1956-1957
En septiembre de 1956, Mary McDonald y Anthony Lee se convirtieron legalmente en Mary y Michael Hess. Marge estaba que no cabía en sí de gozo. Le enseñó los papeles a Doc, luego a Michael y a Mary, y luego a sus hijos mayores, mientras exclamaba que ya podían ser una familia feliz. Doc le dio unas palmaditas en el brazo a su esposa y fue a coger la cámara para hacer una foto de familia. James y Thomas le habían seguido la corriente a su madre asintiendo y sonriendo, pero la respuesta de Stevie había sido menos elegante. Mientras posaban ante la cámara fuera, en el camino de acceso a la casa, había puesto una larga mano enguantada sobre el cuello de Mike, le había dado un apretón de advertencia y le había susurrado entre dientes: «Cúbrete las espaldas, hermanito».
Al ver a Doc colocando a los niños para la foto, a Marge la invadieron antiguas dudas. Había pasado varios minutos acicalando a Stevie, poniéndole bien el nudo de la corbata, abrochándole el cuello de la camisa y atusándole el pelo, pero apenas había mirado a sus dos hijos mayores. Doc siempre había metido la pata como padre: decía lo que pensaba aunque resultara poco diplomático y ofensivo. Marge pronto se había dado cuenta de que Stevie era el preferido de Doc (no se esforzaba mucho en disimularlo) y, últimamente, ella pasaba cada vez más tiempo preocupada por el efecto que aquello estaba teniendo sobre James y Thomas.
Por si esa preocupación no fuera suficiente para Marge, mientras que Mike encajaba cada vez más en el papel de hijo modélico a medida que iba creciendo, parecía que Mary iba en la dirección opuesta. Ahora que el gato le había devuelto su lengua inglesa, no le daba miedo usarla y se estaba volviendo respondona y difícil. Criada entre cuatro hermanos, estaba pasando de ser una niña pasiva, casi catatónica, a un chicazo ruidoso y agresivo. Marge la emperifollaba con bonitos vestidos, pero ella había cambiado las muñecas por los camiones de juguete de Mike, había aprendido a correr y a gritar, a subirse a los árboles y a jugar a lo bruto. Doc seguía pensando que era una niña con problemas: ya no tenía el defecto de la mudez, pero era demasiado pendenciera y beligerante. A pesar de toda su fuerza y energía, a veces Mary rompía a llorar de forma inesperada, durante tanto tiempo y de forma tan violenta que todo su cuerpo se convulsionaba y el único capaz de calmarla era Mike.
Llegó el otoño y las bellotas empezaron a caer de los árboles. Lejos de Irlanda durante un cuarto de sus vidas, los recuerdos de los niños de la vida allí —fruto a medio formar de unos cerebros en desarrollo— eran cada vez más borrosos. Pero a Mary las bellotas le recordaban a las hadas. Una mañana temprano, Mike notó que unas manos pequeñas y fuertes lo sacudían.
—¿Qué pasa, Mary? —preguntó el niño con la voz ahogada por el sueño—. ¿Qué hora es?
—Las cinco y algo, están todos durmiendo —susurró su hermana—. ¡Tenemos que bajar al jardín antes de que se despierten!
Mary, impaciente y emocionada, le quitó las mantas de encima de un tirón y corrió al armario para cogerle la ropa.
—¡Mary, para ya! ¿Por qué quieres ir afuera a estas horas de la mañana?
Mary puso los ojos en blanco con impaciencia.
—Porque—anunció con la autoridad de una profesora— tenemos que encontrar una caperuza de bellota. Una caperuza de bellota llena de rocío: es donde las hadas se lavan la cara. ¡Entonces las hadas nos concederán un deseo y podremos volver a casa!
Las hadas no los enviaron de vuelta a Roscrea. Sin embargo, estaban predestinados a abandonar San Luis en un año.
El 27 de junio de 1956, Raymond Peter Hillinger había renunciado por razones de salud al puesto de cuarto obispo de Rockford (Illinois) y monseñor Donald Carroll había sido nombrado su sucesor. Pero el propio Carroll había caído enfermo cuando faltaba un mes para su nombramiento y, a finales de año, la Iglesia había decidido que Rockford no podía esperar más a su nuevo obispo.
El nombramiento de Loras Lane como sexto obispo de Rockford revolucionó el hogar de los Hess. Loras estaba a punto de convertirse en el obispo en ejercicio más joven de Estados Unidos. Lo consideraban un futuro caudillo de la Iglesia y aseguraban que estaba destinado a hacer grandes cosas. Por otra parte, estaba empezando a ganarse una reputación entre sus contemporáneos del clero por su gran ambición y su excesiva arrogancia.
El 20 de noviembre de 1956, Marge y Doc llevaron a los niños a la consagración de Loras.
De San Luis a Rockford había un viaje de seis horas, pero para Doc y Marge era como volver a casa. Ambos habían nacido y crecido en sendos pueblos justo al otro lado de la frontera de Iowa —Marge en Cascade y Doc en Worthington— y, cuando llegaron a Rockford, se miraron y se preguntaron por qué se habían ido de allí.
