34

Era una casa blanca, de dos pisos, con el techo de color oscuro. El claro resplandor de la luna la envolvía como una fresca capa de pintura. Rejas de hierro forjado protegían las ventanas del piso bajo en su mitad inferior. Un césped bien cuidado llegaba hasta la entrada, que estaba colocada en diagonal sobre el muro saliente. Todas las ventanas estaban a oscuras.

Degarmo se apeó del coche y recorrió a pie el sendero del frente, se volvió luego y dirigió la mirada a lo largo del camino que llevaba al garaje. Continuó recorriendo el sendero hasta que la esquina de la casa lo ocultó a mi vista. Oí el ruido que hacía la puerta del garaje al abrirse y, casi en seguida, el que produjo la cortina al volver a cerrarse. Volvió a reaparecer en la esquina, me hizo una seña con la cabeza y atravesó el césped dirigiéndose a la puerta de entrada. Oprimió el timbre, mientras con/ la otra mano extraía un cigarrillo y se lo llevaba a la boca.

Se corrió un poco a un lado de la puerta para encenderlo y la luz del fósforo hizo resaltar las profundas arrugas de su rostro. Luego de un momento se encendió una luz. La mirilla se abrió y vi a Degarmo que mostraba sus credenciales. Lentamente, como a disgusto, se abrió la puerta. Entró.

Tardó unos cuatro o cinco minutos. Detrás de algunas de las ventanas se encendieron luces que luego volvieron a apagarse. Volvió a salir de la casa y, mientras regresaba hacia el auto, se volvieron a apagar todas las luces y todo volvió a quedar tan a oscuras como antes.

Degarmo se quedó de pie al lado del coche, fumando y mirando hacia la curva que hacía la calle.

—Hay un automóvil pequeño en el garaje —dijo—. La cocinera dice que es el de ella. No hay señales de Kingsley. Dicen que no le han visto desde esta mañana. He revisado todas las habitaciones. Creo que me han dicho la verdad. Webber y el encargado de investigar las impresiones digitales estuvieron antes por aquí, y el polvo para buscar impresiones se encuentra desparramado por todo el dormitorio principal. Webber debe de estar tratando de conseguir impresiones para compararlas con las que se encontraban en la casa de Lavery. No me dijo nada sobre lo que había encontrado. ¿Dónde podrá estar Kingsley?

—En cualquier parte —dije—. Marchando por un camino, en un hotel, en un baño turco aliviando un poco la tensión nerviosa. Pero a quien tenemos que hallar primero es a su amiga. Su nombre es Fromsett y vive en el Bryson Tower, sobre Sunset; es un lugar alejado del centro, cerca de Bullock’s Wilshire.

—¿Qué hace? —preguntó Degarmo, mientras se sentaba al volante.

—Le lleva los libros de la oficina, y fuera de ella, es la dueña del dueño. Pero no es el tipo vulgar de la oficinista aprovechada. Tiene materia gris y gran estilo.

—Esta situación le va a exigir todo lo que tenga —dijo Degarmo. Siguió hasta Wilshire y luego volvió a doblar hacia el Este.

En veinticinco minutos llegamos al Bryson Tower, un palacio estucado de blanco, con faroles tallados en el patio y altas palmeras. La entrada tenía la forma de una L, a la que se llegaba subiendo unos escalones de mármol. Atravesamos una entrada de tipo morisco y un vestíbulo demasiado grande, recubierto por una alfombra azul, decorado con unas vasijas panzudas, como las que contenían aceite en los cuentos de Alí Babá, lo suficientemente grandes, como para contener en su interior un tigre. Había un mostrador, y en él un encargado nocturno con uno de esos bigotitos que pueden perderse debajo de una uña.

Degarmo pasó rápidamente junto al mostrador y se dirigió hacia un ascensor que estaba con la puerta abierta, y junto al cual dormitaba, sentado en un taburete, un hombre de edad. El encargado le ladró a la espalda de Degarmo como lo hubiera hecho un foxterrier.

—Un momento, si me hace el favor. ¿A quién desea ver?

Degarmo dio media vuelta sobre sus tacones y me miró maravillado.

—¿Ha dicho a quién?

—Sí, pero no le vaya a pegar —le dije—. Esa es una palabra que está en el diccionario.

Degarmo se mojó los labios.

—Ya lo sé que está, y a veces me pregunto para qué sirve —me contestó—. Mire, compañero —dijo dirigiéndose al encargado—, nosotros queremos ir al 716. ¿Tiene usted alguna objeción que hacer?

—Desde luego que la tengo —dijo con frialdad el sujeto—. No tenemos costumbre de anunciar a nadie a —levantó el brazo y dio vuelta la muñeca para ver la esfera de su reloj pulsera— las cuatro y veintitrés de la mañana.

