Kingsley se movió sobresaltado, abrió los ojos y los dirigió hacia todos lados sin mover la cabeza. Miró a Patton, luego a Degarmo y, por último, a mí. Pese al sueño que le embargaba, sus ojos eran vivaces. Se sentó lentamente y se frotó la cara con ambas manos.
—Estaba dormido —dijo—. Me quedé dormido hace un par de horas. Estaba borracho como una cuba, me imagino. De cualquier manera, mucho más de lo que me gusta.
Dejó caer nuevamente los brazos, que quedaron colgando como antes. Patton dijo:
—Este es el teniente Degarmo, de la policía de Bay City. Quiere hablar con usted.
Kingsley miró brevemente a Degarmo y luego sus ojos se volvieron hacia mi rostro. Su voz, cuando volvió a hablar, sonaba sobria, tranquila, con un cansancio mortal.
—De manera que ha permitido que la capturaran, ¿eh? —me dijo.
Le contesté:
—Debí haberlo hecho, pero no lo hice.
Quedó meditando un instante y luego miró a Degarmo. Patton había dejado la puerta de calle abierta. Levantó las dos cortinas venecianas del frente y abrió las ventanas de par en par. Se sentó luego en una silla cerca de una de las ventanas y se cruzó las manos sobre el estómago.
Degarmo estaba de pie, mirando con ojos encendidos a Kingsley.
—Su esposa está muerta, Kingsley —dijo con brutalidad—. Si es que eso es cosa nueva para usted.
Kingsley le clavó los ojos mientras se humedecía los labios.
—Lo toma con calma, ¿no es cierto? —dijo Degarmo—. Marlowe, muéstrele la bufanda.
Saqué la bufanda verde y amarilla y la agité. Degarmo la señaló con el pulgar.
—¿Es suya?
Kingsley asintió, mientras volvía a humedecer sus labios.
—Ha sido poco cuidadoso en dejarla por ahí —dijo Degarmo. Respiraba agitadamente. Profundos pliegues corrían desde las ventanillas de la nariz hasta la comisura de los labios.
Kingsley dijo con toda calma:
—¿Que yo la dejé por ahí? ¿Dónde?
Apenas si había mirado la bufanda. A mí ni me miró.
—En el hotel Granada, Octava Avenida, Bay City, departamento 618. ¿Tiene algún significado lo que le digo?
Kingsley me miró ahora, levantando sus ojos hacia mí con toda lentitud.
—¿Es allí donde estaba mi mujer? —suspiró.
Asentí.
—Ella no quería que yo fuera allí. Le dije que no le daría el sobre hasta tanto no habláramos. Admitió haber matado a Lavery. Sacó una pistola con la intención de aplicarme el mismo tratamiento. Alguien salió desde detrás, de una cortina y me dio un golpe que me dejó sin sentido antes de que pudiera reconocerlo. Cuando volví en mí, su mujer estaba muerta.
Le conté cómo había sido asesinada y el aspecto que tenía. Le dije qué era lo que había hecho, y lo que me habían hecho a mí.
Kingsley escuchó sin que se le moviera un solo músculo de la cara. Cuando terminé mi relato, hizo un vago gesto hacia la bufanda.
—¿Qué tiene eso que ver con todo esto?
—El teniente la considera como una prueba de que usted era la persona que estaba escondida en el apartamento.
Kingsley meditó un instante. No parecía comprender con mucha rapidez lo que eso implicaba. Se recostó en el respaldo de la silla y apoyó la cabeza en él.
—Prosiga —dijo por último—. Me imagino que usted sabe de qué está hablando; yo, por el contrario, no entiendo absolutamente nada.
Degarmo dijo:
—Está bien, hágase el tonto y ya verá adónde lo va a llevar eso. Puede empezar por decirnos qué es lo que hizo anoche después de dejar a su amiga en su apartamento.
Kingsley dijo en el mismo tono:
—Si se refiere usted a la señorita Fromsett, no la llevé. Ella regresó a su casa en taxi. Yo iba a volver a mi casa también, pero cambié de idea. Me vine para aquí. Pensé que el viaje, el aire de la noche y la quietud podrían ayudarme a resolver mis problemas.
—No me diga —se burló Degarmo—. ¿Resolver qué problema, si es que se puede saber?
—Resolver los problemas causados por la cantidad de preocupaciones que he estado soportando.
—¡Demonios! —dijo Degarmo—. Una cosa tan poco importante como estrangular a su esposa y arañarle el vientre no le preocuparía tanto como eso, ¿no es cierto?
—Hijo, usted debiera evitar decir cosas así —intervino Patton desde el fondo de la habitación—. Esa no es forma de hablar. Usted no ha presentado nada todavía que se pueda considerar Como una prueba.
—¿No? —dijo Degarmo, moviendo violentamente la cabeza hacia él—. ¿Qué me dice de esa bufanda, gordo? ¿No es eso una prueba? .
