33

Salimos y marchamos por el corredor en dirección opuesta al apartamento 618. La luz se extendía todavía sobre el piso a través de la puerta abierta. Dos individuos vestidos de civil, de pie en el umbral, fumaban protegiendo el cigarrillo con la mano, como si estuviera soplando un fuerte viento. Un confuso murmullo de voces salía de la habitación.

Continuamos hasta doblar el codo del corredor y llegamos hasta el ascensor. Degarmo abrió la puerta de escape para incendios, y descendimos acompañados por el sordo ruido de nuestros pasos sobre los escalones de cemento, piso tras piso. Al llegar al vestíbulo, Degarmo se detuvo y escuchó atentamente, la mano puesta sobre el picaporte de la puerta. Miró por sobre el hombro mientras me preguntaba:

—¿Tiene coche?

—Está en el garaje de abajo.

—Buena idea.

Descendimos los escalones hasta llegar al garaje, introduciéndonos en su penumbra. El negro salió de la oficina chiquita y le entregué el talón del auto. Miró furtivamente el uniforme policial de Shorty, sin decir nada, y señaló el coche con el dedo.

Degarmo se sentó al volante del Chrysler, yo a su lado y Shorty se acomodó detrás de mí. Subimos la rampa y penetramos en el aire fresco y húmedo de la noche. A unos doscientos metros de distancia, un coche, grande, con dos faros gemelos de color rojo, se dirigía hacia nosotros.

Degarmo escupió por la ventanilla del auto y lo hizo girar en la dirección opuesta.

—Ese debe de ser Webber —dijo—. Como siempre, tarde para el entierro. Esta vez le hemos despellejado la nariz, Shorty.

—No me gusta mucho esto, teniente. Se lo confieso honestamente.

—Arriba el ánimo, muchacho. Puede que se gane la vuelta a la División Homicidios.

—Preferiría continuar usando los botones y poder comer —dijo Shorty; el coraje se le estaba diluyendo rápidamente.

Degarmo condujo el automóvil rápidamente por espacio de unas diez manzanas y luego disminuyó la marcha. Shorty dijo con inquietud:

—Sospecho que usted sabrá lo que está haciendo, pero éste no es el camino que va al Ayuntamiento.

—Eso es verdad —le contestó Degarmo—. No lo ha sido nunca. ¿No es cierto?

Siguió reduciendo la marcha del coche hasta casi detenerse y dio luego la vuelta internándose en un barrio residencial, cuyas calles estaban flanqueadas por hileras de casas, todas iguales y pequeñas, ocultas detrás de pequeños e idénticos jardines. Frenó suavemente el coche, mientras se acercaba a la acera, deteniéndose en mitad de una manzana. Colocó el brazo sobre el asiento en tanto se daba vuelta para dirigirse a Shorty.

—¿Usted piensa que este tipo fue quien la asesinó, Shorty?

—Es lo que quisiera saber —respondió Shorty con voz levemente trémula.

—¿Tiene una linterna?

—No.

Yo le dije:

—Hay una en la solapa del coche, en el lado izquierdo.

Shorty se movió un poco en el asiento trasero, se oyó un ruido metálico y casi en seguida surgió el blanco resplandor de la linterna que se encendía. Degarmo dijo:

—Mire la parte posterior de la cabeza de este tipo, Shorty.

El rayo de luz se movía en dirección a mi cabeza y se detuvo allí. Sentí que el hombre chiquito respiraba aguadamente sobre mi nuca. Algo se acercó y me tocó el chichón que tenía en la cabeza. Dejé escapar un quejido. La linterna se apagó y la oscuridad volvió a posesionarse de la calle.

Shorty dijo:

—Sospecho que este hombre ha sido golpeado, teniente. No lo comprendo.

—Lo mismo le pasó a la chica —dijo Degarmo—. No es mucho lo que se nota, pero así es. Le dieron un golpe para poder quitarle las ropas y arañarla antes de matarla. De manera que los rasguños pudieron sangrar; luego la estrangularon. Nada de eso hizo ningún ruido. ¿Por qué había de hacerlo? Además, no hay teléfono en ese apartamento. ¿Quién dio el aviso, Shorty?

—¿Cómo diablos puedo saberlo yo? Un tipo llamó y dijo que una mujer había sido asesinada en el departamento 618 del Granada, en la Octava Avenida. Reed estaba todavía buscando a un fotógrafo cuando entró usted. El que estaba de guardia dijo que una voz gruesa, que sonaba a falsa, fue la que dio el aviso. No dio nombre alguno.

—Muy bien, entonces —dijo Degarmo—. Si fuera usted quien la hubiese asesinado, ¿en qué forma habría escapado de allí?

—Caminando —dijo Shorty—. ¿Por qué no?

Y repentinamente me preguntó, ladrando:

—¡Eh! ¿Por qué no lo ha hecho usted así?