—Eso es lo que yo había pensado —dijo Degarmo—, por eso no le queríamos molestar, ¿me entiende? —sacó la medalla del bolsillo y la colocó de manera que la luz, al dar en ella, hiciera relucir su recubrimiento oro y azul—. Soy teniente de la policía.

El encargado se estremeció.

—Muy bien. Tengo la esperanza de que no se producirá ningún escándalo. Pienso que es mejor que les anuncie. ¿Qué nombres debo dar?

—Teniente Degarmo y señor Marlowe.

—Apartamento 716, debe de ser el de la señorita Fromsett. Un momento por favor.

Se introdujo detrás de un biombo de cristal y le oímos hablar luego de una pausa bastante prolongada. Regresó asintiendo con la cabeza.

—La señorita está arriba. Ella les recibirá.

—¡Eso me quita, por cierto, un gran peso del espíritu! —dijo burlonamente Degarmo—. Y no se moleste en llamar al administrador y mandarlo arriba. Soy alérgico a los administradores.

El encargado nos dirigió una leve y fría sonrisa mientras nos introducíamos en el ascensor.

El séptimo piso estaba fresco y silencioso. El corredor parecía tener; un kilómetro de largo. Por último llegamos a una habitación que tenía en su puerta el número 716, en medio de un círculo de hojas. Al lado de la puerta había un botón de marfil, en el que Degarmo apoyó el dedo. Se oyó dentro el sonido musical de un timbre y la puerta se abrió.

La señorita Fromsett llevaba una bata azul acolchada sobre su pijama. Sus pies calzaban unas zapatillas de tacón alto adornadas con borlas. Su pelo oscuro aparecía arreglado a toda prisa y se había quitado los afeites de la cara, en la que se puso solamente un poco de colorete.

Penetramos, pasando a su lado, en una habitación bastante estrecha en la que se veían varios espejos de forma oval, muy bonitos, y graciosos muebles de época tapizados en damasco azul. No parecía el mobiliario de una casa de apartamentos. Se sentó en un banquito, se echó hacia atrás y esperó, con toda calma, a que alguien le dijera algo.

Le expliqué:

—Este es el teniente Degarmo, de la policía de Bay City. Andamos en busca de Kingsley. En su casa no está. Se nos ocurrió que quizás usted pudiera darnos una idea de dónde le podríamos hallar.

Ella se dirigió a mí sin mirarme.

—¿Es algo urgente?

—Sí, ha sucedido algo.

—¿Qué ha sucedido?

Degarmo dijo bruscamente:

—Lo único que nosotros queremos saber es dónde se halla Kingsley. No podemos perder tiempo contando historias.

La muchacha lo contempló con una mirada inexpresiva. Luego me miró a mí, y dijo:

—Creo que es mejor que me lo diga usted, señor Marlowe.

—Fui allá con el dinero. Nos encontramos en la forma que habíamos convenido. Luego fui hasta su apartamento para hablarle. Mientras estaba ahí, un hombre que se encontraba detrás dé una cortina me dio un golpe. No pude verlo. Cuando recobré el conocimiento, la habían asesinado.

—¿Asesinado?

—Asesinado.

Cerró sus hermosos ojos mientras se mordía las comisuras de los labios. Luego se puso de pie y se dirigió hasta una mesita con cubierta de mármol. Tomó un cigarrillo de una caja, lo encendió, mientras miraba distraídamente la superficie de la mesa. Agitó el fósforo cada vez más lentamente, hasta que su mano se detuvo, sin apagarlo aún y lo dejó caer en un cenicero. Se volvió y permaneció apoyada contra la mesa.

—Supongo que tendría que llorar o algo por el estilo —dijo—, pero no experimento la menor emoción.

Degarmo dijo:

—No tenemos el menor interés en conocer sus emociones en este momento. Lo que nos interesa es saber dónde se encuentra Kingsley. Usted puede decírnoslo o no. De cualquiera de las dos formas puede ahorrarse las reacciones. Lo que tiene que hacer es decidirse.

La joven me preguntó con toda suavidad:

—¿El teniente es un oficial de la policía de Bay City?

Asentí. Se volvió hacia él lentamente, con aire de dignidad ultrajada.

—En ese caso —dijo—, no tiene ningún derecho a estar en esta habitación, como no lo tendría ningún otro idiota escandaloso que pretendiera llevarse a la gente por delante.

Degarmo la miró sin ninguna expresión. Hizo luego una mueca, se puso de pie y fue nuevamente a sentarse en una mullida silla, estirando cómodamente las piernas. Me hizo un ademán con la mano.

—Está bien, siga usted. Yo puedo conseguir toda Ja cooperación que necesita de los muchachos de Los Ángeles, pero para cuando les haya explicado todo, habrá pasado más de una semana.

