1971
Mike pasó el verano en Notre Dame trabajando como coordinador en el programa extensivo de verano de la universidad. El campus se llenó de adultos serios que asistían a cursos de Ciencias Biológicas, de Escritura de Guiones para Cine y Teatro y de Exégesis Bíblica. La mayoría de los estudiantes que se quedaban para prestar servicios de apoyo eran tipos como Mike: sin un hogar al que querer volver, o demasiado pobres para irse de vacaciones. Cuando Mike le preguntó a Kurt Rockley por qué se había quedado en lugar de coger un avión para volver a casa de sus padres en San Francisco, Kurt levantó una ceja.
—Me sorprende que necesites preguntármelo. Me he quedado para estar contigo, claro —dijo maliciosamente.
Doc había encontrado una casa en la playa de St. Petersburg, en la costa del golfo de Florida, y se habían mudado en cuanto Mary se había graduado en el instituto Boylan, en junio. En agosto, Mike llamó para decir que quería ir una semana para verlos y que, si les parecía bien, le gustaría llevarse a un amigo. Marge estaba encantada y le dijo que seguro que a Doc no le importaría, así que, ocho días después, los dos chicos bajaban las escaleras del 727 de Eastern Airlines en el recién inaugurado Aeropuerto Internacional de Tampa y saltaban a un autobús de Greyhound para llegar a la playa de St. Petersburg.
Mike estaba tumbado junto a la piscina, escuchando el hipnótico latido de su corazón y el chapoteo del agua. Pequeñas perlas de sudor le goteaban por los párpados cerrados. El universo se alejaba navegando en la liviana nada y una canción que había oído en algún sitio en el pasado se cernía sobre la periferia de su mente. No oyó a Kurt salir del agua ni deslizarse sobre el caliente sendero, no vio el rastro de húmedas manchas de Rorschach que dejaba a su paso, no notó nada hasta que los labios del chico estuvieron sobre los suyos y unas cálidas gotas cayeron del pelo de Kurt sobre sus mejillas y su pelo.
Aquella noche, en la cena, Doc le preguntó a Kurt cómo había conocido a Michael y Mike le respondió rápidamente que jugaban juntos al fútbol americano en el equipo de Fisher Hall.
Al final de la semana, la noche antes de que los chicos tuvieran que volar de regreso al norte, Mary le preguntó a Mike si podía hablar a solas con él. Se sentaron en la oscuridad al borde de la piscina y comentaron lo diferente que era aquello de las frías noches en que se sentaban en el porche de Maplewood Drive. Kurt estaba dentro, jugando a las cartas con Marge, mientras Doc veía la tele, y Mary posó la mano sobre el brazo de Mike.
—Tu amigo es muy simpático, Mikey. Y también muy mono.
—Sí —dijo Mike, dándole la razón—. Es un buen tío.
Hablaron de Marge y Mike le dijo que estaba preocupado por ella, por lo frágil e infeliz que parecía. Mary respondió que era difícil volver a empezar en un sitio nuevo y que había tensiones en la familia. Luego se hizo el silencio. Mike le preguntó si estaba bien.
Mary vaciló.
—Mikey, he estado viendo a un chico y… creo que estoy embarazada.
Mike no abrió la boca durante el vuelo a Chicago. Y tampoco durante el viaje de autobús en el Greyhound de Chicago a South Bend.
Al principio, Kurt respetó el evidente deseo de Mike de no hablar, pero finalmente su irritación pudo más que él.
—Eh —susurró, dándole un codazo a Mike—. ¿A qué viene ese numerito a lo Greta Garbo? ¿Por qué estás de morros? ¿He dicho algo? ¿He hecho alguna cosa?
Mike se disculpó y dijo que no se trataba de nada que Kurt hubiera hecho. Pero, ya de vuelta en Notre Dame, comentó que tal vez era mejor que no se vieran durante algún tiempo.