CATORCE

1977

Mike regresó de Irlanda preocupado y poco comunicativo. Cuando Mark le preguntó qué había descubierto, él se limitó a murmurar «no mucho» y volvió a quedarse en silencio. Al cabo de una semana, se disculpó por su malhumor.

—Es que ha sido tan decepcionante… Estaba seguro de que íbamos a llegar a algún sitio, pero fue como toparse con un muro de piedra. Estoy seguro de que ocultan algo. Pero lo peor es que he estado investigando sobre el tema legal y, según las leyes irlandesas, las monjas tienen razón: ni los niños adoptados ni sus madres biológicas tienen derecho legalmente a obtener información que pudiera facilitarles ponerse en contacto. Es realmente injusto y no encuentro ninguna solución.

Durante los días siguientes, Mark vio cómo el abatimiento de Mike acababa transformándose, como siempre, en desesperanza y odio hacia sí mismo. Ahora todos los contratiempos y los desplantes le parecían el resultado de su propia ineptitud: la inseguridad de ser un huérfano sin raíces y su sensación de no pertenencia hacían que se sintiera a la deriva, arrastrado sin remedio por las tempestades de la vida. Aquellos eran los momentos en que su deseo de pertenecer a algo tocaba techo, cuando cualquier oportunidad de formar parte del orden del sistema era considerado un refugio en plena tormenta. Y, como el NIMLO formaba parte del sistema y le ofrecía una promesa de aceptación y seguridad, Mike firmó el contrato.

Susan Kavanagh estaba encantada. Ahora que Mike era un abogado cualificado y ejercía como letrado a jornada completa para la empresa, tenía que seleccionar a un asistente para trabajar con él. Obviamente, eligió a Susan y retomaron su antigua colaboración. El legendario Charles Crane, el viejo abogado de rancio abolengo de Washington que había fundado el NIMLO hacía cuarenta años, finalmente había reaparecido. Pero, ahora que estaba de vuelta, al parecer pensaba que su puesto de presidente le daba derecho a retener a los asistentes jurídicos para llevar a cabo sus propias investigaciones. Mike se plantó y se negó a que Susan tuviera que dejar de lado su verdadero trabajo. Susan se lo agradeció, pero Mike se dio cuenta de que había entrado a formar parte de la lista negra del jefe.

Si bien Charles Crane estaba enfadado con Mike, aquello no era nada comparado con la forma en que trataba a su propio hijo, Bill. Desde sus cubículos de cristal, situados en extremos opuestos de la oficina del NIMLO, ambos parecían enzarzados en una continua guerra de desgaste. Susan le contó a Mike que Bill Crane era adoptado y que Charles siempre lo había tratado fatal. Por su parte, Bill intentaba sin descanso cumplir las irreales expectativas de su padre.

—El problema de Bill Crane —dijo Susan— es que es un hombre de talento limitado que nunca será lo suficientemente bueno para su padre. Charles era uno de los principales peces gordos de la abogacía en Washington y, obviamente, esperaba que Bill fuera igual que él. El pobre me da pena, pero la oficina no es el marco adecuado para un conflicto familiar.

Mike invitó a Susan a tomar algo después del trabajo. Sentados ante la barra del Four Seasons de Georgetown, le contó la historia de su adopción y le habló de sus problemas con su padre adoptivo.

—¿Sabes? Si hubiera sabido que Bill era adoptado, habría entendido su comportamiento mucho mejor —le aseguró, antes de darle un trago a la copa—. Sé perfectamente cómo se siente uno al saber que nunca será lo suficientemente bueno. Es una sensación enfermiza, una sensación terrible.

Acompañados por varios cócteles, hablaron de sus raíces comunes y de su herencia católica irlandesa en una conversación que, aunque había empezado siendo íntima y profunda, finalizó muy alegremente. Cuando se levantaron para irse a casa estaban muy animados, pero en el guardarropa Susan se puso seria.

