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Nos desayunamos ligeramente en el Alhambra e hice que me llenaran el tanque de gasolina. Salimos de la carretera 70 y comenzamos a pasar los camiones que se internaban en esa zona de residencias. Yo conducía. Degarmo permanecía sentado en un rincón. Llevaba las manos profundamente hundidas en los bolsillos del pantalón.

Yo contemplaba las gruesas hileras de naranjos que pasaban a nuestro lado como los rayos de una rueda; escuchaba el gemido de las ruedas en el pavimento y sentí el peso del cansancio, la falta de sueño y las muchas emociones.

Llegamos a la larga cuesta que se encuentra al sur de San Dimas, sube hasta un risco y cae luego hasta Pomona. Esta es la parte final del cinturón de nieblas, y el comienzo de esa región casi desierta en donde el sol es liviano y seco como el jerez por la mañana, caliente a mediodía como un horno, y que semeja un ladrillo ardiente a la caída de la noche.

Degarmo se encajó un palillo en un canto de la boca y dijo en tono casi burlón:

—Webber me hizo pasar las de Caín anoche. Me dijo que había hablado con usted y de qué tema habían conversado.

No le contesté. Me miró y volvió luego a retirar la vista. Señaló con una mano en derredor.

—No viviría en esa maldita región aunque me la regalaran. El aire se pone pesado aquí aun antes del amanecer.

—Llegaremos dentro de un minuto a Ontario. Subiremos por el bulevar de la colina y podrá contemplar ocho kilómetros de los más hermosos árboles del mundo.

Llegamos al centro de la ciudad y dimos la vuelta hacia el Norte en Euclid, tomando por la espléndida carretera.

Degarmo dijo, mientras contemplaba los árboles: .

—Era mi chica la que hallaron ahogada en el lago. No he estado bien de la cabeza desde que me enteré de eso. Todo lo que miro es de color escarlata. Si pudiera ponerle las manos encima a ese Chess…

—Bastantes molestias ha causado ya dejándola escapar luego del crimen de la mujer de Almore —le dije.

Seguí con la cabeza fija en la carretera, mirando a través del parabrisas. Sentí cómo su cabeza giraba hacia mí y su mirada se clavaba en mi rostro. No sabía qué estaba haciendo con las manos, ni podía ver la expresión de su rostro. Después de un largo rato se oyó su respuesta. Llegó a través de dientes apretados; las palabras se le escapaban por la comisura de la boca, produciendo un ruido como si raspara algo:

—¿Está usted loco?

—No —le respondí—, y usted tampoco lo está. Sabe tan bien como el que más, que Florence Almore no se bajó de la cama y fue caminando hasta el garaje. Sabe que fue llevada allí. Sabe por qué Talley robó la zapatilla, ésa que nunca había pisado un suelo de cemento. Sabe que Almore le puso una inyección en el brazo a su esposa en el despacho de Condy, y que esa inyección era la dosis que necesitaba, ni más ni menos. Conocía las inyecciones que daba, tanto como conoce usted la forma de ser rudo con un pobre desgraciado que no tiene dinero ni un lugar donde pasar la noche. Sabe que Almore no asesinó a su mujer con morfina y que si la hubiera querido asesinar, la morfina era lo último en el mundo que hubiera pensado utilizar. Pero usted sabía que alguien lo había hecho y que entonces Almore la llevó en brazos hasta el garaje y la colocó allí, técnicamente viva todavía como para poder respirar un poco de monóxido, pero desde el punto de vista médico tan muerta como si ya hubiera dejado de respirar. Usted sabe todo eso.

Degarmo dijo con toda suavidad y entre dientes:

—Hermano, ¿cómo se las ha arreglado para continuar viviendo tanto tiempo?

Le contesté:

—Por no caer en demasiadas trampas y no temer demasiado tampoco a los matones de profesión. Sólo un estúpido hubiera hecho lo que hizo Almore, un estúpido y un hombre enormemente asustado que tenía sobre su conciencia cosas que no resistirían la luz del día. Técnicamente él puede ser convicto de asesinato. No pienso que ese punto se haya discutido nunca. Pero de cualquier manera, tendría la tarea nada fácil de probar que ella estaba más allá de toda posibilidad de salvación. Pero mirándolo de una manera práctica, usted sabe perfectamente quién es el asesino.

