36

En Crestline, altura dos mil metros, el ambiente no había comenzado a entibiarse. Nos detuvimos allí para beber una cerveza. Cuando regresamos al coche, Degarmo extrajo su revólver de la funda que llevaba debajo del brazo y lo revisó. Era un Smith Wesson de calibre 38, pero del tamaño de un cuarenta y cinco, un arma sumamente poderosa, con un retroceso como el de la 45 y un alcance efectivo mucho mayor.

—No lo necesitará —le dije—. El es grande y fuerte, pero no pertenece a esa clase de personas.

Volvió el arma a la funda y me respondió con un guiño. No hablamos más por el momento, no nos quedaba tema de qué hablar. Rodamos alrededor de curvas y a lo largo de empinados y angostos caminos bordeados con blancos cercados y a veces con setos de piedra. Llegamos por fin a la represa que se encuentra en un extremo del Lago del Puma.

Detuve el auto, y el centinela, cruzando su arma por delante del cuerpo, se acercó hasta la ventanilla.

—Cierre todos los cristales antes de cruzar la represa, por favor.

Me incliné hacia atrás para cerrar los de la parte trasera que correspondían a mi lado. Degarmo sacó su insignia.

—Olvídelo, compañero, soy oficial de policía —dijo con su habitual falta de tacto.

El centinela le dirigió una larga mirada.

—Cierre todas las ventanillas, por favor —dijo exactamente en el mismo tono que había empleado anteriormente.

—¡Vete al demonio! —dijo Degarmo—, ¡vete al demonio, soldadito!

—¡Es una orden! —dijo el centinela. Los músculos de sus mandíbulas sobresalieron un poquito. Sus pálidos ojos grises estaban clavados en Degarmo—, y no soy yo quien ha dado esa orden. ¡Arriba con la ventanilla!

—Suponga que le digo que se vaya al diablo —le dijo Degarmo burlonamente.

—Puede que lo haga. Me asusto con mucha facilidad —le contestó mientras palmeaba cariñosamente la culata de su rifle, con una mano curtida que parecía de cuero.

Degarmo se dio la vuelta y cerró las ventanillas de su lado. Continuamos cruzando por encima de la represa. Había un centinela en la parte media y otro en el extremo más alejado. El primero debió de transmitirles alguna señal porque los otros nos miraron con ojos llenos de sospechas y cara de pocos amigos.

Continuamos nuestro camino atravesando las enormes masas de rocas graníticas y descendimos luego por las praderas de pastos duros en las que pacían buen número de vacas. Los mismos pantalones cortos y largos y los mismos pañuelos campesinos que había visto antes llenaban los senderos; la misma brisa ligera, el dorado sol y el cielo azul claro; el mismo aroma de los pinos, la misma fresca suavidad del verano en las montañas. Pero eso había sido ayer, y ayer parecía que se hallaba a cien años de distancia, cristalizado en el tiempo, como una mariposa en el ámbar.

Viré internándome en la carretera que llevaba al lago del Pequeño Fauno, rodeando las tremendas rocas y volviendo a pasar al lado de la caída de agua y su sonoro murmullo. La portada de la propiedad de Kingsley estaba abierta y el auto de Patton, invisible desde ese lugar. El coche estaba vacío y en su parabrisas todavía se veía la inscripción: «Mantenga en su puesto a Jim Patton. Es demasiado viejo para trabajar».

Cerca de él, pero apuntando en la dirección opuesta, estaba un destartalado cupé dentro del cual había un sombrero de cazador de leones. Detuve el auto detrás del de Patton y nos apeamos. Andy se bajó del cupé y se quedó mirándonos.

Le dije:

—Este es el teniente Degarmo, de la policía de Bay City.

Andy dijo:

—Jim está sobre la loma esperándole. Aún no se ha desayunado.

Caminamos por el sendero en dirección a la loma, mientras Andy volvía a introducirse en su cochecito. Más allá, el camino descendía hacia el diminuto lago azul. La cabaña de Kingsley, en el otro lado del lago, parecía carente de vida.

—Ese es el lago —dije.

Degarmo lo contempló silenciosamente. Su espalda se movió con un pronunciado estremecimiento.

—Vamos a capturar a ese bastardo —fue todo lo que dijo.

Seguimos nuestra marcha y encontramos a Patton que emergía detrás de una piedra. Llevaba el mismo viejo Stetson, los pantalones verde oliva y la camisa abrochada hasta su grueso cuello. La estrella que llevaba sobre el pecho tenía aún una punta doblada. Movía lentamente las mandíbulas, masticando.

—Me alegro de volver a verle —dijo, no mirándome a mí, sino a Degarmo.

Estiró la mano y estrechó la dura zarpa de Degarmo.

—La última vez que le vi, teniente, usted usaba otro nombre. Una especie de disfraz, según presumo. Sospecho que yo no le traté muy bien en esa oportunidad, por lo que le pido disculpas. Creó que desde un principio supe quién era la persona de la foto.

