CUATRO

1981

Pete Nilsson se pasó cuarenta y ocho horas pensando qué hacer con la escayola que tenía en la pierna y, finalmente, decidió serrarla. Habría tenido que llevarla todavía durante dos semanas más, pero estaba impaciente por estar con Michael en igualdad de condiciones.

Mike estaba en la cocina cuando Pete llegó. Lo besó, le ofreció una copa y lo sentó al lado de Bob McMullen mientras acababa de cocinar el pez de San Pedro y las patatas asadas. Mike llevaba puestos unos vaqueros de color azul claro, muy ajustados, con los bajos remangados y una camisa de jugar a los bolos. Aquella combinación, pensó Pete, le daba cierto aspecto de James Dean de los años cincuenta que le parecía muy sexy. La comida era soberbia y Pete no escatimó en halagos. Bob se rio al ver que Mike se sonrojaba, complacido.

Te das cuenta de que es lo único que sabe cocinar, ¿verdad? ¡No podemos elogiar demasiado a don Perfecto, o creerá que todos tenemos que rendirnos a sus pies!

Pete se echó a reír, pero estaba tan fascinado con Michael que todo lo que hacía le parecía simplemente perfecto. Mike miró a Pete, que estaba enfrente de él, y sonrió. «Podría ser este», pensó, de pronto. «Podría ser así de feliz todo el tiempo».

—Bueno —dijo Bob, mientras se levantaba de la silla—, estaba delicioso, Mike. Gracias. Oye, sabes que me quedaría para ayudarte a limpiar y todo eso… —Pero se fue dando un portazo.

Mike miró a Pete.

—Había hecho postre, pero…

—Puede esperar, ¿no? —susurró Pete—. ¿Por qué no me enseñas la habitación?

Se levantaron tarde el domingo por la mañana y Pete propuso quedar con sus amigos en Georgetown para almorzar. Cuando llegaron, ya había un montón de tíos y entraron entre un coro de silbidos de admiración. Pete estaba encantado de que su pareja fuera ya la comidilla del grupo.

Para Navidad y Fin de Año, alquilaron una casa de campo en las afueras de Shepherdstown, en Virginia Occidental, con nieve en el jardín y chimenea en el salón. Hicieron senderismo por las colinas bajo el cegador sol de invierno y patinaron sobre el río Potomac, que estaba helado. Por las noches, Mike preparaba vino caliente con especias y elegía la música de acuerdo con su estado de ánimo, luego apagaban el radiocasete y se quedaban el uno en los brazos del otro, bebiendo en silencio. En Nochebuena fueron a cantarles villancicos a los vecinos de la granja que había carretera arriba y los invitaron a entrar. A media noche dijeron que se tenían que ir, pero la invitación de volver al día siguiente para la cena de Navidad fue irresistible.

A la cena asistieron doce personas, entre ellos una pareja de ancianos a los que presentaron como el señor y la señora Shepherd. Henry Shepherd era un hombre de rostro rubicundo y carácter jovial. Su esposa era una belleza sureña que se había criado cultivando orquídeas en Charleston, y su hija, Sally, de treinta y pocos años, era preciosa.

Tras unas cuantas copas de vino, Mike se sentía alegre.

—Vaya coincidencia, ¿eh? Ustedes se apellidan Shepherd y viven en Shepherdstown. ¿Influyó eso en que se mudaran aquí?

Para su sorpresa, toda la mesa se echó a reír.

—Bueno, a decir verdad —dijo Sally, con una sonrisa tímida—, ya estábamos aquí antes de que Shepherdstown existiera. Somos la undécima generación de los Shepherd: fue mi tataratatarabuelo quien fundó este lugar.

—Sí, sí —bramó Henry Shepherd—. Thomas Shepherd llegó aquí en 1734. Construyó Bellevue, la casa en la que nuestra familia lleva dos siglos viviendo.

—Es una casa preciosa —dijo la señora Shepherd con dulzura, sonriendo a Mike y a Pete—. Deberían venir a verla algún día.

—Los Shepherd son el corazón y el alma de la sociedad de Shepherdstown —dijo otro vecino.

—Vamos, George, déjalo —dijo Sally, sonriendo.

—Es verdad, es verdad —comentó Henry—. Y, mientras el resto del mundo se empeña en destruirse, lo que tenemos en Shepherdstown es una verdadera comunidad. Somos buenos vecinos —aseguró, golpeando el mango del tenedor contra la mesa para enfatizar sus palabras—, leales y corteses.

Pete alzó la copa.

—¡Por Shepherdstown y su espíritu de comunidad! No puedo agradecerles lo suficiente que nos hayan invitado.

