CINCO

1973

Cuando volvió a Notre Dame para cursar el último semestre, Mike empezó a lamentar su bravuconería. Se había quedado de una pieza al ver lo que costaban los estudios en las facultades de Derecho de la costa Este y estaba empezando a perder la esperanza de poder matricularse en alguna de ellas sin el apoyo de su familia. Pero una parte de él se regodeaba en el desafío: si Doc creía que era tan inútil que nunca se podría pagar él mismo la facultad de Derecho, le demostraría que estaba equivocado y, pasara lo que pasara, entraría en una nueva era de independencia que lo liberaría de la vieja y debilitadora dependencia de la caridad de sus padres.

Durante los tres meses siguientes, Mike trabajó duro y fue brillante en los estudios. Ya no se atormentaba por las aventuras nocturnas en Chicago y South Bend, y raras veces pagaba ya por sexo. De hecho, en varias ocasiones incluso había aceptado dinero de hombres que se acercaban a él creyendo que era un chapero. La confianza que tenía en su poder de atracción había aumentado: se había percatado de que los hombres miraban con envidia su cuerpo, había empezado a cuidarse más el cabello y en su rostro, más delgado, su gran boca se curvaba con facilidad en una sonrisa deslumbrante.

Por descontado, no se planteaba «salir del armario»: estaban en 1973 y el ambiente reacio a los gais de Notre Dame hacía prácticamente imposible reconocerlo abiertamente; de todos modos, no quería que lo consideraran una reinona afeminada. Había abandonado los pantalones de campana y las flores de su primer año en la universidad y los había cambiado por una forma de vestir más conservadora. Ahora su aspecto era más pijo, tipo Brooks Brothers, con americanas informales, cuellos Oxford con botones, jerséis de punto con ochos, chinos y mocasines, y hablaba con una voz profunda y meliflua que lo definía como un chico serio y reflexivo. No era un atleta, pero tampoco abiertamente marica. «Puede que sea gay», se decía, «pero también soy muchas otras cosas».

El sexo ocasional lo excitaba, pero también tenía necesidades emocionales y, durante el transcurso de ese último invierno en South Bend, empezó a sentir cada vez con más intensidad la necesidad de cubrirlas. Cuando se preguntaba a sí mismo qué le faltaba, se daba cuenta de que, a pesar del gran número de hombres que habían pasado por su vida, estaba solo.

Kurt Rockley no pudo sorprenderse más cuando abrió la puerta y vio a Mike allí de pie con un ramo de flores. Parecía tan atónito que a Mike le dio un ataque de risa.

—Lo siento —dijo, tras recuperar el control de sí mismo—. No era así como pretendía empezar.

Kurt alzó una ceja y esbozó la sombra de una sonrisa.

—¿Y cómo querías empezar?

—Quería… disculparme por el modo en que te he tratado. No pretendía alejarte de mí. Me han pasado muchas cosas —dijo, dándose unos golpecitos en la frente y encogiéndose de hombros—. Supongo que he aceptado… quién soy.

Kurt se hizo a un lado.

—Será mejor que entres. ¿O te encuentras tan a gusto con quien eres que quieres hablar de ello aquí, en el pasillo?

Acompañados por una cafetera de café, se pusieron al día de lo que habían vivido cada uno de ellos desde el beso robado en Florida. Mike admitió las incontables horas que había pasado reproduciendo aquel momento mentalmente, la culpabilidad que el padre Adrian le había hecho sentir en relación con ello y sus incursiones en la calle Rush, algo mucho más reciente.

¿Tú? —exclamó Kurt, y se echó a reír—. ¿Tú en la calle Rush?

Mike también se rio.

—Sí, lo sé. Pero me ha venido bien, de verdad. Ahora lo entiendo: sé que no soy el único hombre gay del mundo.

Kurt inclinó la cabeza hacia un lado.

—No eres el único hombre gay de la habitación, cielo.

Los dos se echaron a reír a carcajadas de nuevo.

—En serio, siento haber actuado así —dijo Mike, mientras posaba una mano vacilante sobre la rodilla de Kurt.

Kurt lo miró, esta vez muy serio.

—Mike, no puedo hacer esto si va a volver a pasar lo mismo. Sabes lo que siento por ti, pero… esos meses no fueron fáciles para mí.

—La cuestión es —dijo Mike, al cabo de un rato— que todavía no sé si puedo tener una relación. Y tú y yo… no podríamos ser nunca solo amantes.

Luego se quedó callado, consciente de que se había expresado fatal, y deseando poder aclararse él mismo. La idea de una relación lo asustaba. Se imaginó el compromiso, las exigencias, los lazos emocionales y la omnipresente amenaza del rechazo, y luego pensó en los chaperos y en los fulanos a los que estaba acostumbrado. «Tal vez te desprecien, pero no podrán herirte».

