CATORCE

1986-1989

Hacía tiempo que Mike no veía a John Clarkson, su amigo texano de la época con Mark O’Connor. John trabajaba para el sindicato en casos de libertades civiles, pero se había mudado a California y hacía un año que no iba a Washington. A Mike le caía bien y se alegró cuando lo llamó a finales de octubre para decirle que estaría unos días en la ciudad y que tendría tiempo para quedar para tomar algo.

Se sentaron en una mesa del bar del Hyatt Regency, en la avenida New Jersey, y pidieron una jarra de cerveza. John no había cambiado mucho: tenía un poco más gruesa la cintura, pero seguía siendo igual de directo y abierto.

—En la Costa Oeste son muchísimo más respetuosos que aquí —comentó—. Me refiero a más respetuosos con los gais. Pero, madre mía, ¡menuda epidemia! No sé si es peor que aquí, o si es que la gente de Washington simplemente no habla del sida, pero allá en San Francisco, tío, nunca he visto nada igual.

—Dímelo a mí —replicó Mike—. Estamos viviendo unos días aciagos.

John clavó un dedo sobre un ejemplar del Washington Post que estaba en la mesa cuando llegaron.

—Sin embargo, ¿has visto esto? —preguntó, señalando un titular de la sección de noticias—. A la Administración de Reagan le ha llevado cinco años publicar el primer informe sobre la epidemia de sida y ahora pretenden dar marcha atrás. Pone que el informe general de los médicos que proponen la educación como medio para prevenir el sida y que se generalice el uso del preservativo está siendo bloqueado por los conservadores. Tu amigo Gerry Hauer dice, literalmente: «No veo por qué un estudiante de primaria tiene que saber nada de preservativos y no pienso dar luz verde al colegio del barrio para que le hablen a mi hija de sodomía». ¿En qué planeta viven estos tíos, Mike? ¿No se dan cuenta de que se está produciendo un holocausto?

Mike se revolvió en el asiento.

—Sí, es una situación difícil, John —murmuró—. Son políticos, ¿sabes?, y deben tener en cuenta muchas cosas…

En parte, John había sacado el tema para poner a prueba a Mike, y este estaba suspendiendo.

—Oye, no estarás defendiendo a esos fanáticos, ¿no? ¿Y adónde nos va a llevar eso? ¿A una cuarentena forzosa? ¿A una leprosería? William F. Buckley dice que quiere que todos los hombres con sida lo lleven obligatoriamente marcado en las nalgas, ¡como si fuera un tatuaje de Auschwitz! Y es uno de los mejores amigos de Reagan. ¿Y qué hace tu presidente, además de quedarse sentado con las persianas cerradas y con la esperanza de que todo pase?

Mike no estaba en absoluto dispuesto a recular.

—Te equivocas al echarle la culpa a Reagan —dijo—. Él y Nancy son muy tolerantes con los gais: su decorador de interiores y su pareja hasta se quedan a dormir en la Casa…

—¿Ah, sí? ¡No me digas! —exclamó John, mientras se reía con desdén—. Así que tienen amigos gais. Y aun así dejan que los homosexuales mueran mientras su partido bloquea los fondos para la investigación del sida. ¿Sabes qué? Que creo que eso lo empeora aún más. Eso los hace peores que los paletos necios que creen que los gais tienen cuernos y rabo, porque nunca han conocido a ninguno y es lo que les dice el predicador.

Mike iba a protestar, pero John había metido la primera.

—¿Y qué me dices de los republicanos que apoyan la resolución de Georgia sobre la sodomía? Bowers contra Hardwick, ¿no? ¡Solo son dos gais que quieren tener relaciones sexuales en la privacidad de su propio dormitorio! ¡Son mayores de edad, como tú y como yo, y, aun así, tu partido, tu partido, quiere convertirlo en un acto delictivo!

—Sí, ya, aterriza, John —replicó Mike, a sabiendas de que estaba en terreno pantanoso. Pero decidió poner en práctica sus tretas de abogado—. Sabes que esos estatutos llevan en los libros siglos y que raras veces se aplican. Así que ¿qué más da si un estado del sur quiere tener contentos a los amantes de la Biblia con un arranque de puritanismo? Eso no hace daño a nadie, ¿no? Además, no creo que muchos gais se estén haciendo ningún favor, especialmente en el oeste, en tu rincón del mundo, con todas esas manifestaciones y multitudes enrabietadas. ¿No crees que eso, más que nada, hace que se ganen la antipatía de los políticos y de la sociedad? Todo ese rollo de sacar a la luz la orientación sexual de otras personas y avergonzarlas delante de sus amigos, de sus familias y de sus compañeros de trabajo…

—¡Por Dios, Mike! Espero que no te creas todas esas cosas —dijo John—. Espero que lo digas solamente, porque eres republicano y no te queda más remedio que decirlas, porque simplemente estás obedeciendo órdenes.