Degarmo rió. Era una risa desagradable, desprovista de alegría y de significado.

Llegamos al boulevard de la colina y volvimos a doblar hacia el Este. Yo pensaba que todavía hacía algo de fresco, pero Degarmo estaba sudando. No podía quitarse la chaqueta por la pistola que tenía bajo el brazo.

Le dije:

—Ese chica, Mildred Haviland, se entendía con Almore, y su esposa lo sabía. Llegó a amenazarlo, según supe por sus padres. Mildred sabía todo lo que era necesario saber sobre morfina, dónde conseguir toda la que se necesitaba, y cuánta era la cantidad que debía de utilizarse. Estaba sola con Florence, luego que la hubo colocado en la cama. El lugar era perfecto para llenar una aguja con cuatro o cinco gramos e inyectarlos en una mujer inconsciente, utilizando el mismo pinchazo que había hecho anteriormente Almore. Moriría quizás antes de que Almore regresara a la casa; cuando él llegara sería ya tarde. Eso constituiría entonces su propio problema, y él tendría que resolverlo. Nadie le creería que no había drogado a su esposa hasta matarla. Nadie que no conociera todas las circunstancias. Pero usted sí las conocía. Tendría yo que creer que es usted mucho más tonto de lo que realmente es para pensar que no lo sabía. Disimuló entonces la intervención de la muchacha, porque todavía la quería. La asustó para hacerla salir de la ciudad, fuera de peligro, fuera de alcance, pero disimuló su intervención. Dejó impune su delito, y así quedó a merced de ella. ¿Por qué fue a las montañas en su busca?

—¿Y cómo había de saber yo dónde buscarla? —dijo con rabia—. No le molestaría mucho explicarme eso, ¿verdad?

—Claro que no —le contesté—. Ella se había hartado de Bill Chess, de sus borracheras, de su mal carácter y su dedicación a las mujeres de vida fácil. Pero necesitaba dinero para escapar. Pensó que se encontraba a salvo ahora que ella sabía algo sobre Almore que podía usar con seguridad. Entonces le escribió pidiéndole dinero. Almore le envió a usted para que la viera. Ella no le había dicho a Almore cuál era el nombre que estaba usando, ni ningún detalle de dónde o cómo estaba viviendo. Una carta a nombre de Mildred Haviland en Punta del Puma la localizaría. Todo lo que ella tenía que hacer era preguntar si había llegado correspondencia para esa persona. Pero no llegó ninguna carta ni nadie la relacionó con Mildred Haviland. Todo lo que tenía usted era una vieja fotografía y sus acostumbradas malas maneras, y eso no le había de llevar a ningún lado con esa clase de gentes.

—Degarmo preguntó:

—¿Quién le dijo que quiso sacarle dinero a Almore?

—Nadie. Tuve que usar mi imaginación para pensar algo que estuviera de acuerdo con lo que había sucedido. Si Lavery o Kingsley hubieran sabido quién había sido Muriel Chess, y lo hubiesen comentado, usted habría sabido dónde encontrarla y cuál era el nombre que estaba usando. Usted no conocía esas cosas. Por lo tanto, la punta del ovillo debía de provenir de la única persona que sabía quién era en ese lugar. Esa persona era ella misma. De manera que presumí que era ella la que le había escrito a Almore.

—Muy bien —dijo él—, olvidémoslo. Eso no tiene importancia alguna ahora. Si me encuentro en un lío, eso es asunto mío. Lo volvería a hacer en iguales circunstancias.

—No importa —le contesté—, no estoy tratando de sacar provecho de nadie ni siquiera de usted. Le estoy contando todo esto para que no trate de colgarle a Kingsley muertes que no le pertenecen. Si hay alguna de la que sea responsable, déjelo que lo cuelguen.

—¿Por eso me lo ha dicho? —me preguntó.

—Sí.

—Pensé que quizás era porque usted me odiaba profundamente.

—He terminado con el odio que le profesaba. Todo se ha desvanecido. Puedo odiar con gran violencia, pero no me dura mucho tiempo.

Marchábamos ahora por terrenos de viñedos, ese territorio arenoso y abierto que se extiende a lo largo de los pelados, flancos de las colinas. Poco después llegamos a San Bernardino y continuamos la marcha sin detenernos.