—Escúchame, Mike. Sé que nos reímos de él, pero creo que tienes que cubrirte las espaldas con Bill Crane. No es mal tío y hace lo que puede para lidiar con el trabajo y con su padre, pero siente celos de los otros abogados. Lo he visto ponerse como un loco con tipos a los que considera muy brillantes o que están impresionando demasiado al viejo Charles. No digo que te vaya a pasar a ti, pero tienes que saber que Bill puede ser bastante despiadado con la gente.

Mike sonrió.

—¿Sabes qué? Si me despidiera, probablemente me haría un favor. Sé de buena tinta que podría ganar muchísimo más trabajando para un despacho privado.

Susan lo miró con una exagerada mueca de cordero degollado.

—Pero nunca se te ocurriría abandonar el barco y dejarme aquí, ¿verdad, Mikey?

Mike le rodeó los hombros con el brazo, mientras salían a la acera de la calle M.

—¿Sabes, Susan? A veces pienso que eres lo único que hace que me quede en este sitio. Si miro hacia atrás, me doy cuenta de que la única razón por la que acepté el trabajo fue que estaba tan deprimido que habría aceptado cualquier cosa que me ofrecieran. ¡Es increíble cómo soy capaz de renunciar a mis principios por los halagos de alguien que dice que me quiere!

Susan se rio, aunque tenía la sensación de que no lo decía del todo en broma.

Al cabo de una semana, Charles Crane llamó al señor Hess a su despacho. Mike esperaba una reprimenda, pero la bienvenida del anciano fue de lo más efusiva.

—Señor Hess. Encantado de verlo. Coja un puro. —Mike sonrió y negó con la cabeza, intentando reprimir un escalofrío al recordar el hábito de Doc.

—¿No? ¿Le importa que yo lo haga? Siéntese y le contaré lo que tengo en mente.

Crane tenía el aire relajado de alguien de dentro, de un hombre cuya vida había discurrido en los acogedores pasillos de la empresa. Con los pies sobre la mesa, el acre olor del puro, el elegante traje con el chaleco desabrochado y la pulsera de oro del reloj, rezumaba fuerza y confianza.

—En primer lugar, quiero que sepa que lo tengo fichado, que lo he traído a esta empresa con una finalidad. La vida política de este país ha llegado a un punto de inflexión, señor Hess. No me refiero a Carter o a Ford, sino a los principios sobre los que se asienta todo poder. Nuestro futuro no depende de los individuos, sino de cómo funciona nuestro sistema electoral. O de cómo podríamos hacer que funcionara. Y el hombre que sepa manejar los hilos puede llegar a ser realmente poderoso.

El presidente se recostó en la silla, como si hubiera dicho algo importante. Mike se preguntaba si se suponía que debía intervenir, pero Crane solo estaba haciendo una pausa para darle emoción al asunto.

—Lo que quiero que haga es que analice la decisión de Iowa y que piense en cómo podemos utilizarla. Lo que ha sucedido allí abre la puerta a todo tipo de litigios y necesitamos estar en la cima para mantenernos en cabeza en este juego.

Mike había leído algo sobre el caso de Iowa pero, desde que había dejado la facultad de Derecho, no había seguido las cuestiones relacionadas con la manipulación de los distritos electorales con la atención que, tal vez, habrían requerido.

—Por supuesto que lo haré, Charles —replicó el muchacho, con la vaga esperanza de que hubieran llegado al punto de tratarse por el nombre de pila—. Leeré los periódicos y escribiré un informe para usted.

Crane asintió.

—Quiero que entienda la importancia de este trabajo. La demarcación de los lindes electorales se convertirá en un tema candente de la política de este país. Si el partido que está en el poder puede obligar a irse a los congresistas de la oposición recortando sus distritos para ampliar los de los escaños que no pueden ganar, el rostro de la democracia estadounidense cambiará para siempre.

Mike recordó el idealismo con que había condenado lo perverso de la manipulación de los distritos electorales en la facultad de Derecho y decidió aventurarse a dar una opinión.

