Ella tenía puesta todavía la chaqueta gris. Se hizo atrás para dejarme pasar y penetré en una habitación cuadrada en la que había dos camas y un mínimo de muebles rudimentarios. Una pequeña lámpara sobre la mesa de al lado de la ventana derramaba sobre el conjunto su luz suave y amarillenta. La ventana estaba abierta.
La muchacha dijo:
—Siéntese y hablemos.
Cerró la puerta y fue a sentarse en una sombría mecedora que se encontraba en el otro lado de la habitación. Tomé asiento en un cómodo diván. Una cortina verde, desteñida, cerraba un espacio abierto, justamente al lado del diván, que debía de conducir al cuarto de vestir y al baño. En el otro extremo, una puerta cerrada, que debía de pertenecer a una cocinita. Eso era todo cuanto se podía ver.
La muchacha cruzó las piernas y apoyó la nuca sobre el respaldo de la mecedora, mientras me dirigía una mirada escrutadora con ojos sombreados por largas pestañas. Sus cejas eran largas y arqueadas, de un color tan castaño, como el de su pelo. Era una cara reposada que no dejaba traslucir el pensamiento de su dueña. No parecía la de una mujer muy activa.
—Me había formado una idea muy diferente de usted; —le dije—, por lo que escuché de labios de Kingsley.
Sus labios se contrajeron un poco. No dijo una sola palabra.
—También de los de Lavery —agregué—, lo que demuestra que hablamos lenguas diferentes a personas diferentes.
—No tengo tiempo para esta clase de charla —contestó—. ¿Qué quería saber usted?
—El me contrató para que la encontrara. He estado trabajando en eso. Supongo que esto ya lo sabrá usted.
—Sí, su encanto de secretaria me lo dijo por teléfono. Me aclaró que era usted un sujeto llamado Marlowe y me explicó lo de la bufanda.
Me quité el echarpe del cuello, lo doblé y me lo metí en el bolsillo. Dije:
—Por eso conozco algunos de sus movimientos. No mucho. Que dejó el coche en el hotel Prescott de San Bernardino y que allí encontró a Lavery. Sé que envió usted un cable desde El Paso. ¿Qué hizo luego?
—Todo lo que quiero es que me entregue usted el dinero. No veo por qué lo que yo haya hecho tenga que interesarle.
—No tengo por qué discutir eso con usted —le dije—. Se trata de si quiere o no el dinero.
—Bueno, fuimos hasta El Paso —dijo con voz cansada—, yo entonces había pensado casarme con Lavery. Por eso envié ese cable. ¿Lo vio?
—Sí.
—Bueno, después cambié de idea. Le pedí que me dejara allí y que regresara a su casa. Me hizo una verdadera escena.
—¿Pero accedió a su petición?
—Sí. ¿Por qué no había de hacerlo?
—¿Qué hizo usted entonces?
—Fui hasta Santa Bárbara y me quedé allí unos días. Algo más de una semana, para ser precisa. Luego fui a Pasadena. Lo mismo. Luego a Hollywood. Después vine aquí. Eso es todo.
—¿Estuvo siempre sola?
Dudó un instante antes de contestarme afirmativamente.
—¿No estuvo con Lavery… ni siquiera parte de ese tiempo?
—Después que él volvió a su casa, no.
—¿Por qué se comportó usted tan extrañamente?
—¿A qué se refiere?
—¡Ir a todos esos lugares y no avisar a su marido! ¿No se le ocurrió que estaría ansioso de tener noticias?
—¡Oh, mi marido! —dijo fríamente—. No creo que me haya acordado gran cosa de él. Por otra parte, él podía pensar que yo estaba en México, ¿no es cierto? Y en cuanto a la idea que me guiaba al hacer todo eso… Bueno, tenía que pensar un poco sobre mi situación. Mi vida estaba prácticamente deshecha. Por eso sentí la necesidad de estar completamente sola para tratar de encontrar una solución.
—Antes de eso —le dije—, pasó un mes entero en el lago del Pequeño Fauno, tratando de llegar a alguna solución sin encontrarla. ¿No es verdad?
