CINCO

1982

Los fondos para el departamento de reordenación del Partido Republicano habían llegado y decidieron que Michael Hess se hiciera cargo de ellos. Solo llevaba trabajando para el comité republicano un año, pero había ascendido tan rápidamente que ya lo consideraban veterano. Tenía empleados más inexpertos a su cargo y la gente le preguntaba y tenía en cuenta su opinión sobre temas de Derecho Constitucional.

Mike, Roger Allan Moore y Mark Braden eran considerados los intrépidos mosqueteros republicanos, que se batían en nombre de los intereses del partido en los tribunales de todo el país e ideaban argumentos legales cada vez más ingeniosos para luchar por sus derechos electorales. Quedaban todas las tardes para tomar algo y rivalizaban como adolescentes competitivos, disfrutando del desafío intelectual de encontrar respuesta a lo que fuera que sus oponentes les lanzaran.

Mike seguía manteniendo su inclinación sexual en secreto. Roger y Mark eran hombres de familia, tenían fotos de sus hijos sobre la mesa, pero no le hacían preguntas comprometidas a Mike y no hacían referencia a su vida privada. Los compañeros más cercanos de Mike eran gente educada y civilizada que no simpatizaba personalmente con la paranoia homófoba que el partido estaba sembrando por todo el país. A aquellos niveles, en la directiva, se entendía que las campañas en contra del aborto y de la igualdad de los derechos para las mujeres y los homosexuales eran, simplemente, cosas útiles: mantenían a la derecha religiosa contenta y atraía a los paletos fanáticos.

Mike era consciente de aquella hipocresía y se autoconvencía de que la entendía. Los tipos que constituían la plataforma del partido tenían un único objetivo: hacer que votaran a los republicanos donde y cuando fuera posible y, si una política que trataba de forma injusta a las minorías les proporcionaba el voto de las mayorías, sería la que adoptarían. Aparte de una pequeña camarilla de verdaderos creyentes extremistas y fanáticos, la gran mayoría de los asalariados que gestionaban el Partido Republicano eran pragmáticos en lo que a la reelección se refería.

Una mañana de marzo, Roger Allan Moore llamó a la puerta de Mike y le dijo que tenía un mensaje de Gerry Hauer.

—Lo que quiere, al parecer, es, hum, una copia de la legislación antisodomita del distrito. Sé que estás ocupado con lo de Davis contra Bandemer, por supuesto, pero me preguntaba si no te importaría… —Mike levantó la vista hacia la alta figura que daba vueltas por su oficina y notó que lo invadía el afecto. Roger podía haber localizado la legislación por sí mismo, pero aquella era una forma discreta de alertar a Mike de que se había puesto en marcha algo de lo que debería estar al tanto—. Hum, sí —continuó Roger—. Al parecer la Casa Blanca ha estado hablando con el reverendo Falwell y con su, hum, gente de la Mayoría Moral sobre ello y, bueno, ya sabes…

—Sí, Roger. Gracias por ponerme al…

—Sí, sí —lo interrumpió Roger. Era obvio que había algo que quería verbalizar, pero le estaba resultando difícil expresarse—. Tiene que ver con la campaña de revocación, desde luego. La legislación es una herencia disparatada de los republicanos del siglo XVII. Ha sido una bendición para los chantajistas y para la policía que quería coaccionar a los gais durante demasiado tiempo. Los jefes también usaban los cargos por sodomía para despedir a la gente. Por mí, podían revocar esa mierda, pero no creo que vaya a ocurrir… —Mike levantó la vista para mirar a Roger e intentó leer lo que decían sus ojos—. No. Hum, será poco probable que la revoquen, porque el reverendo ha armado un escándalo en contra de ello y parece que la administración va a apoyarlo.

Mike asintió y, esa vez, Roger le dejó hablar.

—Gracias, Roger. Está bien saberlo. Buscaré la legislación y se la enviaré al señor Hauer.

Roger estaba a punto de irse cuando sufrió un repentino y violento ataque de tos. Mike se apresuró a ayudarlo y vio que tenía sangre en las comisuras de los labios.

—Dios mío, Roger, ¿estás bien? ¿Qué te pasa?

—No es nada. Nada de nada —le aseguró Roger, ahogando la tos—. Aunque me preguntaba, ya sabes, si no somos todos un poco culpables, tú y yo incluidos, de entregarnos ciegamente a mantener el partido en el poder sin pararnos a pensar qué es exactamente lo que estamos manteniendo en el poder. Recuérdame que te hable algún día de Chaim Rumkowski, ¿quieres?

Y, dicho eso, desapareció por la puerta.

