DIECINUEVE

1993

Pete abrió el sobre, le echó un vistazo a la hoja y volvió a meterla dentro inmediatamente. Le resultaba difícil definir qué sentía: alivio, sí, pero también culpabilidad, casi decepción, como si hubiera fracasado, suspendido un examen o abandonado una misión en la que, ahora, su pareja se embarcaría sin él.

Mike se quedó en silencio cuando Pete le dijo que la prueba había dado negativo.

Se tumbó en el sofá del apartamento y se quedó mirando al techo.

—Me alegro —susurró, finalmente—. Me alegro de que vayas a vivir. Me alegro de librarme de la sensación de culpabilidad por obligarte a compartir esto conmigo.

Fueron juntos a la Unidad de Enfermedades Infecciosas del hospital George Washington. Mike se registró en el servicio de apoyo a enfermos con sida. Recordó los días que había pasado esperando a que David Carlin muriera y pensó lo diferentes que eran las cosas cuando eras tú el que aguardaba a la muerte. El especialista tenía unos treinta y tantos años, llevaba gafas sin montura y parecía que guiñaba constantemente un ojo, debido a un tic.

—Bueno, señor Hess —dijo el médico con un guiño—, me temo que las cifras no son buenas. El resultado del recuento de CD4 ha dado doscientos, que es exactamente el umbral del estado más avanzado del sida. Claro que, por supuesto, eso es una mera instantánea de dónde se encuentra hoy por hoy, así que tendremos que hacerle hemogramas durante los próximos meses para ver si este disminuye a un ritmo normal, si disminuye rápidamente o si permanece estable. ¿Sabe desde cuándo puede ser seropositivo? Eso nos podría ayudar a determinar la agresividad con que se está comportando el virus. —Mike se encogió de hombros y dijo que, la verdad, no lo sabía—. No pasa nada —dijo el doctor, guiñando el ojo—. Le administraremos AZT lo más urgentemente posible. Es caro, pero veo que tiene un seguro FEHB, así que eso debería bastar. Ahora hablemos del estilo de vida. Es usted un hombre culto, así que supongo que no es necesario que insista en el tema, pero en su situación es una peligrosa fuente de contagio. No debe practicar sexo sin protección y debe tomar todas las precauciones posibles en lo que se refiere a los fluidos corporales. Por otra parte, su sistema inmunológico se encuentra gravemente debilitado y será propenso a infecciones que un hombre de su edad normalmente resistiría: sus brotes de neumonía han sido, casi con toda seguridad, solo las primeras.

En casi todos los ámbitos de su vida, Mike se relacionaba con la gente con seguridad, pero los médicos lo intimidaban. Pete ya se había dado cuenta de ello y sabía que había preguntas que Mike debía hacer.

—Yo tengo un par de preguntas, si no le importa —intervino Pete—. En primer lugar, ¿podría decirme hace cuánto tiempo que la infección está ahí? ¿Y cuál es el efecto que probablemente tenga el AZT en un caso como este?

El médico se llevó la mano a la cara, como si quisiera parar el tic que tenía en el ojo.

—No puedo responder a la primera pregunta con precisión. El virus podría llevar muchos meses en incubación, o incluso años, y no haberse manifestado hasta ahora. En cuanto al AZT, llevamos usándolo desde 1987 y no cabe duda de que ralentiza el avance del sida en pacientes que se encuentran en fases tempranas. Por desgracia, este año han hecho una investigación en Inglaterra y han llegado a la conclusión de que el medicamento no es eficaz a la hora de frenar el avance del sida en fases avanzadas. En lo que a ello respecta, señor Hess, el recuento de sus células T ya es muy bajo y no estoy seguro de que el AZT…

—En ese caso —dijo Pete, serenamente—, creo que debería decirnos cuáles son las perspectivas…

—Bueno, esa, desde luego, es una pregunta que le corresponde hacer al paciente. ¿Señor Hess?

El doctor miró a Mike, que asintió en silencio.

—Pues me temo que no tengo buenas noticias. Según mi experiencia, los pacientes con su nivel de células T han sobrevivido más o menos un año, aunque con el AZT podría llegar casi a dos.

En las semanas posteriores al diagnóstico, Mike apenas fue capaz de dormir. En los límites de la semiinconsciencia, sus pensamientos se precipitaban hacia calles estrechas y oscuras y lo llevaban a un callejón sin salida tras otro, mientras él no dejaba de buscar una que le condujera hacia la luz. Pero todo era oscuridad. Finalmente, soñó con sol y con hábitos blancos de monjas que lo rozaban suavemente al pasar. En su sueño había una puerta entornada, un rayo de luz en la oscuridad, y Mike posó la mano sobre la manilla de la puerta. Tuvo la sensación de que era uno de esos viejos cerrojos manuales que podían abrirse fácilmente. Con la mano encima, empezó a levantarlo y a imaginar la luz que había más allá.

En la oficina, enmascaraba los pensamientos que nunca lo abandonaban y se concentraba en el trabajo que le correspondía. Un día, mientras buscaba en la guía telefónica de Washington el número de un miembro de un grupo de presión político, esta se abrió por una página que contenía un listado de agencias de viaje internacionales.

Mike se planteó contarle a Mary que iba a ir a Irlanda, pero al final decidió no hacerlo. Muy poca gente sabía lo de su enfermedad —solo Pete, Susan y los médicos— y, si invitaba a Mary a ir con él, tendría que darle más explicaciones de las que quería en aquel momento. Pete le dijo que era una idea fantástica. Que le proporcionaría algo en lo que centrarse y que, al menos, podrían pasar dos semanas de vacaciones juntos en un lugar que los distraería de los problemas que tenían en casa. Durante las semanas previas a la partida, Pete se vio en la tesitura de tener que aplacar las entusiastas expectativas de Mike, que estaba casi seguro de que esa vez encontraría a su madre. Le preguntó cómo se sentiría si volvía a fracasar, pero Mike no lo estaba escuchando. Esa vez su búsqueda tenía un tinte de desesperación.

Para Mike, que se encontraba en el umbral de lo desconocido, la reunión con su madre era la clave que lo liberaría de la tristeza y de la pena, una última oportunidad para encontrar las respuestas al rompecabezas de su vida. «Porque si no la encuentro ahora», se decía a sí mismo, «nunca lo haré. Y tengo que descubrir quién soy, antes de dejar de serlo».