1973
Mike se quedó en Florida para su vigésimo primer cumpleaños y Doc y Marge invitaron a algunos vecinos a tomar algo alrededor de la piscina. Mientras el sol y el tequila iban relajando a los invitados y soltándoles la lengua, Mike jugaba con su sobrinito. Le estaba haciendo cosquillas y se reía mientras Nathan se retorcía y se desternillaba alegremente entre sus brazos. Se imaginaba el amor que un padre debía de sentir por su hijo.
Mientras se ponía el sol, Doc golpeó con un cuchillo el lateral de su copa y pidió silencio. Mike y Mary se miraron. Durante años, se habían mordido los labios cuando Doc insistía en amenizar las cenas con sus chistes: sus bromas eran racistas, misóginas y homófobas, pero así eran las cosas, y se limitaban a encogerse de hombros y dejarlo pasar.
—Atención todo el mundo —exclamó Doc, mientras golpeaba la copa un par de veces más—. Hoy estamos aquí por una razón y solo por una razón: para brindar por el éxito de mi cuarto hijo, Mike, nuestro único hijo importado.
El público se revolvía inquieto mientras Doc contaba la historia de los orígenes irlandeses de Mike, seguida de un chiste sobre la costumbre de beber de la gente de Irlanda y sobre papanatas que hablaban con fingido acento irlandés, antes de dirigirse inexorablemente hacia su repertorio de historias despectivas y condescendientes sobre negros.
Sentado en la esquina del jardín que rodeaba la piscina, Mike se sentía furioso y avergonzado. Si no hubiera sido su cumpleaños, habría sido diferente, pero le daba la sensación de que el discurso de Doc se reflejaba sobre él y podía ver por la expresión de otras personas que no era el único al que molestaban aquellos chistes.
—Oye, Doc —gritó, en el tono más educado que pudo—. Lo siento, pero… no creo que sea el momento adecuado para ese tipo de cosas.
Se hizo el silencio. Mary contuvo el aliento y Marge miró ansiosa a Doc. Pero Doc se limitó a sonreír un poco fríamente y levantó la copa.
—Bueno, como iba diciendo, estamos aquí para brindar por mi hijo, Mike. A tu salud, Mike.
Todo el mundo alzó las copas y Mike sonrió, pero, cuando la fiesta estaba llegando a su fin y la gente empezaba a despedirse, Doc se le acercó furtivamente y se inclinó hasta casi tocarle con los labios la oreja.
—Solo voy a decir esto una vez, así que escúchame bien: esta es mi casa y esas personas son mis invitados. Así que, cuando quiera dar un discurso, lo daré, y cuando quiera contar unos chistes, contaré unos malditos chistes.
Alertado por la dureza de la voz de Doc, Mike dio media vuelta y se fue. El corazón le martilleaba de rabia contenida.
Al día siguiente, se quedó en su habitación. Estaba poco sociable e irritable. Era como si se hubiera pasado la vida consintiendo a Doc, dejándole seguir adelante con sus ofensivos comentarios y sus puntos de vista autoritarios, y ahora se sintiera un cobarde por haberlo hecho.
Pero había algo más. Aquella era la primera vez que estaba con su familia desde que había sucumbido a las exigencias de su sexualidad y tenía la rara sensación de que estaba hecho de cristal. Las imágenes de los actos oscuros que había llevado a cabo y de los lúgubres lugares en los que había estado ardían de forma constante y gráfica en su mente, de forma tan gráfica que tenía la sensación de que los demás se lo notaban en la cara. En el formal marco doméstico de la casa de sus padres, los recuerdos de sus encuentros sexuales adquirían un tono de depravación que le inquietaba.
Mike estuvo taciturno durante la cena. Intentó ser amable y solícito con Marge, pero la discusión con Doc todavía se palpaba en el aire. Ambos tenían todavía cosas que decir; los dos sentían que el otro se había salido con la suya en algo. Doc estaba leyendo en voz alta el Miami Herald y no paraba de hablar del precio de la gasolina, de los «malditos árabes» y de que Nixon «debería darles una lección». A Mike siempre le habían molestado las opiniones republicanas de derechas de Doc y ahora se sentía vulnerable y agresivo, estaba convencido de que se refería a él constantemente y veía reproches ocultos en todo lo que decía. «Lo está haciendo aposta, me está provocando», pensaba Mike enfurecido, pero mantuvo la boca cerrada y siguió mirando su cena en silencio.
—Ah, Doc, quería preguntarte una cosa: ¿podrías llevarnos a Mary y a mí al pediatra mañana por la mañana? —preguntó Marge, mientras servía por segunda vez a su marido—. La voy a llamar después de cenar para quedar.
—Esa maldita niña y su bebé, siempre la estás mimando —gruñó Doc, que se sorprendió al ver a Mike levantarse de un salto y dar un puñetazo en la mesa.
