DIECINUEVE

Diciembre de 1955

Roscrea

En los tres años y medio que llevaba en la abadía de Sean Ross, Philomena no había tenido contacto con su familia. Ni sus padres ni sus hermanos la habían visitado y las monjas tampoco le habían hecho llegar ninguna carta. Pero después de que la hermana Hildegarde le dijera que se iban a llevar a Anthony a Estados Unidos, a Philomena le habían permitido escribir a casa. Su propio futuro, una vez que el niño se hubiera marchado, estaba por decidir y las monjas necesitaban hablar con su padre.

El 1 de diciembre de 1955, Patrick Lee y su hijo Jack salieron de Templemore en dirección a la carretera de Roscrea y tocaron la campana de la cancela de la abadía. Habían conducido desde Newcastle West en la furgoneta del pan de Latchford y estaban deseando tomar una taza de té. Patrick tenía cincuenta y tres años y todavía trabajaba como carnicero; Jack tenía veinticuatro, estaba soltero y repartía el pan del panadero de Newcastle. Las monjas que los hicieron entrar fueron amables, pero la implicación intrínseca de que los visitantes estaban marcados por la vergüenza colectiva de la familia se cernía poderosamente sobre ellos.

La hermana Hildegarde les hizo sentarse en la salita de espera georgiana de altos techos que estaba al lado del grandioso recibidor de la entrada (a los hombres no se les permitía ir más allá) y regresó diez minutos después con Philomena.

—Aquí estamos —dijo la hermana Hildegarde, sonriendo con dulzura—. Aquí tiene a su hija, señor Lee. Yo diría que faltan un par de semanas para que los niños se vayan, así que me iré y les dejaré hablar sobre su futuro. Estoy segura de que tienen mucho que decirse.

Pero, cuando la monja se fue, los tres se quedaron allí sentados guardando un incómodo silencio. Philomena estaba deseando abrazar a su padre, oírle decir que la quería y que la perdonaba, pero algo se lo impedía. Tenía la sensación de que su padre también quería abrazarla, pero que le resultaba difícil. Refrenado por la culpa que la Iglesia le había inculcado y consciente del sufrimiento de su hija, empezó a hablar de todo salvo de las cosas que realmente importaban: el tiempo, la carnicería nueva que habían abierto en el pueblo y que le hacía la competencia y los planes de Jack de conseguir un trabajo de operador de cámara en el cine de la calle Maiden. Jack asentía y parecía incómodo. Philomena estaba al borde de las lágrimas e intentaba desesperadamente no echarse a llorar delante de su padre.

Fue la llegada de Anthony lo que cambió las cosas.

La hermana Hildegarde había accedido a dejárselo media hora. En cuestión de minutos, los dos hombres lo habían puesto a cabalgar arriba y abajo sobre sus rodillas y le hicieron cosquillas hasta que se retorció de regocijo. Anthony había ido corriendo directamente hacia ellos en cuanto había entrado en la sala y les había tendido dos ramos de flores silvestres (que Margaret le había dado). Dejó que lo besaran en la mejilla y les demostró lo valiente que era al trepar por la escalera que estaba apoyada contra las altas estanterías llenas de libros. Rieron a carcajadas ante las gracias de aquel hombrecito y lo animaron a bailar y a cantar para ellos. Jack no lograba ocultar su admiración.

—Es una preciosidad, Phil, ya lo creo que lo es. Tiene el pelo negro de los Lee y todo.

Su padre sonrió y asintió en silencio, con los ojos llenos de lágrimas. Philomena se sentía abrumada por el orgullo de ver que su familia quería tanto a su hijo, dolida porque pensaba que su alegría no iba a durar y atormentada por la alocada e inverosímil idea de que tal vez pudieran encontrar la manera de quedárselo.

—Bueno, ¿qué te parece, papá? —preguntó vacilante—. Las monjas quieren mandarlo a Estados Unidos, ¿sabes?

Su padre no dijo nada, pero Jack murmuró algo sobre una mujer de la que había oído hablar, de algún rincón del país, que había tenido un hijo sin padre y aun así se había negado a entregarlo.

—¿A que sí, papá? Kitty McLaughlin se quedó con el bebé. Así que ¿por qué no cogemos a este hombrecito ahora mismo, nos lo llevamos y huimos con él? Nos escapamos con él y luego, Phil, puedes volver a casa y cuidarlo.

A Philomena le dio un vuelco el corazón —estrechó a Anthony contra ella como si estuviera lista para irse ya—, pero nadie cogió en brazos al niño y nadie huyó con él. Aquel minuto de euforia chocó contra la triste e irrefutable realidad de que Philomena no iba a volver a casa y de que Anthony no la iba a acompañar. Los tres sabían perfectamente que era imposible que una mujer en pecado regresara a su casa de Newcastle West o de cualquier otro pueblo de Irlanda sin causar un enorme escándalo. Además, de todos modos, la vivienda de protección oficial de Connolly’s Terrace era pequeña y Patrick Lee no tenía espacio para que ella se quedara allí ni medios para alimentarla.

—No hay ninguna forma, Phil —dijo, mirándose las botas—. Lo siento, pero tendrás que irte.

Ese día, Jack Lee lloró mientras dejaba la abadía. El señor Latchford le acababa de pagar en la panadería y tenía el sueldo de un mes —tres libras— en el bolsillo. Mientras salía por la puerta, le dio un codazo a su hermana y le puso con fuerza los tres billetes enrollados en la mano. Luego se volvió para enjugarse las lágrimas y echó a correr por el camino para alcanzar a su padre.