—Usted no ha demostrado que ella esté asociada con cosa alguna que signifique algo; por lo menos, yo no me he dado cuenta —dijo Patton pacíficamente—. Y además, no soy gordo; apenas bien recubierto.
Degarmo se dio la vuelta nuevamente, con disgusto. Apuntó con un dedo a Kingsley.
—¿Supongo que también dirá que no fue a Bay City para nada? —dijo con voz áspera.
—No. ¿Por qué tenía que ir? Marlowe iba a ocuparse de todo. Tampoco veo por qué le da tanta importancia a la bufanda. Marlowe la estaba usando.
Degarmo se quedó allí, petrificado y furioso. Se volvió lentamente y me dirigió su tormentosa y enojada mirada.
—No comprendo esto —dijo—. Honestamente, no lo comprendo. No será que alguien está pretendiendo burlarse de mí, ¿no es cierto? ¿Alguien como usted?
Le dije:
—Todo lo que yo dije de la bufanda era que estaba en el apartamento y que había visto que Kingsley la tenía puesta horas antes. Eso parecía ser todo lo que usted necesitaba saber. Debí de haber agregado que más tarde yo mismo la había usado para que la muchacha con quien debía encontrarme me reconociera con más facilidad.
Degarmo se retiró unos pasos y se apoyó contra la pared, al lado de la chimenea. Se estiró el labio inferior hacia fuera con el pulgar y el índice de la mano izquierda. Su mano derecha colgaba con laxitud a un costado, los dedos suavemente curvados.
Continué:
—Le dije a usted que todo lo que había visto de la señora Kingsley era una foto instantánea. Uno de nosotros debía de estar en condiciones de conocer al otro en cuanto lo viera. La bufanda parecía lo suficientemente llamativa como para facilitar la identificación. Para ser exacto, yo había visto a esa mujer en otra ocasión, aun cuando no lo sabía cuando se me encargó qué me encontrara con ella. Tampoco la reconocí al principio —me volví hacia Kingsley—. La señora Fallbrook —le dije.
—Pensé que usted me había dicho que era la dueña de la casa —me contestó lentamente.
—Eso es lo que ella me dijo en ese momento, y lo que yo creí. ¿Qué motivos podía tener para no creerle?
Degarmo hizo un ruido con la garganta. Sus ojos estaban cargados de interrogantes. Le conté lo que me había ocurrido con la señora Fallbrook, con su sombrero púrpura, su extraño comportamiento y la pistola que tenía en la mano, así como la forma en que me la había entregado.
Cuando terminé, Degarmo me dijo con cautela:
—No oí que le contara a Webber nada de eso.
—No se lo dije. No quería admitir que había estado en la casa tres horas antes. Que había ido a hablar primero con Kingsley antes de dar la noticia a la policía.
—Eso es algo por lo que nosotros le amaremos entrañablemente —dijo Degarmo con una fría mueca—. ¡Jesús, qué pedazo de estúpido he sido! ¿Cuánto le pagaba a este sujeto para que encubriera sus crímenes, Kingsley?
—El salario usual —contestó Kingsley sin ninguna entonación—, más quinientos dólares si lograba demostrar que no fue mi esposa quien mató a Lavery.
—¡Qué lástima que no pueda ganar esos quinientos dólares! —dijo burlonamente Degarmo.
—No sea tonto —le grité—, ya me los he ganado.
Se hizo el silencio en la habitación. Uno de esos silencios cargados de amenazas próximos a explotar con el ruido tremendo del trueno. No pasó nada. La tensa atmósfera siguió rodeándoles pesada y sólidamente, como un muro. Kingsley se movió un poco en su sillón, luego de un momento interminable, y asintió con la cabeza.
—Nadie podía saber eso mejor que usted, Degarmo —le dije.
El rostro de Patton era tan expresivo como un trozo de madera. Observaba discretamente a Degarmo. No miró a Kingsley ni una sola vez. Degarmo miraba un punto situado en el medio de mis ojos, como si mirara algo que se encontrara muy alejado, en la lejanía, como una montaña al otro lado del valle.
Luego de lo que pareció una eternidad, Degarmo dijo calmosamente:
—No veo la razón. Nada sé acerca de la mujer de Kingsley. Por todo 16 que sé, jamás le he puesto los ojos encima… hasta esta noche.
Bajó las pestañas un poco y me estudió cuidadosamente por entre sus entornados párpados. Sabía perfectamente qué era lo que yo iba a decir. De todos modos, lo dije.
—Usted no la vio anoche. Porque hacía más de un mes que estaba muerta. Porque la habían ahogado en el lago del Pequeño Fauno. Porque el cadáver que usted vio en el Granada era el de Mildred Haviland, y Mildred Haviland era Muriel Chess. Y puesto que la señora Kingsley había muerto mucho antes de que mataran a Lavery, es evidente que ella no lo mató.
Kingsley se aferró a los brazos del sillón, pero no hizo el más mínimo ruido.