—¡Tú eres el bebé, Doc! Por Dios, mírate. ¡Te miman más que a nadie y eres un adulto! ¡Así que no vuelvas a llamar a mi hermana «esa maldita niña» y deja de joder a mamá solo porque la quiere y quiere cuidarla! ¡Tienes que empezar a tratar a la gente con más respeto!
Doc estaba boquiabierto. No pretendía ofender a nadie, simplemente era su forma de hablar, pero él también tenía resquemores que quería poner sobre la mesa.
—La verdad es que no tengo muy claro que estés cualificado para darme lecciones, jovencito. No te veo ofrecerte como voluntario para ayudar a tu familia. De hecho, ahora no te vemos nunca. Simplemente vas a lo tuyo y piensas en ti mismo, y ahora que estás en la universidad crees que eres demasiado bueno para nosotros, ¿no?
—¡Ja! —replicó Mike—. ¡Eres tú el que nunca piensa en los demás! Estás tan inmerso en tu pequeño universo de problemas prostáticos, intolerancia y presidentes corruptos que nunca te paras a pensar cómo nos sentimos los demás. Tratas a mamá como a una esclava, le das órdenes a todo el mundo, te comportas como un dictador nazi y lo más triste es que has dejado clarísimo desde el principio que nunca nos has querido ni a Mary ni a mí.
Marge dejó escapar un sollozo y Mike se arrepintió inmediatamente de su arrebato. Incluso mientras estaba hablando, se daba cuenta de que estaba diciendo cosas que no podían dejar de ser dichas. Doc se puso a bramar algo sobre hijos ingratos y falta de respeto, pero Mike estaba en un estado de pánico mucho más profundo e intentaba frenéticamente evaluar el daño que había causado, espantosamente consciente de los retorcidos impulsos que lo habían empujado a ello. Marge se estaba sonando la nariz, le temblaba todo el cuerpo y Mike se odiaba por el lío que había organizado.
—Espera, Doc —dijo Mike, mientras le ponía una mano en el brazo—. Lo siento. Sé que estoy equivocado. Lo siento de veras. Es culpa mía.
Y, dicho eso, salió corriendo de la casa.
En el taxi, de camino a Don Cesar, reflexionó sobre los hechos que le habían llevado a aquella discusión. Creía que la pelea con Doc tenía algo que ver con el hecho de que el ataque era la mejor defensa. La sensación de que no tenía razón le había hecho saltar. Pero ¿hasta qué punto estaba equivocado?
Las casas de Gulf Boulevard pasaban como flechas. Las ventanas iluminadas y los acogedores cuartos de estar hablaban de familias felices, algo de lo que él, Michael Hess, estaría para siempre excluido. Iba a la deriva, luchando por encajar su nueva sexualidad en su viejo e inhibido mundo. Su vida secreta le daba desventaja, le hacía sentirse culpable, como al niño cuyo mayor miedo era decepcionar a sus padres. Se sentía culpable delante de Doc y se odiaba por ello.
El taxi llegó al Pink Palace y Mike se bajó, sin tener muy claro por qué había ido allí, además de porque era una vía de escape de las tensiones de la casa. El Don era el hotel más antiguo de St. Pete y de sus paredes de color rosa emanaban estabilidad y consuelo: justo lo que Mike ansiaba. Mientras pisaba los suelos de mármol de la recepción, pensó que pertenecer a algo era importante, a algo establecido y sólido. La sensación de exclusión que tenía como huérfano se veía duplicada por ser un hombre gay y Mike todavía estaba intentando asumirlo. Tal vez esa era la razón por la que le ofendían las opiniones republicanas de Doc, sus insignificantes certezas burguesas, su natural y ufana masculinidad. El pobre, intolerante e ignorante Doc representaba todo lo que Mike no era.
Aquel odio hacia sí mismo le resultaba demasiado familiar y, de pronto, le pareció trivial e irritante. Fue hasta el bar y pidió un whisky. La sala se veía prácticamente vacía, pero estaba abierta a la zona de la piscina, que se hallaba cercada y débilmente iluminada. Mike respiró hondo el aire de la noche. «Estoy bien», se dijo.
Había unos cuantos tipos merodeando por las tumbonas de alrededor de la piscina, vestidos con pantalones cortos y polos, y Mike, experto en leer las señales, le sonrió a uno de ellos y le preguntó si podía sentarse.
—Claro —respondió el hombre, sonriendo. Charlaron durante algunos minutos y Mike recorrió su cuerpo de arriba abajo. Estaba bronceado y un poco calvo, el pelo del pecho le asomaba por encima del cuello de la camisa, no tenía el torso musculoso, pero tampoco flácido, y sus manos parecían bien cuidadas.
—¿Tienes algún plan para esta noche? —preguntó Mike.
El hombre ladeó la cabeza.