—Desde luego, Charles. Es un escándalo que un partido que está en el Gobierno pueda volver a trazar nuevos y absurdos límites para encajar a sus propios candidatos. Los abogados debemos oponernos a dichos abusos.

Charles Crane soltó una carcajada.

—¡Señor Hess, no lo entiende! ¡Nosotros no somos los guardabosques de esta selva! El papel del NIMLO es decirles a nuestros clientes cómo explotar las reglas. Desde luego, ayudamos tanto a los republicanos como a los demócratas, pero ellos lo cogen y hacen lo que tienen que hacer, incluida la manipulación de distritos electorales. Aunque eso ofenda a su conciencia —añadió con un guiño cómplice y burlón al mismo tiempo.

Mike se dispuso a hacer una objeción, pero Crane sacudió una mano.

—Conviértase en un experto en legislación sobre la reordenación de los distritos y podrá transformarse en un hombre poderoso. Los políticos vendrán corriendo a solicitar su ayuda. ¡La manipulación de los distritos electorales es el futuro, señor Hess!

Mientras abandonaba el cubículo del jefe, Mike se sintió animado y confuso, contento por haber sido elegido para una importante tarea, pero preocupado por la perspectiva de trabajar en un campo que consideraba moralmente sospechoso. En el otro extremo de la oficina, vio a Bill Crane observándolo. Tal vez se estuviera imaginando cosas debido a la charla que había tenido con Susan, pero tenía la clara sensación de que Bill lo miraba con celos y de forma un poco amenazadora.

En los meses siguientes, Mike se mantuvo alejado del camino de Bill y solo veía a Charles Crane muy de vez en cuando. Se tragó sus escrúpulos y se lanzó a investigar. Destapó jurisprudencia de toda la nación, incluidos ejemplos de estados republicanos que demarcaban los términos electorales con el fin de evitar que los votantes negros eligieran a congresistas demócratas. Vio distritos con una forma tan extraña —alargados y serpenteantes, desparramados y dentados— que estaba claro que quebrantaban el espíritu de la ley y también vio legislaturas demócratas en las que estos dividían los distritos para ampliar al máximo su número de candidatos, mientras les dejaban a los votantes de la oposición el menor número de distritos posible.

Mike le dijo a Susan que no se sentía cómodo con la manera en que el proceso electoral estaba siendo subvertido. Según él, la balanza del poder en la Cámara de Representantes dependía ahora de los resultados de los distritos que habían sido manipulados y el partido mejor equipado para aprovecharse de las fisuras fiscales pronto sería capaz de hacerse con el control del Congreso. Ambos partidos se habían percatado de la crucial importancia de la asesoría legal y, en un momento en que las decisiones claves dependían del futuro de la reordenación de los distritos electorales, las altas esferas políticas del país pronto podrían ponerse en manos de abogados jóvenes e inteligentes como Michael Hess. Susan escuchó las preocupaciones de Mike e intentó tranquilizarlo.

—Eres demasiado bueno para este negocio, Mike. En serio. Preocuparse por lo que está bien o lo que está mal no es el trabajo de un abogado. Su trabajo es ayudar a sus clientes a sacar el mayor provecho posible de lo que la legislación permite.

—Supongo —replicó Mike—. Me encanta el Derecho Constitucional y me encanta debatir sobre todos esos esquemas de manipulación de distritos electorales. Es todo un reto, te sientes orgulloso al construir un caso que se defenderá ante un tribunal y te invade un subidón de adrenalina cuando ganas en nombre de tu cliente. Pero el problema es que el juego te atrapa hasta tal punto que te olvidas de que tiene consecuencias reales: hay gente que pierde el derecho al voto y los partidos pueden ganar poder por medio de un litigio, en lugar de por sus políticas. A largo plazo, los abogados podríamos tener una influencia decisiva a la hora de determinar que un republicano o un demócrata ocupe la Casa Blanca, y eso no puede ser nada bueno.