DIECIOCHO

1970

A Mike le encantó Notre Dame desde el momento en que llegó. Era una mezcla tan embriagadora e insólita de olores y campanas, de catolicismo y esencia irlandesa de postín, que casi le hizo sospechar que aquel sitio formaba parte de una broma privada que le estaban gastando de forma deliberada. Los dos espíritus que presidían el campus eran la estatua dorada de la Santísima Virgen, que miraba hacia abajo desde la cúpula de la basílica del Sagrado Corazón, y el gigantesco Cristo con los brazos extendidos en un gesto de celebración al que los deportistas apodaban Jesús Touchdown. Las misas matinales estaban presididas por curas con nombres irlandeses, los Fighting Irish batallaban la mayoría de los fines de semana en un estadio donde 60.000 ruidosos espectadores, muchos de ellos con la cara pintada de verde, dirigidos por animadoras vestidas de duendes irlandeses, cantaban atronadoras interpretaciones de la Marcha de la Victoria de Notre Dame («Reuníos, hijos de Notre Dame, / cantad su gloria, proclamad su fama / […] ra, ra, ra, por Notre Dame, / despertad los ecos con su nombre») y bandas de gaitas irlandesas marchaban a través de los frondosos jardines y los ondulados campos hasta los lagos gemelos de St. Mary y St. Joseph, donde largas hileras de cruces negras señalaban las tumbas de generaciones de hermanos profesores llamados a recibir la recompensa celestial.

A Mike le asignaron Fisher Hall, donde tenía un cuarto para él solo y compartía baño al final del pasillo con otra media docena de novatos. Cubrió las paredes de pósteres de Santana y Led Zeppelin y se dedicó a leer los textos sobre la Constitución de Estados Unidos en el tiempo que le quedaba libre entre sus tareas de asistente en la eucaristía para dar la Comunión en la basílica y los momentos en que hacía de pinchadiscos de la residencia en ruidosas fiestas que duraban hasta altas horas de la madrugada. Su amor por la música lo llevó a formar parte del coro de la iglesia, a tocar el piano en las fiestas hawaianas y a participar en jam sessions en el club nocturno del campus. Estaba empezando a adquirir los conocimientos enciclopédicos sobre música rock y pop que le acompañarían e irían aumentando a lo largo de toda su vida. Se corrió la voz por la universidad de su talento pinchando y cada vez eran más los que solicitaban sus servicios, pero él no perdía de vista la oración y la contemplación. Alternaba el tiempo que pasaba en la Gruta de Nuestra Señora de Lourdes con su trabajo de voluntariado en el hospital Riverside y de orientador en el Centro de Menores de South Bend.

En 1970, Notre Dame seguía siendo una institución exclusivamente masculina con una reputación cargada de testosterona alimentada por las proezas en el ámbito deportivo, y una imagen deliberadamente fomentada de agresiva masculinidad. Pero Mike no jugaba al fútbol americano y tampoco le entusiasmaban los logros de los deportistas. El grupito con el que se relacionaba era cerebral y sensible: sus amigos eran intelectuales y estetas interesados en la poesía y en las artes; mientras que los deportistas llevaban chándal y gorras de béisbol, ellos se vanagloriaban de sus pantalones de campana, sus camisas de flores y sus cabellos largos. Alto y delgado por naturaleza, Mike tenía una buena percha: atraía tanto a hordas de seguidoras de la vecina universidad de St. Mary como a ciertos chicos de Fisher Hall. Fue un período de exploración y autodescubrimiento; se sentía liberado después del encorsetamiento de la vida familiar y empezó a descubrir cosas nuevas sobre sí mismo y a reajustar sus perspectivas de futuro. Los estudios le iban bien, tenía buenas notas y se sentía más a gusto consigo mismo de lo que lo había estado en años.

Kurt Rockley, un estudiante de segundo año de Lengua y poeta en ciernes con un mechón de pelo rubio que le caía sobre la pálida frente, sentía un particular interés por Mike. Se pasaban horas sentados uno al lado del otro en la Biblioteca Memorial o en la sala común de Fisher Hall, hablando sobre poetas de la generación beat, Andy Warhol, Miles Davis y Stanley Kubrick. A Mike le deslumbraba la atención que le prestaba Kurt y su conversación le resultaba inspiradora. Se sentía relajado en su presencia, se entendían mutuamente y eran capaces de hablar de temas importantes. Cuando se pusieron a conversar sobre sus planes y ambiciones, sobre las esperanzas que tenían puestas en el futuro y sobre las cosas que lamentaban del pasado, Mike le confió lo de su familia adoptiva y sus raíces irlandesas. Le habló de la investigación en la que se había embarcado, de la búsqueda de la madre que lo había abandonado y con la que ahora intentaba ponerse en contacto. También le dijo que, hasta el momento, no había recibido respuesta alguna de la abadía de Sean Ross y que aquellas últimas semanas habían reavivado su ya de por sí febril sexto sentido.

—¡Qué romántico! —exclamó Kurt cuando Mike llegó al final de la historia—. Die Frau Ohne Schatten ha traído al mundo a un Niño sin sombra

Mike esbozó una sonrisa impotente, pero Kurt era de California y estaba convencido de que todo problema debía tener una solución práctica.

—¡Escúchame! Si las monjas no te escriben, será mejor que cojas ese teléfono y las llames —dijo, como si todas las respuestas al misterio de la vida, del destino y de la identidad estuvieran simplemente a una llamada telefónica de distancia. Mike se echó a reír.

—¿Y cómo sugieres que consigamos el número de teléfono, Einstein? ¿Buscando en la guía de South Bend?

Pero Kurt estaba disfrutando del desafío de la búsqueda y de la perspectiva de intimidad con Michael que le proporcionaba. Dos días después, apareció en la puerta de Mike blandiendo una nota garabateada del padre Benjamin, de la secretaría de Notre Dame.

—¡Roscrea 220! —anunció triunfante, antes de entregarle el papel.

—¿Cómo demonios has conseguido eso? —le preguntó Mike, sonriendo. Pero Kurt sacudió la cabeza coquetamente.

—¿Qué? ¿A qué estás esperando? —le preguntó—. ¡Marca ahora mismo el número!

A la mañana siguiente, de pie en la cabina telefónica internacional de la oficina de correos de South Bend con el trozo de papel en la mano, Mike miraba fijamente el teléfono intentando convencerse para coger el auricular. Allí se quedó durante un cuarto de hora, notando el sudor que le invadía las palmas de las manos. Pero, cuando la secretaria fue a preguntarle si pretendía hacer una llamada, él negó con la cabeza y salió a la calle, donde el viento soplaba con fuerza.