A Mike le fascinó la ceremonia de consagración de Loras. El olor del incienso actuó sobre él como una droga hipnótica; los rítmicos murmullos del ritual en latín, los mantras y los cantos litúrgicos y el lento avance de aquí para allá por los pasillos cautivaron su imaginación. Le encantaron el color y la elegancia de las vestimentas: la alta y rígida mitra del tío Loras, la casulla azul claro y la sotana larga y floja ribeteada en amarillo, el grandioso báculo de oro del arzobispo Binz y el largo palio blanco, su anillo de rubí y la cruz del pecho, las oscuras sotanas y los birretes rosas de los asistentes, las sobrepellices blancas de los monaguillos, el misterio del Munire me digneris y el atisbo de un mundo superior. Los hombres, reunidos en solemne y silenciosa comunión alrededor del altar tenuemente iluminado, le parecieron a Mike, a sus cuatro años, los seres más elegantes, misteriosos y románticos que había visto jamás.
La residencia del obispo en la calle North Court era sin lugar a dudas lo suficientemente grande como para alojar a todo el clan Hess y Loras insistió en que se quedaran todos para Acción de Gracias, que coincidía dos días después de la toma de posesión. Era una época ajetreada para el nuevo obispo y se alegró de tener allí a su hermana para ayudarle. Doc se llevó a los chicos a la bolera y Marge se quedó en casa con los más pequeños, ayudando a la señora Branningan, el ama de llaves, a preparar los ingredientes de la cena de Acción de Gracias.
Cuando Loras llegó de trabajar, parecía más feliz de lo que Marge lo había visto en mucho tiempo, rebosante de entusiasmo por su nuevo puesto y deleitándose en la tarea que tenía por delante. En un acceso de buen humor, se puso a Mike debajo de un brazo y a Mary bajo el otro y les dio vueltas hasta que gritaron de emoción. Cuando se detuvo, agotado, los dos niños gritaron: «¡Más, más, más!», y Loras accedió a darles una vuelta final antes de desplomarse en el sillón, donde inmediatamente se lanzaron a sus rodillas.
Marge sonrió al ver cuánto se estaban encariñando los niños con su hermano. Ella era una mujer intuitiva —sabía que Mike y Mary eran unos pequeños atormentados— y le encantaba ver una sonrisa en sus caras. Loras les hizo cosquillas hasta que lloraron de risa. Marge pensó que era la primera vez que los veía total y absolutamente felices.
—¿Te acuerdas de tu mamá, Mary? —le preguntó Mike por enésima vez a su hermana, en un susurro. Aunque estaban acurrucados bajo las mantas, oían a los adultos hablando en el piso de abajo acompañados de los restos de la comida de Acción de Gracias.
Mary negó con la cabeza.
—¿Y tú de la tuya, Mikey?
Mike frunció el ceño como si se estuviera concentrando en una huidiza imagen de su interior.
—No —dijo—, creo que no.
Cuando pensaba en el viejo mundo, ya no le venían a la cabeza más que imágenes borrosas de ventanas altas, conversaciones susurradas y femineidad. Los viejos tiempos, en su momento nítidos y definidos de forma individual, se estaban fundiendo en un único recuerdo genérico.
—¿Pero por qué nos regalaron nuestras mamás, Mikey? ¿Nunca jamás nos quisieron?
Mike reflexionó sobre aquel misterio vital, que recordaba a medias.
—No, Mary, creo que nunca nos quisieron. Porque, si lo hubieran hecho, no nos habrían regalado. Creo que solo nos tuvieron y luego nos dieron a las hermanas.
Los ojos de Mary se llenaron de lágrimas.
—Pero, Mikey, ¿por qué nuestras mamás nunca nos quisieron? ¿Es que hicimos algo muy malo?
—Bueno, Mary, yo diría que no hicimos nada malo antes de que nos regalaran. Solo éramos unos bebés cuando nos regalaron, así que no habíamos hecho nada de nada, aunque está claro que hemos sido muy malos desde entonces… —Mary bajó la mirada con aire culpable mientras Mike continuaba—. Así que lo que creo es que nos regalaron porque vieron que, por dentro, éramos muy malos y por eso nunca nos quisieron. Y ahora nadie nos puede querer por cómo somos.
Mary asintió y se mordió el labio.
—Pero, Mikey, seguro que mamá nos quiere. Esta mamá. ¿Por qué se quedó con nosotros si somos tan malos?
Aquello era algo a lo que Mike le había dado vueltas y había encontrado una explicación.
—Se quedó con nosotros porque no sabía cómo éramos, porque nos las arreglamos para ocultar nuestra maldad. Por eso nunca debemos discutir ni portarnos mal. Debemos hacer siempre lo que dicen, lo que dice papá y lo que dicen los chicos, porque, si no lo hacemos, nos echarán otra vez, como hicieron nuestras madres.
En la oscuridad, Mike oyó llorar a Mary. La perspectiva de que pudieran echarla la aterrorizaba y odiaba cuando Mike hablaba de eso. ¿Cómo iban a superarlo, si su nueva madre los regalaba como las antiguas?
—¡Mikey, no digas eso! —suplicó—. Sabes que no siempre puedo ser buena como tú. Cuando soy una niña mala, cuando me peleo y lloro, ¿estoy haciendo que nos quieran echar? ¡No podré soportarlo si lo hacen, Mikey!
Mary se estaba angustiando y Mike sabía que era hora de cambiar de tema. Rodeó con su brazo los hombros de su hermana y tiró de ella hacia él.
—No pasa nada, Mary. Yo estaré aquí contigo. Siempre cuidaré de ti. No dejaré que nos echen.
Mary se sorbió la nariz y se hizo un ovillo al lado de su hermano.
—Tú me quieres, Mikey; tú me quieres, ¿verdad?
Mike asintió y apretó la mano de su hermana.