Bajó la mirada y luego la dirigió hacia mí, mientras asentía vigorosamente. Su ondulado pelo castaño le caía sobre las mejillas. Con la mano izquierda lo echó hacia atrás, frotándose luego la sien con la punta de uno de sus dedos.
—Me parecía que necesitaba cambiar de ambiente —dijo—. No buscaba un lugar interesante, sino algo que me fuera desconocido. Que no me trajera recuerdos de ninguna clase. Un lugar en el que pudiera estar sola o casi sola.
—¿Cómo le va ahora?
—No muy bien. Pero no he de volver otra vez con Derace Kingsley. ¿Quiere él que yo vuelva?
—No lo sé. ¿Por qué ha regresado aquí, a la ciudad en que se encontraba Lavery?
Se mordió uno de los nudillos y me miró por encima de la mano.
—Quería volver a verle. No puedo dejar de pensar en él. Estoy enamorada, supongo… Sí, supongo que en alguna forma lo estoy. Pero no creo que quiera casarme con él. ¿Encuentra algún sentido en todo esto?
—Sí, lo tiene. Pero estar alejada de su casa para vivir en hoteles dudosos no lo tiene. Usted ha vivido su propia vida durante años, según tengo entendido.
—Tenía que estar sola para… para pensar —dijo con cierta desesperación, y volvió a morderse fuertemente el nudillo—. ¿Podría ahora darme el dinero, por favor, y marcharse?
—Sí. En seguida… ¿Pero no había otras razones para que se fuera del lago del Pequeño Fauno justamente entonces? ¿Algo que tuviera que ver con Muriel Chess, por ejemplo?
Pareció sorprendida. Pero cualquiera puede parecer sorprendido.
—¡Buen Dios! ¿Qué dice? ¡Esa pequeña infeliz de cara congelada! ¿Qué tiene que ver ella conmigo?
—Pensé que usted podía haber reñido con ella… por causa de Bill.
—¿Bill, Bill Ghess? —pareció aún más sorprendida. Casi demasiado.
—Bill afirma que usted trató de seducirlo.
Echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una pequeña carcajada.
—¡Buen Dios! ¿Ese borracho de la cara embarrada? —se puso súbitamente seria—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué todo este misterio?
—Puede que sea un borracho con la cara embarrada —le dije—, pero la policía piensa que también es un asesino. De su mujer, que fue encontrada en el lago, después de un mes.
Se humedeció los labios y echó la, cabeza a un lado, contemplándome fijamente. Se produjo una pequeña pausa. El hálito húmedo del Pacífico se introdujo en la habitación, envolviéndonos.
—Eso no me sorprende mayormente —dijo con lentitud—. De manera que aquello terminó así… Bueno, se peleaban en forma terrible. ¿Cree usted que tuvo algo que ver con mi partida?
Asentí:
—Existe la posibilidad de que así haya sido.
—Yo no tengo nada que ver con todo eso —dijo con seriedad, mientras movía la cabeza a ambos lados. Todo fue exactamente como se lo he contado a usted. Ni más ni menos.
—Muriel está muerta —le dije—. La encontramos sumergida en el lago. Usted no saca mayores conclusiones de ese suceso, ¿no es así?
—Apenas si conocía a la muchacha —dijo—. Realmente. Ella se preocupaba sólo de sí misma. Después de todo…
—¿Supongo que sabía usted que Muriel había trabajado antes en el consultorio del doctor Almore?
Pareció completamente perpleja.
—Nunca he estado en: el consultorio de Almore —dijo lentamente—. Me hizo unas pocas visitas hace bastante tiempo. Yo… ¿De qué está usted hablando?
—Muriel Chess se llamaba en realidad Mildred Haviland, y había sido enfermera en el consultorio del doctor Almore.
—Es una coincidencia singular —dijo asombrada—. Yo sabía que Bill la había conocido en Riverside. No sé cómo ni en qué circunstancias, ni de dónde venía ella. Conque el consultorio del doctor Almore, ¿eh? Eso debe de tener algún significado, ¿no es así?