En el verano de 1982, a Pete Nilsson le ofrecieron un trabajo en el departamento de marketing de la Asociación Nacional de Restaurantes. El contrato que tenía con su antigua empresa lo obligaba a tomarse dos meses libres antes de ocupar el nuevo puesto y decidió aprovecharlos para ir a visitar a su familia, a la Costa Oeste. Sería el período más largo que Pete y Mike pasarían separados en muchos meses y llegaba en un momento en el que los dos se estaban planteando muy seriamente su relación. Justo antes de que Pete se marchara, Mike le preguntó si le gustaría irse a vivir con él al piso del edificio Wyoming cuando volviera. Pete intentó contener la emoción.

—Es una posibilidad, Mike. Definitivamente, es una posibilidad. Aunque, la verdad, me daría un poco de pena dejar mi casa de Hill. ¿Sabes qué te digo? A los dos nos encantó Shepherdstown, ¿no? Si encuentras una casa de campo para nosotros en Virginia Occidental, ¿qué te parece si dejo mi casa de Washington y nos repartimos para pasar los días laborales en tu piso y los fines de semana en el campo? —propuso Pete, dejando de fingir indiferencia—. Sería genial, Mike. Podría conseguir algunos caballos y podríamos tener perros… Y piensa en todas las fiestas que daríamos allí. Seríamos terratenientes e invitaríamos a la gente a nuestra propiedad en el campo.

Pete se parecía tanto a un niñito emocionado, que Mike no pudo evitar echarse a reír. Decidió que encontraría la casa de campo más bonita de Virginia Occidental, con rosas alrededor de la puerta.

Mientras Pete estaba fuera, Mike viajó a Shepherdstown y quedó con Sally Shepherd. En la cafetería de la calle German, le explicó con cautela que él y Pete eran pareja.

Sally se rio.

—¿Crees que no lo sabía? No todos somos unos pueblerinos, por aquí. O, al menos, no tan inocentes como mi querido padre.

—Bueno, no es algo que queramos pregonar, la verdad. —Mike se quedó callado cuando la camarera apareció para llenarles de nuevo la taza de café—. Puede ser difícil, en el mundo en que trabajo. Pero, de todos modos, nos encantó el tiempo que pasamos aquí y estamos pensando en buscar una casita para comprarla. Supongo que tú no…

Sally ni le dejó acabar la frase.

—¡El sitio perfecto! ¡Conozco el sitio perfecto para vosotros! ¡Hay una casa de campo cerca de la finca que está libre y podéis comprarla por cuatro perras, o por dos! ¿Qué te parece?

—Me parece… maravilloso.

Bellevue, la gran casa donde Sally vivía con sus padres a un kilómetro y medio del pueblo, era una antigua mansión de estilo colonial situada en lo alto de una colina rodeada de árboles altos, con un bonito porche orientado hacia el sur y balcones de hierro fundido. Toda la propiedad estaba llena de árboles y se encontraba en un meandro del Potomac. La casa de campo era mucho más modesta, pero tenía cuatro habitaciones y unas vistas impresionantes del río. Estaba lo bastante alejada de Bellevue como para tener privacidad, pero lo bastante cerca como para no sentirse aislados.

A Mike le encantó desde el principio y abrazó a Sally, encantado.

—¡Compórtese, señor Hess! —dijo ella, riéndose, mientras le devolvía el abrazo—. O mi padre reservará la iglesia y el hotel para el convite nupcial antes de que puedas decir: «Sí, quiero».

Aquella noche cenaron con los padres de Sally, que estaban encantados con la idea de que los chicos se mudaran a la casa de campo.

—Déjamelo a mí —dijo Henry—, conozco a todo Shepherdstown. ¡Te conseguiré la mayor ganga que hayas visto en la vida!

Una semana más tarde, Mike voló a California para pasar una semana con Pete y su hermana Diane en la cabaña que tenía la familia Nilsson en las montañas, cerca del lago Tahoe. Llevó fotos de la casa de campo de Shepherdstown y los tres se pasaron la noche maravillados por la buena suerte que habían tenido al encontrar una vivienda tan preciosa para vivir y la vida tan increíble que tendrían Pete y Mike una vez se instalaran allí. La casa de campo incluía una serie de cobertizos —un granero, un silo y el espacio suficiente para los establos de los caballos— y estaba a quince minutos en tren desde Washington, a lo que había que sumar un cómodo viaje en coche de veinte kilómetros desde Harper’s Ferry.

—… así que podemos dejar el viejo Fiat en la estación de tren de Harper’s Ferry, irnos a la casa de campo todos los viernes al salir de trabajar y coger el primer tren de la mañana los lunes —anunció Mike.

Esa noche, charlaron durante horas.

—Muy bien, señor Michael Hess, háblenos de los antepasados irlandeses que ha mencionado —dijo Diane.