A principios de marzo de 1987, Robert Hampden llamó a Mike y le pidió que se reuniera con él en el bar Irish Times de Capitol Hill. Robert seguía siendo la misma mosca cojonera que se burlaba de su trabajo con irónica indiferencia mientras no dudaba en hacerlo, pero él sí había notado una transformación en Mike: el joven funcionario inseguro y humilde que había conocido en la Casa Blanca se había convertido en un republicano ferviente y comprometido. Era como si las victorias que Mike había ganado para el partido lo hubieran llevado a eso, como si ahora compartiera la responsabilidad de hacer del partido lo que era y se sintiera presionado para justificarlo y defenderlo porque era demasiado tarde para dar marcha atrás. Robert se burlaba del celo proselitista de Mike y lo llamaba «soldado», porque era leal e inquebrantable. Ese día, sin embargo, era Robert quien estaba serio.

—Eh, me alegro de verte, Mike. No sé si te has enterado, pero parece que Deaver ha caído.

Mike negó con la cabeza. Sabía que lo estaban investigando, pero nadie había hablado de cárcel.

—Sí, y podría ser grave. Al parecer, podría llevarse por delante a otras cinco o diez personas por perjurio y corrupción.

Mike Deaver había dejado de ser el vicedirector de personal hacía un año para crear su propio grupo de presión, pero no era ningún secreto que seguía manteniendo una estrecha relación con el presidente. Y ahora lo acusaban de aprovecharse de ello para ganar dinero. El Congreso, controlado por los demócratas, había puesto en marcha una investigación y había descubierto que Deaver había ganado concursos para sus clientes con el fin de construir el nuevo bombardero estadounidense B-I, y que este había mentido presuntamente cuando testificaba ante el jurado de la acusación federal.

—Te aseguro que a las altas esferas les ha entrado pánico —dijo Robert—. Si Deaver va a la cárcel y el desagradable asunto del Irangate se nos va de las manos, a Ron lo meterán en el mismo saco que a Nixon. Lo irónico es que el tío que se pasó años protegiendo la imagen de Reagan es ahora la mayor esperanza de los demócratas para mancillarla.

—Santo cielo, Robert, es terrible —dijo Mike—. ¿Deaver tiene defensa? Y Bush, ¿está involucrado? Sería un desastre para el partido que no pudiera presentarse el año que viene.

Robert sonrió al notar la preocupación de Mike.

—Bueno, me complace ver ese pragmatismo en ti, Mike. Nada de preocuparse por la moral, por la ética, ni por nada de nada: eres un perfecto republicano. De hecho, la defensa de Deaver (que, por cierto, es bastante endeble) es que era víctima del alcoholismo y que eso fue lo que le hizo cometer perjurio. Bastante descarado, pero podría funcionar. Y te alegrará saber que Bush está a salvo. Seguro que ya está planeando su campaña para la presidencia.

El último encuentro de Mike con Roger Allan Moore tuvo lugar en otoño de 1988, mientras Estados Unidos se preparaba para la primera ronda de los debates de la campaña entre George Bush y Michael Dukakis. Roger lo había llamado hacía un par de semanas y le había preguntado si podía ir a verlo a su casa de Boston. No le dijo por qué, pero Mike notó la urgencia de su voz.

Fue triste. En la enorme y vieja casa de Beacon Hill, famosa por su historia y sus doce chimeneas, Roger estaba sentado, frágil y pálido, en la sala de estar. Estaba envuelto en una manta de cuadros escoceses y, a pesar de que era un cálido día de finales de septiembre, el fuego ardía en el hogar.

—Mi querido amigo, estoy…, hum…, conmovido porque hayas venido a verme —dijo Roger, que había perdido su resonante voz de barítono y hablaba ahora con un doloroso tono ronco. El hombre luchó por coger aliento—. Prometí mantenerme en contacto contigo para hablar del futuro, Michael, y para mí el futuro es ahora. No volverás a verme. No, el futuro del que quiero hablar es el tuyo. He seguido tu carrera desde que me fui y me alegro del éxito que has conseguido. De hecho, creo que tu estrella puede estar a punto de brillar aún con más fuerza —dijo Roger, consiguiendo esbozar una fugaz sonrisa—. He hablado con Mark Braden y entiendo que no seguirá en el comité republicano después de estas elecciones, así que el puesto de director jurídico… Pero no adelantemos acontecimientos. Lo que quería decirte es que el mundo del poder es muy atractivo, es fácil enamorarse de él, y puede ofrecer cierta sensación de invencibilidad… ¿Entiendes lo que quiero decir?

Mike asintió, pero Roger parecía dudar.