Degarmo asintió con la cabeza sin decir una sola palabra.

—Parece que si yo hubiera estado en mis cabales y hubiera obrado como es debido, se habrían evitado un montón de molestias.

Dijo Patton:

—Puede que se hubiera salvado una vida. Me sentí apesadumbrado; pero no soy de la clase de individuos que se pasan la vida entera lamentando lo que no tiene remedio. Les invito a que nos sentemos y me cuenten qué es lo que se supone que anda pasando y lo que debemos hacer nosotros.

Degarmo dijo:

—La mujer de Kingsley fue asesinada en Bay City anoche. Necesito hablar con él.

—¿Quiere decir que sospecha de él? —preguntó Patton.

—¡Y en qué forma! —gruñó Degarmo.

Patton se rascó el cuello y miró por encima de la superficie del lago.

—No ha salido ni una vez de la cabaña; lo más probable es que esté durmiendo. En las primeras horas de la mañana eché un vistazo por los alrededores. Se podía oír una radio que estaba funcionando, y ruidos que hacían pensar en alguien que estuviera jugando con un vaso y una botella, Me he mantenido alejado de él. ¿He hecho bien?

—Iremos allí ahora —dijo Degarmo.

—¿Tiene usted una pistola, teniente?

Degarmo se palmeó bajo el brazo izquierdo. Patton me miró. Yo negué con la cabeza: no llevaba arma.

—Kingsley puede estar armado también —dijo Patton—. No me atraen los tiroteos en estos alrededores, teniente. Una pelea a tiros no me reportaría beneficio alguno; a la gente de por aquí no le resulta esa clase de diversiones. Usted me da la impresión de ser una persona que tiene propensión a sacar el arma con demasiada rapidez.

—Tengo bastante habilidad, si es eso lo que quiere decir —contestó Degarmo—. Pero a este tipo lo quiero vivo.

Patton miró a Degarmo, me miró a mí, volvió a mirar a Degarmo y lanzó luego un torrente de jugo de tabaco, que se derramó hacia un costado.

—No sé lo suficiente como para acercarme a él —dijo tozudamente.

De manera que nos sentamos en el suelo y le referimos toda la historia.

Escuchó silenciosamente, sin parpadear siquiera. Cuando finalizamos el relato me dijo:

—Usted tiene una graciosa manera de trabajar para sus clientes. Personalmente tengo la impresión de que ustedes, muchachos, se encuentran mal informados. Vamos a ir allá y veremos qué es lo que pasa. Yo entraré primero… para el caso de que estén en lo cierto, en todo lo que han pensado: que Kingsley tenga una pistola y que se encuentre un poquito desesperado. Mi vientre es un hermoso blanco.

Nos levantamos y comenzamos la marcha alrededor del lago, por el camino más largo. Cuando llegamos al pequeño muelle, pregunté:

—¿Le han hecho ya la autopsia, sheriff?

Patton afirmó.

—Se ahogó, realmente. No tienen ninguna duda en cuanto a la causa de la muerte. No había heridas de cuchillo, ni de bala, ni se observaron golpes en la cabeza o algo por el estilo. Hay marcas en el cuerpo, pero demasiadas para que tengan algún significado. Además, no es un cuerpo muy agradable para trabajar en él.

Degarmo estaba pálido e iracundo.

—Sospecho que no debería de haber dicho eso, teniente —dijo Patton con humildad—. Es bastante duro de soportar, y yo veo que usted conocía a la dama muy bien.

Degarmo dijo secamente:

—Olvidemos eso y dediquémonos a lo que tenemos que hacer.

Continuamos nuestro camino a lo largo de la costa hasta que llegamos a la cabaña de Kingsley. Subimos los gruesos escalones. Patton se deslizó suavemente por el porche hasta alcanzar la puerta. Probó a abrir la persiana y encontró que no estaba asegurada. La abrió y probó la puerta. Estaba también sin llave. Mantuvo la puerta cerrada con el picaporte girado, mientras Degarmo descorría la cortina de un solo golpe. Patton empujó la puerta y todos penetramos rápidamente en la habitación.

Derace Kingsley yacía hundido en un profundo sillón al lado de la chimenea apagada, los ojos cerrados. A su lado, sobre una mesa, había un vaso vacío y una botella de whisky, casi vacía también. La habitación estaba saturada de olor a bebida. Un cenicero, al lado dé la botella, estaba repleto de colillas de cigarrillos. Dos paquetes vacíos estaban aplastados sobre las colillas.

Todas las ventanas de la habitación estaban cerradas. El ambiente era caluroso y sofocante. Kingsley tenía puesto un jersey y su cara estaba roja y abotagada. Roncaba y sus manos colgaban fláccidas a los costados de los brazos del sillón, la punta de los dedos tocando el suelo.

Patton se acercó hasta una distancia de apenas unos centímetros y se quedó allí de pie, contemplando por un largo tiempo, antes de hablar.

—Señor Kingsley —dijo entonces con voz calma y segura—, tenemos que hablar con usted.