Mike se recostó en el sofá y puso las manos detrás de la cabeza. Pete sirvió whisky para los tres y Mike les contó la historia de Marge y Doc, de que querían una niña pequeña en los años cincuenta y de cómo Marge había ido a Irlanda a buscar a Mary.

—… pero cuando Marge fue a verla al orfanato, Mary solo hablaba con ese niñito llamado Anthony. Donde iba Mary, iba Anthony y, si Anthony no estaba, Mary se encerraba en sí misma. Así que Marge conoció también a Anthony, sin habérselo propuesto, en realidad. Entonces, la noche en que Marge se iba, fue a la guardería a despedirse de Mary. Ella estaba durmiendo, pero el pequeño Anthony estaba de pie junto a la cuna, así que se despidió de él, dio media vuelta y se alejó. Pero él no paraba de decirle: «Adiós, adiós, adiós». Entonces ella se volvió y vio cómo sacudía la mano desde la cuna y fue directamente al teléfono del convento y dijo: «Doc, ¿puedo llevarme dos?».

Pete miró a su hermana y vio que tenía lágrimas en los ojos.

—¿Recuerdas algo de aquel sitio? —le preguntó.

—Bueno, la verdad es que volví una vez y había lugares que recordaba con claridad. Recordaba la guardería, una sala, una escalera, pero de mi madre, nada, lo cual es bastante duro.

Al final de la noche, Pete le preguntó a su hermana qué le parecía Mike.

—Es encantador, Pete, me cae muy bien, pero qué historia tan triste la de Irlanda, ¿no? Es… Parece un tío bastante complicado.

Pete asintió.

—Sí, le afecta muchísimo no poder encontrar a su madre, así que creo que se imagina Irlanda como una especie de paraíso del que ha sido expulsado. Creo que eso le atormenta, pero que también le da seguridad. En realidad, nunca se ha sentido un Hess, así que Irlanda es esa cosa maravillosa e inalcanzable que está ahí fuera y en la que se puede envolver como si fuera una manta calentita.

Dos días más tarde, Mike y Pete decidieron comprar la casa de campo. Aquella fue la confirmación tácita de que, desde aquel momento, eran pareja y se comprometían a largo plazo. En el aeropuerto de San Francisco se abrazaron, se besaron y lloraron.

—Te quiero, Mike —susurró Pete—. Creo que nunca le había dicho esto a nadie.

—Yo también te quiero, Pete. Quiero estar contigo, vivir contigo y envejecer contigo.

En la terminal del aeropuerto, Mike compró un ejemplar del Bay Area Reporter, un periódico gay de San Francisco. Lo abrió en el avión, pero el hombre que iba sentado a su lado vestido de traje y que apestaba a puro no dejaba de mirar por encima de su hombro, así que lo guardó hasta que el tío se quedó dormido. En la primera página venía un artículo que Mike leyó de principio a fin, con creciente alarma.

Una enfermedad desconcertante y generalmente mortal se está cobrando cientos de vidas en la comunidad gay. Hombres gais jóvenes y sanos están muriendo de enfermedades que, normalmente, sus sistemas inmunitarios superarían. Pero hay algo que está permitiendo que esas infecciones inocuas puedan con ellos.

La nueva enfermedad es como una pesadilla —hace que las víctimas tengan hongos alrededor de las uñas y los rostros que en su día fueron hermosos enflaquecen y se cubren de heridas— y no tiene nombre. Los médicos de San Francisco firman los certificados de defunción con las siglas FOD (fiebre de origen desconocido), pero en otros sitios se habla de SKIO (sarcoma de Kaposi e infecciones oportunistas) o IDRG (inmunodeficiencia relacionada con los gais). En el último artículo de la New York Magazine lo llamaban la «peste gay».

Como dice Larry Kramer, los afectados no parecen haber hecho nada que muchos gais no hayan hecho en un momento u otro. Nos horroriza que les esté pasando eso y nos aterroriza que nos pueda pasar a nosotros.

Es fácil asustarse al saber que una sola cosa que hayamos hecho o tomado durante los últimos años podría ser suficiente para que un cáncer crezca en nuestro interior.

Pero esta es nuestra enfermedad y debemos cuidarnos a nosotros mismos y los unos a los otros.

Mike cogió el Washington Flyer desde el aeropuerto de Dulles hasta el centro de Washington y el metro hasta DuPont. Sobre la mesa de la sala de estar, Bob McMullen le había dejado a Mike el correo, en un ordenado montón. Dentro de un gran sobre con el logotipo de una firma de abogados de Nueva York, encontró otro sobre escrito con la letra inconfundible de Harry Chapman: «Para Michael Hess: enviar únicamente tras mi muerte».