Ni siquiera le contesté. Degarmo dijo con voz monocorde:

—Usted no hubiera trepado por la ventana de un baño que se encontraba a seis pisos de altura para pasar a otro baño perteneciente a gente desconocida, que podrían haber estado durmiendo, ¿no es así? Tampoco habría pretendido ser el dueño del apartamento de al lado, ni perder el tiempo llamando a la policía. Sobre todo porque ella podría haber permanecido un mes allí sin ser descubierta. Usted; no hubiera despreciado la oportunidad de huir con todas; esas ventajas, ¿verdad, Shorty?

—Sospecho que no —dijo Shorty con precaución—. Creo que ño hubiera hecho la llamada tampoco. Pero usted sabe cómo son estos asesinos degenerados; hacen cosas extrañas, teniente. No son normales como nosotros. Además, puede haber tenido un cómplice y haber sido éste el que le golpeó en la cabeza para que cargara con la responsabilidad de todo.

—¡No me vaya a hacer creer que todo eso salió solito de su propia cabeza! —dijo Degarmo con ironía—. Así ahora estamos sentados aquí, y el amigo que conoce todas las respuestas se encuentra con nosotros, sin que se le oiga decir esta boca es mía —dio vuelta su cabezota y me preguntó: ¿Qué estaba haciendo allá?

—No lo puedo recordar —le contesté—. El golpe en la cabeza parece que me ha dejado la mente en blanco.

—Nosotros le ayudaremos a recordar —dijo Degarmo—. Le llevaremos con nosotros unos pocos kilómetros en el interior de las colinas, a algún lugar donde pueda contemplar las estrellas y reposar. ¡Verá cómo allí va a recordarlo todo!

Shorty dijo:

—Esa no es forma de hablar, teniente. ¿Por qué no lo llevamos al Ayuntamiento y hacemos las cosas como lo especifican las leyes?

—¡Al diablo con las leyes! —dijo Degarmo—. Me gusta este muchacho. Quiero tener con él una larga y dulce charla. Necesita un poco de halago, Shorty. Es un poquito tímido.

—No quiero mezclarme en nada de esto —dijo Shorty.

—¿Qué quiere hacer entonces, Shorty?

—Quiero volver al Ayuntamiento.

—Nadie se lo va a impedir, muchacho. ¿Tiene ganas de caminar?

Shorty se quedó silencioso un momento.

—Así es —dijo por último suavemente—. Tengo ganas de caminar.

Abrió la puerta del auto y se quedó de pie un momento en la acera.

—Y sospecho que usted se dará cuenta de que debo informar sobre esto. ¿No es verdad, teniente?

—Bien —le contestó Degarmo—; dígale a Webber que estuve preguntando por él. Que la próxima vez que pida un filete, se acuerde de dar vuelta un plato boca abajo por mí.

—Eso no tiene ningún sentido para mí —dijo el polizonte chiquito, mientras cerraba de un golpe la puerta del auto.

Degarmo puso el cambio y aceleró el motor en forma tal que alcanzó los sesenta kilómetros en menos de manzana y media. En la tercera llevaba ya más de setenta y cinco. Redujo la marcha en el Boulevard, dobló hacia el Este y siguió avanzando a una velocidad que estaba dentro de los límites permitidos. Unos pocos coches pasaban a nuestro lado en uno u otro sentido/pero la mayor parte del tiempo el mundo que nos rodeaba yacía en el frío silencio del amanecer.

Luego de un tiempo pasamos los límites de la ciudad y Degarmo me habló:

—Quiero oír lo que tiene que decir —dijo—. Quizás podamos arreglar esto.

El coche llegó a la cima de una larga cuesta y empezó a descender hacia donde el boulevard se introducía cruzando por los terrenos parecidos a un parque del hospital de veteranos. Los altos postes triples del alumbrado estaban rodeados de un halo, producto de la niebla que se había levantado durante la noche. Comencé a hablar.

—Kingsley vino esta noche a mi apartamento diciendo que por teléfono había tenido noticias de su esposa. Ella quería que le proporcionara dinero, y de manera rápida. La idea era que yo lo llevara y la sacara de cualquier enredo en que se hubiera metido. Lo que yo me proponía era un poco diferente. Le dijeron cómo me podía identificar y debíamos de encontrarnos en el Peacock Lounge en la Octava y Argüello, donde aparecería ella en los primeros quince minutos de cada hora.

Degarmo dijo lentamente:

—Ella tenía que escapar, y eso significa que tenía un motivo para verse obligada a hacerlo, como un asesinato, por ejemplo.

—Fui allí horas después de haber llamado ella. Se me había dicho que tenía el pelo teñido de castaño. Al salir del bar, pasó a mi lado sin que yo la reconociera. Nunca la había visto en carne y hueso. Todo lo que había visto de ella era lo que parecía una fotografía muy clara, pero pudiera ser que a pesar de parecer clara no hubiera salido realmente parecida. Me hizo llamar por un chiquillo mexicano. No quería más que el dinero y no deseaba conversar. Yo quería saber qué había ocurrido. Finalmente se convenció de que era necesario que habláramos un poco y me dijo que se hospedaba en el Granada. Me hizo que esperara diez minutos antes de seguirla allí.

