DIECIOCHO

Roscrea y San Luis

Philomena se echó a llorar cuando le dieron la noticia.

Esa vez, la hermana Hildegarde ni siquiera intentó convencerla de la buena suerte de su hijo.

—Bueno, joven, al parecer tu hijo se va también con el obispo. Hemos tenido algunos problemas con el papeleo, pero yo diría que pronto partirá —se limitó a decir.

En el fondo, Philomena sabía que algún día sucedería aquello, pero la forma despiadada en que se lo dijeron fue devastadora. Deshecha en lágrimas, corrió a la guardería y cayó de rodillas ante su niñito. Anthony sonrió al verla, como siempre, pero pronto se dio cuenta de que algo iba mal.

—Mami, ¿qué pasa? ¿Qué es? ¿Por qué lloras?

Philomena se secó la cara y lo estrechó entre sus brazos.

—Te quiero, Anthony. Te quiero y siempre te querré. Nunca te olvidaré, hombrecito…, nunca.

Al ver a su madre tan disgustada, él también rompió a llorar.

—Por favor, no llores, mami —dijo el pequeño, acariciándole el pelo—. Por favor, no llores…

Philomena intentó consolarlo, pero estaba demasiado angustiado. Pensó que era realmente injusto que el amor y el afecto que su hijo irradiaba y la ternura que inspiraba en la gente fueran la causa de que lo perdiera para siempre. Su corazón era tan grande que tenía besos para todo el mundo y el beso que le había dado a una extraña parecía contar más que el vínculo sagrado que compartía con su madre. Aquel pensamiento la atormentaba. ¿Por qué tenía que quedarse con su hijo otra mujer, con la carne de su carne, con el bebé que ella había parido, amado y mimado?

Cuando Philomena habló con Margaret, se disculpó por no haber sido consciente del dolor que había sentido y le dijo que ya lo entendía. Estaba paralizada y vacía y le tocó a Margaret consolarla.

—Al menos hay una cosa buena —dijo esta—. Al menos Mary y Anthony seguirán juntos.

Pero nada parecía ayudar. Philomena se torturaba con preguntas sin respuesta. ¿Cómo era posible que un cruce fortuito y azaroso en la vida de dos personas tuviera unas consecuencias tan terribles? ¡La americana había ido allí a por una niña! Aquello era lo que Philomena encontraba tan injusto. Había ido a por una niña y se iba con su niño. El mundo entero parecía regirse por arbitrarias casualidades. Si Anthony no le hubiera tirado de la manga a aquella mujer de Estados Unidos o si no le hubiera dado un beso en la mejilla aquel día, qué diferentes podían haber sido las cosas.

Marge Hess le escribió a su marido para explicarle lo que sentía desde la primera vez que había visitado Roscrea: le dijo que adoraba a la pequeña Mary, pero que no podía llevarse a Mary sin llevarse también a Anthony, y le explicó lo cruel que sería separar a dos niñitos con un vínculo tan fuerte y tierno:

Espero que lo entiendas. Tienen madres diferentes, pero están más unidos que cualquier hermano con su hermana. Se adoran y yo los adoro a ellos. En cuanto los vi juntos, supe lo que tenía que hacer. Cuando fui a coger a Mary, Anthony se quedó allí agitando las manos, sonriendo y dándome besos. He estado pensando en ello durante todo el viaje. Por favor, di que te parece bien que nos quedemos con los dos. Sé que podemos arreglárnoslas. A los chicos les dolerá, pero podemos compensárselo, ¿no es así?

Doc Hess dijo que lo entendía; dijo que sí, que le parecía bien quedarse con Anthony además de con Mary. Pero era un hombre práctico y sabía que aquello implicaría un montón de papeleo más. No habría manera de que Marge pudiera llevarse a los niños con ella a casa en aquel viaje.

Marjorie, Loras y su madre cogieron el vuelo de las dos menos diez de la tarde de la TWA, de Shannon a Nueva York, el jueves 8 de septiembre. En cuanto Marge llegó a casa, a San Luis, se propuso el objetivo de conseguir que sus dos nuevos hijos estuvieran en Estados Unidos lo más rápido que fuera humanamente posible. Estaba constantemente al teléfono con la hermana Hildegarde y con la madre Barbara, instándolas a que aceleraran las cosas, y las monjas enviaban frecuentemente explicaciones por escrito de todo lo que se esforzaban por ayudar. En sus cartas hablaban de la cantidad de dificultades por las que estaban pasando en nombre de Marge y dejaban caer comentarios sobre donaciones y regalos al convento.

