1993
A Pete le llevó media hora escabullirse de la reunión. Condujo hasta el edificio de apartamentos, donde Mike lo esperaba en el vestíbulo con las maletas preparadas para el fin de semana.
No se abrazaron.
Pete volvió a deslizarse tras el volante y Mike saltó al asiento del copiloto.
La conmoción y la rabia, el miedo y el resentimiento, rivalizaban con el amor y la pena en el apretado espacio del coche.
Pete giró la llave.
—Mike…
—¿Sí, qué?
—Mike, ¿cómo has podido…?
—¿Cómo he podido qué? —le espetó Michael.
Pete extendió la mano para posarla sobre la rodilla de Mike, pero este la apartó.
Pisó el acelerador y se dirigió hacia la autopista GW.
—Cuéntame lo que ha dicho, Mike.
—¿A qué te refieres? Ha dicho que tengo sida, eso es lo que ha dicho.
Pete tocó el claxon y el tío de delante miró hacia atrás.
—¿Así? ¿Por teléfono?
—No, fui a verlo. Luego volví a la oficina. Pero no fui capaz de quedarme allí, así que volví a casa.
Por alguna razón, el orden de los hechos parecía súbitamente importante. Estaban evitando las cuestiones importantes, haciendo tiempo con los pequeños detalles.
—¿Y te han dicho… cómo es de grave?
Pete se percató de la futilidad de aquella pregunta. Mike levantó las manos de repente, furioso y muerto de miedo.
—¡No me jodas, Pete! Pues claro que es grave. Es el puto final, ¿vale? ¡El puto fin de todo!
Mike respiraba con pequeños sollozos que hacían que su cuerpo se contrajera. Pete sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas por la rabia y por el mismo aterrado cóctel de emociones que se agitaba en su interior. Quería consolarlo, abofetearlo y besarlo.
—¿Y de dónde ha salido, Mike?
Aquella pregunta era fruto del miedo. Si Mike estaba infectado, él también debía de estarlo, pero Mike no parecía darse cuenta de ello. Su respuesta fue fruto del terror, del egocentrismo de aquel condenado hombre.
—¡Pues me lo habrás pegado tú, Pete!
Aquellas palabras eran injustas y sorprendentes, pero también reconocían que Pete formaba parte de aquel terrible acontecimiento.
El coche de delante frenó y Pete hizo chirriar los frenos y se detuvo a solo un par de centímetros de su parachoques.
—Por Dios, Mike, estás loco —dijo Pete—. Sabes perfectamente que yo no te he pegado nada… Pero, si tú lo tienes, entonces yo también, eso está claro.
—Ya —respondió Mike, medio susurrando—. Eso es lo que estaba pensando.
De pronto, las lágrimas rodaron por el rostro de Mike y Pete notó que también anegaban sus propios ojos. No podía enjugárselas porque tenía las manos en el volante y, como no podía enjugárselas, no veía bien para conducir.
—Bueno, al menos eso significa que no tendremos que envejecer —se oyó decir a sí mismo, entre lágrimas. Luego dejó escapar una risilla, como si aquello tuviera algo positivo, después de todo.
Pero la respuesta de Mike le rompió el corazón.
—Pero yo siempre he querido envejecer —gimió su pareja—. Quería envejecer contigo.
El fin de semana en la casa de Shepherdstown estuvo marcado por la pena y el agotamiento. Pete se temía que él también iba a tener que enfrentarse a la muerte, pero no le quedaba más remedio que esperar hasta el lunes para hacerse la prueba que confirmaría su destino. El domingo por la mañana, ya lo había asumido: iba a morir.
Mike ya era capaz de pensar con más serenidad y se disculpó por su comportamiento.
—Me volví loco —le dijo, mientras desayunaban en el porche trasero de la casa. Los caballos pastaban en el prado que descendía hasta el río—. Nunca debí decir esas cosas, nunca debí acusarte. No importa lo que sea verdad o mentira, estamos en esto juntos y lo último que necesitamos son resentimientos que nos separen.
Desde ese momento, hubo un antes y un después en sus vidas: el antes, donde la muerte era una figura retórica más allá del horizonte, y el después, donde la muerte era una realidad, una certeza que teñía la forma de pensar y de actuar.
—Ahora estoy tranquilo —murmuró Pete—. Tengo momentos en los que olvido lo que ha sucedido y es como si las cosas volvieran a ser normales.
—Sí —dijo Mike—. Como si la vida continuara tal y como era. Pero entonces… te das cuenta de la atroz y terrible realidad de que no seguirá adelante. De que nunca volverá a ser igual. Es como estar en el infierno.
Fueron a dar un paseo por el campo y llegaron hasta la orilla del Potomac. Pete se sentó en una roca, junto al agua, esperando que Mike se sentara a su lado, pero Mike siguió paseando por la orilla, alejándose, hasta que se volvió repentinamente hacia él.
—No sé cómo me he contagiado, Pete. Me has preguntado dónde lo había cogido, pero no lo sé, la verdad. —Mike había perdido la serenidad que había aflorado en el desayuno y volvía a sentirse atormentado y enfadado—. Eso es lo peor. No sé de dónde ha salido esto y no sé por qué me ha pasado a mí. ¡Es tan injusto, joder! No he hecho nada que otros millones de personas no hayan hecho. Entonces, ¿por qué yo? ¿Por qué lo tengo que coger yo y no ellos? —Pete no dijo nada. Mike intentó azuzarlo para que respondiera—. Estamos en los años noventa, coño, no en los ochenta, cuando todo el mundo se infectaba. ¡Es como si hubiéramos esquivado la bala en los malos tiempos y, de repente, nos salieran con estas!
Pete observó la angustia en el rostro de su pareja y notó que el resentimiento le ganaba terreno a la pena. ¿Mike no sabía dónde se había contagiado? Pues él lo tenía bastante claro. Estuvo a punto de responder: «¿Y qué me dices de todas esas noches que salías a ligar y yo nunca te preguntaba con quién ibas? ¿Qué me dices de los fines de semana en los que desaparecías y te emborrachabas, o te colocabas tanto que ni siquiera recordabas dónde habías estado?». Pero no dijo nada. A Mike lo estaba consumiendo la envidia colérica del condenado hacia aquellos que todavía tenían esperanza. A sus espaldas, la corriente del Potomac rugía en su eterna e inexorable carrera hacia el mar.