Me dirigí a ella:

—Señorita Fromsett, si sabe dónde se encuentra Kingsley, hacia dónde se dirigió, por favor díganoslo. Usted debe comprender que debemos encontrarle.

Ella preguntó calmosamente:

—¿Por qué?

Degarmo echó la cabeza hacia atrás y lanzó una estruendosa carcajada.

—Esta niña es magnífica. Quizás piensa que le debemos ocultar a Kingsley que su esposa ha sido asesinada.

—Ella es mejor de lo que usted piensa —le respondí.

Su cara recobró la calma, mientras él se mordía el pulgar. La miró luego de arriba abajo, con toda insolencia.

—¿Es sólo porque debe dársele la noticia? —preguntó la joven.

Saqué la bufanda amarilla y verde del bolsillo y la desenrollé frente a ella.

—Han hallado esto en el apartamento donde fue asesinada. Pienso que usted debe de haberla visto.

Miró la bufanda y luego me miró a mí; en ninguna de las miradas podía verse expresión alguna. Luego dijo:

—Usted está pidiendo que se le tenga una enorme confianza, señor Marlowe. Sobre todo si se considera que no ha sido un detective muy hábil.

—Yo me lo he buscado —dije—. Me lo merezco. En cuanto a mi habilidad, ese es un asunto del cual usted no puede hablar.

—Eso sí que es gracioso —dijo Degarmo—. Ustedes dos forman una bonita pareja. Lo único que necesitan es algunos acróbatas que les complementen. Pero en este preciso momento…

Ella le interrumpió bruscamente, como si él no existiera.

—¿Cómo ha sido asesinada?

—Ha sido estrangulada, despojada de sus ropas y arañada.

—Derry no hubiera sido capaz de hacer una cosa como ésa —dijo calmosamente.

Degarmo hizo ruido con los labios.

—Nadie sabe nunca lo que otra persona es capaz de hacer. Un policía sabe eso demasiado bien.

La muchacha siguió sin mirarle. Con el mismo tono preguntó:

—Lo que quieren saber es dónde fuimos luego de abandonar su apartamento y cuándo me trajo a casa… ¿Cosas como esas?

—Así es.

—Porque si él hubiera estado conmigo no habría tenido tiempo de ir hasta la playa a matarla. ¿No es así?

Le contesté:

—Eso es gran parte de la verdad.

—El no me trajo a casa —dijo lentamente—. Tomé un taxi en el Boulevard Hollywood, antes de que hubieran pasado cinco minutos desde que abandonamos su apartamento. No le he vuelto a ver. Pensé que había regresado a su casa.

Degarmo dijo:

—Generalmente las amantes tratan de dar a sus amigos una coartada más sólida que la que le brinda usted. Pero se ve de todo, ¿no es cierto?

La señorita Fromsett dijo, dirigiéndose a mí:

—Quería traerme a casa, pero eso le hubiera desviado mucho de su camino y ambos estábamos cansados. La razón por lo cual le digo esto a usted es porque creo que no tiene la menor importancia. Si creyera que la podía tener no lo hubiera dicho.

—De manera que él tuvo tiempo suficiente —dije.

Ella movió la cabeza.

—No lo sé. Yo no sé cuánto tiempo se necesita. No sé cómo iba a saber dónde podía encontrarla. No por mí; ni porque ella se lo hubiera mandado a decir por mediación mía, puesto que ella no me lo dijo.

Sus oscuros ojos se posaron en los míos, inquisidores, buscando la verdad.

—¿Era esa la clase de confidencia que usted estaba buscando?

Doblé la bufanda y volví a guardarla en el bolsillo.

—Queremos saber dónde se encuentra ahora.

—No puedo decírselo, porque no tengo la menor idea.

Sus ojos habían seguido la bufanda en su camino de regreso a mi bolsillo. Continuaron clavados allí, mientras me preguntaba:

—Usted ha dicho que le han golpeado. ¿Quiere decir, hasta hacerle perder el conocimiento?

—Sí, por alguien que se encontraba escondido detrás de una cortina. Estábamos luchando. Ella había sacado una pistola con la que me apuntaba, y yo estaba tratando de quitársela. No hay ninguna duda de que fue ella quien mató a Lavery.

Degarmo se levantó súbitamente.

—Usted está haciendo un agradable y suave papel, compañero —bramó—, pero no va a llegar a ninguna parte. Vámonos.