A finales de 1955, la abadía de Sean Ross envió decenas de niños a Estados Unidos y la hermana Hildegarde era la encargada de todas las transacciones. En una circular del Ministerio de Asuntos Exteriores la describían como «una de las tres personas más influyentes del entorno de las adopciones en Irlanda». Las otras dos eran el padre Cecil Barrett, del departamento de Bienestar Social Católico del arzobispo McQuaid y Rita Kenny, del Servicio Irlandés de Expedición de Pasaportes.

El 7 de noviembre de 1955, la hermana Hildegarde se llevó de nuevo a Mary y a Anthony de viaje a Dublín, donde fueron examinados por el doctor acreditado por la embajada de Estados Unidos, John Malone, que concluyó lo siguiente: «Anthony es un niño bien desarrollado, de mente despierta, afable y cooperador. Su desarrollo mental es normal y considero que se encuentra por encima de la media de inteligencia». Sin embargo, Malone añadía una posdata: «En el examen neurológico, todos los reflejos profundos estaban mermados y no logré obtener respuesta en los reflejos rotulianos. Se trata de un hallazgo aislado y no considero que tenga importancia alguna».

Por alguna razón, la hermana Hildegarde y la madre Barbara no conseguían lidiar con el Servicio Irlandés de Expedición de Pasaportes: era casi como si estuvieran intentando deliberadamente impedir aquella adopción. La última misiva de Rita Kenny era categórica: «He recibido su carta en relación con la solicitud del señor y la señora Hess para la adopción de los niños Mary McDonald y Anthony Lee […]. No han adjuntado el Informe del Examen del Hogar. He dejado lo suficientemente claro que no se tendría en cuenta dicha solicitud hasta que nos remitieran un informe del Examen del Hogar llevado a cabo por la Beneficencia Católica de San Luis».

Las monjas estaban perplejas. Sospechaban que aquel hombre tan desagradable con el que la madre Barbara había hablado en la reunión de Dublín le estaba poniendo las cosas difíciles deliberadamente a la hermana del obispo. Aquella se estaba convirtiendo en la adopción más difícil de los cientos que habían llevado a cabo. Una hora después de recibir la carta de Rita Kenny, la hermana Hildegarde se puso de nuevo delante de la máquina de escribir, esa vez echando humo.

16 de noviembre de 1955

Estimada señora Hess:

Le envío de inmediato esta carta para que vea usted misma lo que el Servicio de Pasaportes tiene que decir. Estoy bastante harta de todo esto. ¿Están intentando poner trabas o es que no entienden nada? Hemos respondido a cada una de sus cartas sobre sus niños a vuelta de correo, no sin esfuerzo. Tengo más trabajo del que puedo abarcar hasta Navidad. Si usted puede hacer algo, por favor, intente hacerlo, porque esperaba haber solucionado el tema del traslado de los niños antes de final de mes.

Sinceramente, desde los Sagrados Corazones,

Hermana M. Hildegarde.

P. D. La reverenda madre está como una niña esperando el paquete que le ha enviado y que, hasta la fecha, no ha llegado.

Cuando recibió la carta de la hermana Hildegarde, Marjorie Hess hizo lo que siempre hacía en una situación de crisis: llamar a su hermano. Lo que supuestamente sucedió a continuación fue una demostración de la relación entre la Iglesia y el Estado en el ejercicio de la política de adopción irlandesa. Una llamada telefónica del obispo Loras Lane de Rockford al arzobispo Ritter de San Luis llevó, al parecer, a otra llamada telefónica al arzobispo McQuaid de Dublín; dicha llamada llevó a otra, esa vez al ministro irlandés de Asuntos Exteriores, Liam Cosgrave, que a su vez dio instrucciones al Servicio Irlandés de Expedición de Pasaportes de que expidieran de una vez por todas los pasaportes de Anthony Lee y Mary McDonald.

La persona que estaba al final de la cadena de llamadas era Joe Coram. Este colgó el teléfono con un suspiro y llamó a Rita Kenny para refrendar las autorizaciones. No lamentaba la energía que había invertido en el caso —lo consideró un ensayo para los cientos, tal vez miles, que estaban por venir—, pero, mientras el tranvía de Glasnevin lo llevaba a casa pasando por delante del palacio arzobispal, se quitó el sombrero de fieltro y sonrió amargamente.