco abochornado, se apresuró a responder.
—Bueno, sí, la clave es ser aceptado, Mary. Convertirse en miembro del club de los peces gordos. Luego ya veré qué hago.
Mary frunció el ceño.
—Si tú lo dices —respondió, no demasiado convencida.
El optimismo de Mike se vio empañado por dos acontecimientos que tuvieron lugar poco después.
A finales de agosto, James escribió para decir que celebrarían la boda en otoño. Cuando acabara el servicio militar, él y Shirley se instalarían en la ciudad de Iowa, donde tenía pensado retomar los estudios de Derecho y prepararse para ser fiscal. En la carta ponía la fecha y el lugar de la ceremonia y James decía que esperaba de todo corazón que Doc, Marge y el resto de la familia pudieran asistir. En un último intento de reconciliación con su padre, dijo que lo sentía si había ofendido a alguien y que nunca había sido su intención hacerlo, que siempre había intentado ser un buen hijo y que le entristecería que alguien lo viera de otro modo.
Durante el desayuno, el día que llegó la carta, Doc leyó las tres páginas manuscritas en silencio antes de anunciar que nadie iba a ir a ninguna boda. Destruyó la misiva de James y escribió una respuesta que no enseñó a Marge. Cuando esta le preguntó qué había escrito, le contestó que pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a hablar con James. No confesó que estaba desheredando a su hijo, pero les dijo a sus hermanos que ya no podrían ponerse en contacto con él de ninguna manera. Mike no respondió nada, pero recordó la orden que su tío Loras le había dado en su lecho de muerte y decidió que seguiría los dictados de su conciencia antes que los de su padre.
Luego, en septiembre, apenas unas semanas después de regresar de las prácticas en Washington, Mike cogió el Chicago Tribune y leyó el artículo de la primera página: «Everett Dirksen, fallecido a los setenta y tres años. El senador Everett McKinley Dirksen ha sido ensalzado hoy como senador y como líder con un estilo único, que pasará a la historia. El Senado se ha reunido durante doce minutos y la sesión ha sido aplazada a modo de homenaje […]. El presidente Nixon ha dicho de él que era un individualista de primera, y que nos pertenecía a todos porque siempre anteponía la Nación a sí mismo […]».
Dirksen había fallecido en Washington D. C. tras una cirugía fallida por una rápida metástasis del cáncer de próstata que sufría y que se le había extendido a los pulmones.