—Tiempo suficiente para poder prepararle a usted alguna sorpresa —dijo Degarmo.

—Hubo una sorpresa, sí, pero no estoy seguro de que ella la conociera de antemano. Se resistió a que yo fuera allí en la misma forma en que se resistió a hablar. Sin embargo, debía de haber previsto que no le iba a entregar el dinero a menos que me diera algunas explicaciones, de manera que su resistencia podía haber sido sólo una comedia para hacerme pensar que yo tenía la situación bajo mi control. Era capaz de actuar en forma muy convincente, como pude descubrir. De cualquier manera, fui allí y hablamos. Nada de lo que dijo parecía tener sentido hasta el momento en que tocamos el tema del asesinato de Lavery. Luego adquirió sentido más que rápidamente. Le dije que la iba a entregar a la policía.

La población de Westwood, en tinieblas salvo por la luz de una estación de servicio con atención nocturna y la de las ventas de algunas casas de apartamentos, se deslizó a nuestro lado hacia el Norte.

—Entonces ella sacó una pistola —continué—. Pienso que tenía la intención de utilizarla, pero llegó a ponerse demasiado cerca y yo la tomé por la cabeza. Mientras estábamos luchando, alguien que estaba detrás de la cortina verde salió y me golpeó. Cuando recuperé el conocimiento, el asesinato ya había sido cometido.

Degarmo preguntó suavemente:

—¿Consiguió ver a la persona que lo golpeó?

—No, sentí o vi a medias que era un hombre bien corpulento. Y yo estaba sobre el diván, mezclado entre la ropa —saqué del bolsillo la bufanda verde y amarilla de Kingsley y se la puse sobre la rodilla—. Yo vi que Kingsley la usaba esta tarde —le dije.

Degarmo miró la bufanda.

—Es algo que no se puede olvidar fácilmente —dijo—. Lastima la vista. Conque Kingsley, ¿eh? Bueno, ¿qué sucedió luego?

—Golpes en la puerta. Todavía estaba medio aturdido y un poco asustado. Me habían empapado de ginebra y me habían quitado los zapatos y la chaqueta. Pensé que quizás mi aspecto podría parecer el de alguien capaz de arrancarle las ropas a una mujer y estrangularla. Entonces me escapé por la ventana del baño, me limpié lo mejor que pude y el resto ya lo conoce usted.

Degarmo dijo:

—¿Por qué no se echó a dormir en la habitación donde se metió?

—¿Qué ventaja me habría reportado eso? Pienso que hasta un policía de Bay City habría sido capaz de descubrir el lugar por el cual había escapado un momento antes. Si hubiera tenido oportunidad habría huido antes de que se descubriera todo. Podría haber tenido buenas posibilidades de escapar del edificio, salvo que me hubiera cruzado con un conocido.

—No lo creo así —dijo Degarmo—, pero puedo comprender por qué no perdió el tiempo haciendo la prueba. ¿Cuál, cree usted, fue el motivo del crimen?

—¿Por qué la mató Kingsley…?, si es que fue él quien la mató… Eso no es muy difícil. Ella le había estado jugando sucio, dándole un montón de trabajo, haciendo que peligrara su empleo y ahora, para remate, había matado a un hombre. Además ella tenía el dinero y Kingsley quería casarse con otra mujer. Quizá temía que ella, con dinero suficiente, pudiera desembarazarse de toda responsabilidad y quedar libre para burlarse de él. ¡El único camino para librarse de ella era obtener el divorcio! Hay muchos motivos para un asesinato en todo esto. Además, se le presentó la oportunidad de incriminarme a mí. Eso no podía prosperar, pero mientras tanto produciría confusión y pérdida de tiempo. Si los asesinos no pensaran que pueden escapar al castigo, bien pocos serían los crímenes que llegarían a cometerse.

Degarmo dijo:

—De cualquier manera, podría haber sido cometido por otro; alguien que aún no hubiera aparecido en escena. Aun en el caso de que él hubiera ido allí para verla, podría ser otro el autor del asesinato. Alguien que habría asesinado también a Lavery.

—Si esa solución le gusta…

El volvió la cabeza.

—No me gusta nada este asunto. Si consigo resolver este caso, el consejo policial se limitará a imponerme un apercibimiento. Si no lo resuelvo me veré obligado a andar pidiendo por favor que alguien me saque de la ciudad. Usted dijo que yo era tonto. De acuerdo. ¿Dónde vive Kingsley? Una de las pocas cosas que sé es cómo conseguir que las personas suelten la lengua.

—En el N.° 965, carretera Carson, Beverly Hills. Luego de seguir unas cinco manzanas, doble en dirección a las colinas. Hacia la izquierda, justamente debajo dé Sunset. Nunca he estado allí, pero sé cómo va el número de las manzanas.

Me tendió la bufanda verde y amarilla.

—Téngala en su bolsillo hasta que llegue el momento de mostrársela a él.