—Bueno, bueno —bramó Henry—. Es un placer tener a unos muchachos tan bien parecidos en el vecindario, ¿eh, Sally? —El hombre se volvió hacia su hija y le dio un codazo. Sally se ruborizó.

La señora Shepherd posó una mano sobre el brazo de su marido.

—Venga, Henry —murmuró con cariño.

Mike miró a los ojos a Sally y ambos se echaron a reír.

Gerry Hauer había pasado las vacaciones de Navidad con su familia, pero era de los que se llevaban el trabajo a casa. En cuanto regresó a la Casa Blanca, le preguntó a su secretaria qué había hecho con el informe de Los Ángeles que habían recibido hacía algún tiempo sobre el misterioso brote de neumonía, pero ella respondió que debían de haberlo archivado en algún sitio, porque no lo encontraba.

Hauer se encogió de hombros y fue hacia el teléfono para llamar a su jefe, William Bennett.

—Bill —le dijo—, ¿has visto el número de diciembre del New England Journal of Medicine? ¿No? Bueno, yo lo leí en Navidad. Viene un estudio de esa nueva enfermedad de los homosexuales de la que dieron parte en California y ahora también en Nueva York. Al parecer, han documentado cuarenta y un casos, y ocho de los afectados ya han fallecido. Veamos… —dijo, mientras pasaba las páginas—. Vale, aquí está: «Veintiséis de los casos presentaban sarcoma de Kaposi, un tumor maligno poco común en Estados Unidos […]. Diarrea persistente, lesiones cutáneas o de las mucosas, ronchas a menudo azul oscuro o violáceas y nódulos», perdona los detalles asquerosos, «toxoplasmosis necrotizante del sistema nervioso central, candidiasis, meningitis criptocócica…». Ah, sí, aquí está el párrafo: «La causa de la aparición de estas enfermedades poco comunes sigue siendo incierta. Es probable que los varones jóvenes homosexuales sexualmente activos sean reinfectados con frecuencia debido a la exposición al semen y a las heces de sus parejas sexuales. Dicha reinfección —antes de recobrarse de la disfunción inmune celular inducida por la infección previa— podría posiblemente llevar a la abrumadora inmunodeficiencia de la que estamos siendo testigos. Todos los pacientes que sobreviven siguen teniendo un grave síndrome debilitante…», bla, bla, bla. ¿Qué te parece, Bill? Es como si se estuvieran contagiando la peste los unos a los otros metiéndose las pollas por ya sabes dónde.

A finales de enero, Mike quedó para comer con Susan Kavanagh con un millón de historias sobre las dos semanas que había pasado viviendo con Pete en Navidad. Ella sonrió al percibir el entusiasmo en su voz.

—¡Michael Hess! Corrígeme si me equivoco, pero creo que podrías estar enamorado.

Mike la miró con cara de «¿Quién? ¿Yo?» y le enseñó una foto en la que salían los dos juntos.

—¿Qué te parece? Es mono, ¿verdad? Y bastante deportista: juega al voleibol, va a nadar, le encanta montar a caballo… ¡Tiene un cuerpo de escándalo!

Susan sonrió y movió las cejas.

—¡Es guapísimo, Mike! Pero hay algo más que atracción física, ¿verdad?

—¡Bueno, desde luego él está locamente enamorado! —exclamó Mike, y se rio de su propio engreimiento—. Y yo también tengo un buen presentimiento sobre esto. Vivir con él en Virginia Occidental me ha hecho pensar que tal vez podríamos estar juntos a largo plazo. De hecho… Estoy pensando sugerirle que nos vayamos a vivir juntos.

—Eso es genial, Mike. Me parece genial. Supongo que solo tienes que asegurarte de que eso no lo eche a perder todo, como sucedió con Mark. Todavía lo veo de vez en cuando, ¿sabes?

—Ah —se limitó a responder Mike—. ¿Y cómo está?

—A punto de graduarse en la facultad de Derecho. Le han ofrecido trabajo en Filadelfia —dijo Susan, jugueteando con la comida—. Creo que ya lo ha superado, Mike, pero en su momento estuvo hecho polvo. Hay un hombre nuevo en su vida: Ben Kronfeld. Trabaja para el Gobierno, es muy simpático. Pero lo que quería decir es que… ¿No sigues viendo a ese tío de Manhattan, verdad? ¿Al que causó todos los problemas?

—¿A Harry Chapman? Ya no quedo con él, no. Pero recibí una carta suya hace un par de semanas y… —Mike vaciló—. Creo que debería escribirle. Dice que está bastante enfermo, que tiene una cosa que se llama sarcoma de Kaposi.