Sentí olor a ginebra. No en forma puramente casual, como si hubiera tomado cuatro o cinco tragos en una mañana invernal para encontrar fuerzas para salir de la cama, como si todo el Océano Pacífico fuera ginebra pura y yo me hubiera zambullido en él de cabeza desde la cubierta de un barco. La ginebra estaba sobre mi pelo y cejas, sobre mi mentón y debajo de él, y sobre mi camisa.
Me habían quitado la chaqueta y me encontraba de espaldas, al lado del diván, sobre la alfombra de alguien, mirando a un cuadro enmarcado. El marco era de madera ordinaria barnizada y el cuadro representaba parte de un enorme y elevado viaducto de color amarillo pálido, por el que cruzaba una locomotora oscura y brillante que arrastraba vagones de color azul prusia. A través de una arcada del viaducto se veía una playa ancha y amarilla, llena de bañistas y de sombrillas a rayas. Tres muchachas caminaban juntas, con parasoles de papel, una vestida de rojo cereza, otra de azul pálido y la tercera de verde.
Más allá de la playa se veía la bahía intensamente azul. Brillaba bajo los rayos del sol y se encontraba cubierta de velas blancas. Más allá de la curva que hacía la bahía, se distinguían tres colinas escalonadas en tres colores distintos: oro, terracota y lavanda. Cruzando la parte inferior del cuadro, estaba impreso en grandes mayúsculas:
VEA LA RIVIERA FRANCESA DESDE EL TREN AZUL
Era un momento muy apropiado para semejante tema.
Me levanté trabajosamente y me palpé la parte posterior de la cabeza. Aparecía hinchada. Un dolor terrible me recorrió hasta los pies. Exhalé un gemido, que transformé en gruñido por un resto de orgullo profesional… Me di la vuelta despacio y cuidadosamente. Y miré a los pies de una de esas camas que se guardan en la pared; una de las gemelas estaba extendida; la otra, todavía empotrada en la pared. Los rasgos del dibujo sobre la madera pintada me resultaban familiares. El cuadro había estado colgado sobre el diván, y yo ni siquiera me había fijado en él.
Cuando me volví, una botella cuadrada de ginebra se deslizó de mi pecho y chocó en el suelo. Estaba vacía. No parecía posible que pudiera haber habido tanta ginebra en una sola botella.
Conseguí bajar las rodillas y me quedé a cuatro patas por un momento, jadeando como un perro que no puede terminar su comida, pero que no quiere abandonar ni una parte de ella. Moví la cabeza alrededor del cuello. Dolía. La moví otro poco. Todavía dolía. Traté de incorporarme sobre los pies y descubrí que no tenía zapatos. Estos se hallaban contra el borde de la pared, y parecían tan abandonados como siempre se ven los zapatos. Me los puse trabajosamente. Me sentí ahora como un anciano que se encuentra recorriendo la última y fatigosa pendiente de su vida. Todavía me quedaban dientes. Los toqué con la lengua. No parecían tener gusto a ginebra.
«Ya me las pagará todas —dije—, algún día me las has de pagar todas. Y sé que entonces no te ha de gustar».
Había una lámpara sobre la mesa, al lado de la ventana abierta. También estaba allí el mullido diván, y la abertura de la puerta con la cortina verde que la cruzaba. «Nunca te sientes dando la espalda a una cortina verde. Eso siempre trae mala suerte. Siempre sucede algo». ¿A quién le había dicho yo eso? A una muchacha con una pistola. Una muchacha con clara e inexpresiva faz y pelo castaño oscuro que una vez había sido rubio.
Miré en torno, buscándola. Todavía estaba allí. Tendida sobre la cama gemela que se encontraba bajada.
Llevaba por toda vestimenta un par de medias tostadas. El pelo revuelto. En su garganta había unas marcas oscuras. Tenía la boca abierta.
A través de su vientre desnudo resaltaban cuatro horribles raspones rojo escarlata sobre la blancura de la carne. Profundos y horribles raspones, producidos por cuatro afiladas uñas.
Sobre el diván había un revoltijo de ropas. Mi chaqueta estaba allí también. La saqué del lío y me la puse. Algo crujió bajo mi mano entre las ropas revueltas. Saqué un largo sobre que todavía contenía dinero. Me lo metí en el bolsillo. Marlowe, quinientos dólares. Tenía la esperanza de que estuvieran todos.
Caminé de puntillas muy cautelosamente, como si lo hiciera sobre una capa de hielo muy delgada. Me incliné para masajearme la rodilla, mientras me preguntaba qué sería lo que me dolía más, si la rodilla o la cabeza cuando me inclinaba para masajear la rodilla.
Pesados y sonoros pasos se acercaban por el corredor. Luego se oyó un fuerte rumor de voces. Un puño golpeó la puerta.
Me quedé allí de pie, haciendo una mueca a la puerta; mis labios fuertemente apretados contra los dientes. Esperé que alguien la abriera y penetrara en la habitación. Alguien hizo girar el picaporte, pero nadie entró. Llamaron de nuevo y luego se oyó otra vez el murmullo. Los pasos, se alejaron. Me pregunté cuánto tiempo tardarían en conseguir que el gerente viniera a abrir con una llave maestra. No fue mucho tiempo. No el necesario para que Marlowe pudiera volver a casa desde la Riviera Francesa.
Fui hasta la cortina verde y la corrí bruscamente a un lado. Me hallé frente a un corto y oscuro pasadizo que llevaba al cuarto de baño. Me metí en él y encendí la luz. Dos alfombrillas de baño en el suelo, una toalla doblada sobre uno de los bordes de la bañera, una ventana de cristales en uno de los extremos.
Cerré la puerta del cuarto dé baño, me subí al borde de la bañera y levanté la ventana.
Estábamos en el sexto piso. No había, cortina. Saqué la cabeza y me encontré frente a la oscuridad y una estrecha fila de árboles en una calle angosta. Miré al costado y vi la ventana del baño de al lado que no se encontraba a más de un metro de distancia. Una bien alimentada cabra montesa podía haberlo recorrido sin mayor dificultad. El asunto era si un vapuleado detective privado sería capaz de hacerlo, y en caso afirmativo, cuál sería la cosecha a recoger.
Detrás de mí, una remota y apenas perceptible voz cantaba la conocida letanía policial: «Abra o la echaremos abajo». Hice una mueca a la voz. No la echaría abajo, porque patear una puerta es demasiado doloroso para los pies. Los policías son muy cuidadosos con sus pies. Los pies son quizás lo único que cuidan.
Tomé una toalla del soporte y empujé hacia abajo las dos mitades de la ventana, encaramándome en su antepecho. Desde allí puse un pie en la ventana de al lado, mientras quedaba prendido del marco de la primera, abierta. Podía llegar justo para empujar la ventana de al lado, si es que no tenía el pestillo echado. No lo estaba. Hice que mi pie llegara hasta el cristal y le di una patada por encima del cerrojo. Hizo un ruido que podría haberse escuchado en Reno. Me envolví la mano en la toalla y la introduje por la abertura para hacer girar el picaporte. Abajo, en la calle, se oía marchar un auto, pero nadie gritó.
Empujé la ventana rota y me trepé al antepecho. La toalla se desprendió de mi mano y cayó balanceándose en la oscuridad hacia un pequeño cantero de césped que se encontraba allá abajo, entre las dos alas del edificio.
Penetré por la ventana del otro cuarto de baño.