CUATRO

Roscrea

En las semanas posteriores al nacimiento de Anthony, Philomena empezó a ver la verdadera cara de la vida en la abadía de Sean Ross, que no era precisamente feliz.

Como la mayoría de los hogares irlandeses para madres solteras, estaba al lado de un convento mucho más antiguo. Cuando este fue adquirido por las hermanas de los Sagrados Corazones de Jesús y María en 1931, Sean Ross pasó a ocupar una imponente mansión georgiana con extensos campos y un jardín amurallado. En sus terrenos, todavía estaban en pie los restos de un monasterio medieval, y un pequeño y pulcro cementerio albergaba el último lugar de descanso de un puñado de monjas. Las madres y los bebés que morían allí eran enterrados en tumbas anónimas, en un camposanto contiguo del que nadie se ocupaba.

Al lado del convento —aunque, sin duda, parecía un universo aparte—, había otro edificio más oscuro, de líneas austeras y vulgar cemento gris. La visión de la Iglesia del lugar donde las mujeres pecadoras debían residir no atendía a razones de comodidad o belleza. En el corazón de la construcción, se encontraban los dormitorios: uno para las madres que estaban en capilla, otro para las que acababan de dar a luz, y varias habitaciones para aquellas cuyos hijos estaban siendo criados en la guardería contigua.

Como sus compañeras, Philomena estaba destinada a recorrer aquellos tres dormitorios, a ser una más entre las decenas de muchachas alojadas durante tres años en camas individuales de hierro, alineadas al pie de largas paredes pintadas de color crema, con sábanas blancas almidonadas en los colchones e imágenes de Nuestra Señora sobre sus cabezas. En cada extremo de la sala, había una ventana cuadrada, pero estaban tan altas que, incluso cuando el sol brillaba, el lugar permanecía en penumbra.

Las chicas abandonaban su propia ropa el día que llegaban a la abadía de Sean Ross. Durante el resto de su estancia allí, vestían toscos uniformes de mahón, una especie de amplios blusones que disimulaban sus barrigas hinchadas, vergonzosa evidencia de su pecado. Les daban pesados zuecos de madera que les herían los pies. Les rapaban el pelo para evitar las liendres y les cubrían la cabeza con casquetes de ganchillo. Philomena había llevado el cabello negro peinado con raya al lado y las puntas se le habían curvado bajo la barbilla de forma delicada, pero ahora lo tenía corto y erizado como las demás.

A las chicas se les prohibía hablar entre ellas y se les pedía que no revelaran su verdadera identidad, ni siquiera su lugar de procedencia. Sus vidas en aquel lugar estaban envueltas en secreto, soledad y vergüenza. Habían sido «internadas», como todos decían, para evitarles la vergüenza a su familia y a la sociedad. Muy pocas recibían visitas de sus parientes, prácticamente ninguna. Los padres de los bebés nunca pasaban por allí.

Los dormitorios cobraban vida cada mañana a las seis, cuando alguna empleada laica encendía las luces y les gritaba a las muchachas que salieran de la cama. A las que no respondían, unas manos duras les arrancaban las sábanas y las sacudían por los hombros. Se las llevaban a la guardería para que se ocuparan de sus bebés y luego a la misa de ocho: un centenar de chicas esqueléticas, embarazadas o recién paridas, arrastraban los pies por oscuros pasillos para llegar a la capilla del convento. Cada mañana, una o más se desmayaba durante la comunión, lo que se consideraba insubordinación deliberada merecedora de castigo.

Después de la misa, las ponían a trabajar. Se les asignaba una de las siguientes tareas: preparar la comida en la cocina del convento, cuidar a los bebés y a los niños en la guardería o trabajar en la lavandería de la abadía. La cocina era la más deseada: el trabajo era duro y las horas se hacían interminables, pero las muchachas podían complementar las exiguas raciones de comida que recibían hurtando algunos restos. El trabajo de las chicas de la guardería era supervisado por hermanas enfermeras con largas sotanas blancas y por personal laico contratado por las hermanas. Trabajaban día y noche, lavando y cambiando a los bebés y cerciorándose de que sus madres los alimentaran. Para ahorrar en papillas, las monjas insistían en que las madres les dieran el pecho al menos un año, y normalmente durante más tiempo.

La lavandería era el emplazamiento menos popular y el que le fue asignado a Philomena. Cada día, después de la misa, se dirigía con el resto de las chicas de la lavandería a aquellas sofocantes y oscuras salas donde tanques llenos de agua hervían sobre fuegos de coque y sudorosas mujeres llevaban montones de sábanas, los hábitos de las monjas y los uniformes de las internas, para que fueran lanzados al agua borboteante. Durante horas seguidas, removían los tanques humeantes con palos de madera y manejaban las sábanas mojadas con unas manos que acababan volviéndose ásperas y se llenaban de ampollas.

Las hermanas recibían ropa para lavar del pueblo de Roscrea y de otras villas aledañas, de hospitales e internados estatales. Pocos de los que enviaban la colada a Sean Ross podían haber imaginado las infernales condiciones de trabajo. Las monjas les decían a las niñas que frotar, remojar y planchar simbolizaba la limpieza de la mácula moral de sus almas, pero además era rentable para el convento: podía ser que la Iglesia estuviera salvando almas, pero no le hacía ascos a ganar dinero.

El turno matinal en la lavandería duraba hasta el breve descanso de la comida, momento en que a las madres les permitían ver a sus hijos. Luego venía otro turno y las tardes se pasaban limpiando y haciendo otras tareas rutinarias por el edificio. La hora de después de cenar se reservaba para hacer punto y coser. Las muchachas tenían que confeccionar la ropa que llevaban sus hijos y muchas se convertían en consumadas costureras. No había ni radio ni libros, pero a las chicas les dejaban sentarse en la guardería con sus bebés o en la sala común con aquellos que eran algo mayores. Aquella hora, la hora que la mayoría esperaban ansiosamente, era la que les permitía estar cerca de sus niños y establecer el vínculo que uniría a madre e hijo durante el resto de sus vidas. Permitir que dicho amor floreciera parecía aún más cruel que arrebatarles a los bebés al nacer.