—Creo que te he hablado de Chaim Rumkowski…

Roger parpadeó y cerró los ojos un instante, pero hizo un esfuerzo para permanecer despierto.

—Es la morfina, lo siento. Me la administran con una jeringuilla hipodérmica y me nubla la mente. Pero, hum, el poder, Michael, es un amante caprichoso y la defensa del abogado cuando alega servir ciegamente a la ley es muy endeble. Si perdemos de vista nuestras acciones y el significado que tienen en sí mismas, si solo pensamos en ganar, en lugar de en la finalidad de lo que estamos haciendo, podemos fácilmente perdernos por el camino…

Mike estaba empezando a tener la sensación de que Roger lo estaba acusando de algo.

—Pero tú siempre has hecho todo lo que has podido para ganar, ¿no, Roger? Me refiero como abogado.

Roger se ajustó un poco más la manta alrededor de los hombros.

—Deja que te hable de una película, Mike. Dudo que la hayas visto o que llegues a verla, es más del estilo de mi generación. Se llama El puente sobre el río Kwai. Alec Guinness es un coronel británico al que han capturado los japoneses durante la guerra. Los japos quieren que sus prisioneros construyan un puente para ellos y Guinness es el capataz. Su conciencia le dice que no debe ayudar a los japoneses, pero está tan inmerso en la construcción, en la satisfacción de solucionar los problemas a los que se enfrenta y en la belleza de lo que está creando que pierde de vista la función para la que está destinado y las consecuencias que tendrá.

El discurso le había supuesto a Roger un esfuerzo que lo dejó exhausto. Agitó la mano y se volvió a hundir en el sillón, donde sus párpados cedieron al sueño. Mike se quedó sentado a su lado durante media hora para ver si se despertaba pero, al ver que no lo hacía, se escabulló silenciosamente de la casa para volver a Washington.

Roger tenía razón. Mark Braden dimitió del Comité Nacional Republicano tras la victoria electoral de George Bush en noviembre de 1988 para crear su propio despacho de abogados, y el puesto de director jurídico quedó vacante. El nuevo presidente conocía al cuerpo jurídico del partido de la época en que había sido vicepresidente e hizo saber que quería que Michael Hess ocupara el puesto. Mike heredó el gran despacho esquinera con ventanas en dos paredes y una placa de latón en la sólida puerta de roble. Ahora era él quien dirigiría las delegaciones que informarían en el Despacho Oval, sería él quien controlaría la estrategia del partido para acabar con el dominio electoral de los demócratas, sería él quien representaría a los republicanos en el Tribunal Supremo y en los comités del Congreso y sería su nombre el que aparecería en los registros de las batallas judiciales del partido por todo el país.

Para Mike, George Bush era un aristócrata de la Ivy League de Nueva Inglaterra que se comportaba de manera reservada y acartonada. Era muy distinto del brillante actor que había ocupado el puesto antes que él y resultaba obvio que carecía de la calidez con que Reagan trataba los asuntos con el personal y los funcionarios del partido. Bush escuchaba los informes sobre la campaña de reordenación del comité republicano, pero les ofrecía pocas sugerencias o estímulos.

—Ese tío es frío como un témpano —le confesó Mike a Pete—. Con Reagan tenías la sensación de que le interesaba lo que hacías, aunque no siempre entendiera lo que era. Pero con Bush tienes la sensación de que lo entiende todo, pero que no quiere que sepas lo que está pensando. Es inquietante y no me gusta nada.

La vigilia de Pascua de 1989 en Shepherdstown fue la que tuvo mejor acogida en los cinco años que llevaban celebrándolas. El nuevo puesto de Mike le había proporcionado un estatus en la alta sociedad de Washington que hacía que la gente quisiera conocerlo. El tiempo a finales de marzo era cálido y la música se esparció por el jardín durante casi toda la noche. Después de la misa del domingo de Pascua, los invitados que seguían en la brecha jugaron al billar o se tumbaron fuera, en la hierba. Ben Kronfeld, que había roto con Mark O’Connor y había ido solo, extendió una manta sobre la cubierta de cemento del viejo pozo que había detrás de la casa. Estuvo dormitando tranquilamente durante una hora, más o menos, y luego se levantó y se estiró. Mientras rodaba medio adormilado sobre el estómago, se quedó horrorizado al encontrarse cara a cara con una serpiente negra, de nueve o diez centímetros de diámetro, y de aproximadamente metro y medio de largo. Corrió al interior para contárselo a Mike, que hizo una mueca de desagrado. Le dijo que las serpientes venían con la casa, que se trataba de una presencia escurridiza y perturbadora que había en el sótano y que, más de una vez, se había encontrado una enroscada en la cama al meterse dentro, esperándolo entre las sábanas.