—Claro. Conozco un motelito sobre el puente de Gulfport. Si estás interesado…
Se sonrieron el uno al otro, firmando un acuerdo silencioso, y se levantaron al unísono. Mike le tendió la mano con una sonrisa abochornada.
—Soy Mike, por cierto —dijo. El hombre se rio.
—Y yo Paul. Encantado de conocerte.
Mike se fue mientras el tipo todavía dormía. Estaba aturdido y se tambaleaba —habían compartido una botella de Jack Daniel’s— y, de pronto, se le ocurrió que debía llegar a casa antes de que sus padres se despertaran. Pero, cuando el taxi se detuvo delante a las seis menos cuarto, Doc ya estaba rondando por la terraza chupando un puro.
—¿Qué horas son estas, jovencito? —sermoneó su padre mientras Mike recorría a trompicones el camino de entrada—. ¿Dónde has estado hasta ahora?
Mike se obligó a mirar a los ojos a su padre y rezó para que el hedor del puro disimulara el olor a alcohol de su aliento.
—Había quedado con unos tipos para ver el partido. Ya sabes cómo son esas cosas.
Pero Doc no estaba nada convencido. Olía el whisky en el aliento de Mike y veía el rubor de sus mejillas. Preguntó con insistencia y reforzó las preguntas con una amenaza de castigo si su hijo no le contaba la verdad.
—Cuéntame, Mike, ¿a qué tipos conoces aquí? ¿Dónde has pasado la noche? ¿Qué has estado haciendo?
La instintiva sumisión de Mike y su miedo innato a ganarse la antipatía de la gente lo empujaban a ser amable aunque, si algo tenía claro, era que no iba a confesar la verdad.
—Oye, siento de verdad haber vuelto a casa tan tarde. Sabía que mamá y tú estaríais preocupados, por eso quería volver antes de que os despertarais, eso es todo. Lo siento. Lo único que quiero es darme una ducha y volver a la cama un par de horas, ¿vale?
Cerró las persianas del cuarto y se quedó tumbado en la oscuridad, atenazado por el temor inexorable de que Doc supiera exactamente dónde había estado y qué había estado haciendo.
Las cosas se calmaron hacia el final de las vacaciones. Marge hizo de mediadora, como siempre, y fue ella la que sacó el tema del futuro de Mike: si se iba a graduar antes de tiempo, tenía que decidir qué quería hacer a continuación. Mike dijo que quería estudiar Derecho —había estado haciendo cursos preparatorios en Notre Dame—, pero la cuestión de la universidad a la que iría todavía estaba por resolver. Doc fue categórico.
—Para estudiar Derecho, tienes que ir a la universidad de Iowa —declaró, como si estuviera anunciando una verdad universalmente conocida—. Muchos miembros célebres de la familia Hess han pasado por su facultad de Derecho y el apellido hará que seas bien recibido por la flor y nata de la universidad, lo cual es un factor muy importante para obtener el tipo de título que necesitarás en ese negocio.
Mike se enfureció. Doc siempre le estaba diciendo lo que tenía que hacer, intentando gobernarle la vida.
—No quiero volver al Medio Oeste —dijo en el tono más calmado que pudo—. Quiero ir a una de las grandes facultades del Este. Ya me he puesto en contacto con algunas de ellas.
—¿Qué? —bramó Doc.
Marge lo interrumpió con una sonrisa de súplica.
—Venga, chicos. Tiempo muerto, tiempo muerto. Voy a hacer un poco de café. Será mejor que nos calmemos y hablemos de esto como…
—¿Que ya te has puesto en contacto con ellos? ¿Sin decirnos nada? ¿Sin pedirnos permiso? —Doc se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación—. ¡Sería una locura que te fueras hasta el Este, donde nadie te conoce y nadie se preocupa por ti! ¡Lo único que conseguirías sería acabar teniendo una educación peor que la que te habrían dado en Iowa!
Los dos hombres se miraron fijamente. A ambos les hervía la sangre de resentimiento por las anteriores escaramuzas, y la conversación, que en otro momento habría acabado con un sensato acuerdo, degeneró en una feroz discusión.
—Quiero ir al Este —repitió Mike y Doc se volvió loco.
—¡Maldito niño! —gritó, barriendo el cenicero de peltre de la mesa con un movimiento del brazo—. Escúchame bien. Si yo digo que irás a Iowa, irás a Iowa. ¡O vas adonde yo te diga o no irás a ninguna parte!
Mike se quedó estupefacto, pero el ímpetu de la pelea lo empujaba hacia delante y no fue capaz de echar el freno.
—¿Qué quieres decir, Doc? ¿Que no me pagarás los estudios a menos que vaya a tu preciosa Iowa? —Mike se levantó y frunció el ceño—. ¡Muy bien! ¡Si es así, que te jodan! ¡Lo haré yo solo!