Estrechó la cara de Kurt entre sus manos y retiró el cabello rubio de aquellos ojos aniñados.

—Es muy difícil resistirse a ti —le dijo con dulzura—, pero será solo una vez, ¿vale? Cuando salgamos de esta habitación, nos olvidaremos el uno del otro

Kurt sonrió con cierta tristeza y se encogió de hombros.

—Supongo que no tengo elección —respondió, y sus labios se unieron a los de Mike.

El tutor de cursos preparatorios de Derecho le dijo a Mike que la universidad George Washington era la mejor opción. Su facultad de Derecho no se encontraba entre las diez mejores, pero estaba bien considerada y las tasas de matrícula no eran demasiado altas. Su ubicación, a solo unas manzanas de la Casa Blanca y relativamente cerca del departamento de Estado, hacía que no se pudiera estar mucho más cerca del centro de poder y, para Mike, aquello era un poderoso incentivo.

En la entrevista, el lugar le había parecido bullicioso y atractivo, y la facultad, acogedora. La Uiversidad George Washington contaba con más de veinte solicitudes por plaza, pero les habían impresionado sus notas de Notre Dame —estaba a punto de graduarse magna cum laude seis meses antes de lo debido— y se sentían dispuestos a aceptarlo en el doctorado de Derecho que empezaba en septiembre de 1974. Cuando Mike les había dicho que pensaba pagarse los estudios él mismo, habían vacilado: las tasas ascendían a más de 4.000 dólares, a lo que había que añadir los gastos de manutención. Tendría que trabajar duro para financiarse. Mike ya había pensado en conseguir un trabajo entre enero y septiembre, y en la oficina de admisión le sugirieron que, una vez en la universidad, se hiciera supervisor residente en una de las residencias de estudiantes. Eso le proporcionaría alojamiento gratuito y le pagaría parte de la matrícula. Mike les dijo que la idea de cuidar a un par de cientos de estudiantes le aterrorizaba, pero que no estaba en posición de rechazarlo, así que firmó la solicitud para convertirse en supervisor residente junto con los papeles de matrícula.

En Navidad, Mike les dijo a Doc y a Marge que no lo verían en un tiempo. Había conseguido un trabajo de vendedor en Procter and Gamble en Atlanta y viajaría por los estados del sur vendiendo productos de limpieza a hoteles y restaurantes. A Marge pareció entristecerle que Mike fuera a estar sin verles tanto tiempo, pero Doc dio media vuelta y abandonó la habitación. Más tarde, intentó hablar con Mike de política, de la crisis petrolera y de béisbol, concretamente del bajón que estaban sufriendo los White Sox. Mike tenía la sensación de que se sentía mal por haberse negado a pagarle los estudios de Derecho, pero Doc no dijo nada que pudiera ser considerado una disculpa o un intento de acercamiento entre ellos y Mike no se sentía inclinado a dar el primer paso. Lamentaba que Marge tuviera que sufrir, pero a él no le parecía mal el rumbo que habían tomado las cosas: a partir de ese momento, no volvería a sentirse en deuda con su padre adoptivo y, si su relación era fría y distante, él no tenía intención alguna de calentarla. Los años habían acumulado una serie de sentimientos tan complejos entre él y Doc que era un alivio no tener que tratar más con él.

Mike pasó mucho tiempo con su hermana en Navidad. Observó cómo Nathan rompía con deleite el envoltorio de los regalos que le había hecho y felicitó a Mary por el hermoso hijo que tenía, mientras pensaba en su propia infancia.

—¿Sabes, Mary? He estado pensando —dijo mientras veían jugar a Nathan.

Mary se rio.

—¿Sí? Para variar.

Pero Mike estaba muy serio.

—He estado pensando en intentar volver a Irlanda en algún momento, para ver dónde nos criamos… ¿Tú piensas alguna vez en eso?

Mary lo miró con franqueza.

—La verdad es que no, Mike. Nathan ocupa todo mi tiempo. De todos modos, no podrías ir hasta después de la universidad, ¿cómo ibas a poder permitírtelo?

Mike frunció el ceño.

—Eso es cierto. Solo es que… Le he estado dando vueltas. Pero tienes razón, puedo esperar. Supongo que mi prioridad es superar los ochos meses que me quedan por delante vendiendo detergente.

—Sí, y ya sabes lo que dicen de los viajantes: ¡hay un montón de amas de casa aburridas! —dijo Mary con una sonrisa.

Ni Mike ni Mary eran conscientes de ello pero, al otro lado del Atlántico, el arzobispo John Charles McQuaid, el hombre cuyo empeño en controlar el destino de los huérfanos irlandeses había cambiado el curso de sus vidas, se hallaba en el lecho de muerte. Según los testigos, el prelado se había ido alterando a medida que el final se acercaba, diciendo que tenía miedo a morir y que temía el juicio que le aguardaba.