Le dije:

—Espere un minuto, que aún no he terminado. Supongamos que Kingsley hubiera estado preocupado, señorita Fromsett, seriamente preocupado por algo que le mordiera muy en lo profundo. Esa fue la impresión que me produjo. Supongamos que supiera más de lo que nosotros imaginamos, o de lo que yo imagino, y se diera cuenta de que las cosas se estaban complicando demasiado. Era natural que quisiera ir a algún lugar tranquilo a pensar qué podía hacer. ¿No le parece que eso tiene bastante sentido?

Me detuve, observando por el rabillo del ojo la impaciencia de Degarmo. Luego de un momento la muchacha dijo con voz carente de tono:

—El no habría escapado o no se habría ocultado, puesto que no tenía ningún motivo para hacerlo. Pero puede ser que quisiera un poco de tranquilidad para pensar.

—En un lugar extraño, en un hotel —dije, recordando lo que me habían dicho en el Granada—, o en un lugar mucho más tranquilo aún que ése.

Miré en torno, buscando el teléfono.

—Está en mi dormitorio —dijo la señorita Fromsett, dándose cuenta en seguida de lo que estaba buscando.

Me dirigí a su dormitorio. Degarmo me seguía los pasos. La habitación era de color marfil y rosa viejo. Había un gran lecho en el que veía una almohada que conservaba todavía el redondo hueco hecho por la cabeza. Los artículos de tocador brillaban en una cómoda con espejo. Una puerta abierta dejaba ver los azulejos del baño. El teléfono estaba sobre la mesita.

Me senté en el borde de la cama, di una palmada en el lugar en que había estado la cabeza de la señorita Fromsett, y levantando el auricular llamé a larga distancia. Cuando el operador contestó, pedí hablar con Jim Patton, en Punta del Puma. Llamada de persona a persona, muy urgente. Coloqué el auricular en la montura y encendí un cigarrillo. Degarmo me contemplaba desde arriba, con las; piernas bien separadas, rudo y sin cansancio aparente y completamente listo para mostrarse brutal.

—¿Y ahora qué? —gruñó.

—Espere y verá.

—¿Quién se figura usted que está a cargo de este espectáculo?

—Su pregunta lo demuestra. Yo, a menos que quiera usted que sea la policía de Los Ángeles la que lo haga.

Encendió un fósforo con la uña del pulgar y le contempló mientras se consumía; luego trató de apagarlo con un largo y continuado soplo, que sólo hizo que la llama se inclinara para el otro lado. Lo tiró, y sacó después otro, que se puso a masticar con los dientes. El teléfono sonó cu ese momento.

—Su llamada a Punta del Puma.

La adormilada voz de Patton se oyó en el receptor:

—Hola, habla Patton.

—Habla Marlowe, de Los Ángeles —le dije—. ¿Me recuerda?

—Por supuesto que sí, hijo. A pesar de que me encuentro despierto sólo a medias.

—Hágame el favor —dije—, aunque sé que no tiene usted ninguna obligación de hacerlo. Vaya o envíe a alguien hasta el lago del Pequeño Fauno para ver si se encuentra allí Kingsley. No deje que él lo vea. Podrá ver su coche desde lejos o divisar las luces de la cabaña. Trate de que él no se vaya. Llámeme tan pronto como pueda, para darme las noticias. Yo iría entonces para allí. ¿Puede hacerme ese favor?

Patton dijo:

—No veo qué razones le puedo dar para impedir que se marche, en caso de que quiera hacerlo.

—Llevaré conmigo a un oficial de la policía de Bay City, que desea hacerle algunas preguntas con respecto a un crimen. No el suyo, éste es otro.

Hubo un largo silencio cargado de dudas en el otro lado de la línea. Por último, la voz de Patton dijo:

—No será una treta suya, ¿verdad, hijo?

—No. Llámeme a Tumbridge 2722.

Colgué el auricular. Degarmo estaba sonriente ahora. Me dijo:

—¿Esta criatura le hizo alguna señal que yo no alcancé a ver?

Me puse de pie.

—No. Estoy tratando solamente de ponerme en su lugar. Cuanta energía podía haber en su persona debe de haberse desvanecido ya. Pensé que elegiría el lugar más tranquilo y remoto que conociera… para tratar de recobrar el dominio sobre sí mismo. Dentro de unas pocas horas, probablemente habría regresado. Será más conveniente que usted le atrape antes de que regrese.

A menos que se meta una bala en la cabeza —dijo Degarmo fríamente—. Tipos como él son los que más fácilmente hacen eso.

—Usted no puede detenerlo hasta tanto lo encuentre.

—Eso es evidente.

Regresamos al living. La señorita Fromsett asomó la cabeza desde la cocinita y nos dijo que estaba haciendo café. Lo tomamos y nos quedamos sentados como personas conocidas que se encuentran en la sala de espera de una estación.

La llamada de Patton llegó al cabo de unos veinticinco minutos. Había luz en la cabaña de Kingsley y un coche estacionado.