Le dije:
—No. Es una auténtica coincidencia, según sospecho. Eso sucede, a veces. Pero ya ve por qué tenía que hablar con usted. Descubren el cadáver de Muriel, usted se ha marchado y Muriel resulta ser Mildred Haviland, relacionada en alguna oportunidad con el doctor Almore… como lo estuvo Lavery en otra forma. Y, por supuesto, Lavery vive frente a la casa del doctor Almore. ¿Parecía conocer Lavery a Muriel de algún otro lado?
Ella pensó, mordiéndose suavemente el labio inferior.
—La vio en la cabaña —dijo finalmente—. Pero no dio la impresión de haberla conocido antes.
—Y debía de conocerla —dije—, siendo la clase de hombre que era.
—No pienso que Chris haya tenido algo que ver con Almore —dijo—. Conocía a su esposa, pero no creo que conociera al doctor. De manera que no creo que conociera a su enfermera.
—Bueno, sospecho que en todo esto no hay nada que pueda serme útil —dije—. Pero habrá podido ver por qué deseaba hablarle. Creo que ahora puedo darle el dinero.
Saqué el sobre y me puse de pie para dejarlo caer sobre su falda. Lo dejó allí. Volví a tomar asiento.
—Usted representa muy bien su papel —le dije—. Esa diabólica inocencia, con su leve toque de dureza y amargura. ¡Cómo se han equivocado quienes dicen que la conocen! La creen inquieta, tonta, sin sesos ni control. Están más que equivocados.
Levantó las cejas, y me miró sin responder una sola palabra. Luego una pequeña sonrisa curvó un poco los ángulos de su boca. Se inclinó para recoger el sobre, lo apoyó sobre la rodilla y lo dejó a un lado, sobre la mesa.
—Hace el papel de Fallbrook espléndidamente bien —le dije—. Pero, pensándolo bien, creo que lo exageró un poco. Aunque confieso que en este momento me engañó como a un niño. Ese sombrero rojo que hubiera estado muy bien sobre una cabeza rubia, pero que sobre ese pelo castaño despeinado quedaba muy mal; ese maquillaje que parecía hecho en la oscuridad, esos gestos desordenados… Todo estuvo muy bien. Y cuando me colocó la pistola en la mano en esa forma… me quedé tieso, petrificado.
Sonrió irónicamente, mientras colocaba las manos en los profundos bolsillos de su chaqueta gris. Sus tacones sonaron en el suelo.
—Pero ¿por qué tuyo que volver por allí? —le pregunté—. ¿Por qué correr ese riesgo en pleno día, en mitad de la mañana?
—¿De manera que usted cree que fui yo quien mató a Lavery? —dijo pausadamente.
—No lo creo. ¡Lo sé!
—¿Por qué regresé allí? ¿Es eso lo que usted quiere saber?
—No es gran cosa lo que me importa —le contesté.
Ella se rió. Una risa aguda y fría.
—El tenía todo mi dinero —dijo—. Había vaciado mi bolso. Se había apoderado de todo, hasta de las monedas. Por eso volví allí. No había ningún riesgo. Yo sabía cómo vivía él. Era realmente más seguro volver. Para entrar el periódico y la leche, por ejemplo. Hay personas que pierden la cabeza en esas situaciones; yo no, ni veo tampoco por qué había de suceder así.
—Entiendo —dije—. Entonces, usted lo mató la noche anterior. Yo debí caer en eso; no es que realmente importe mucho. Se había estado afeitando; los tipos de barba tupida que tienen amiguitas, lo último que hacen por la noche antes de acostarse es afeitarse, ¿no es así?
—Eso dicen —exclamó ella casi alegremente—. ¿Y qué va a hacer usted ahora que sabe todo esto?
—Usted es la mujer de mayor sangre fría que he conocido —le dije—. ¿Qué voy a hacer? Pues entregarla a la policía, naturalmente. Eso será un placer.
—Yo no lo creo así —ella me lanzó las palabras casi cantando—. Usted se preguntaba por qué le había entregado yo la pistola vacía, ¿no es verdad? Era porque tenía otra en el bolsillo, como ésta.
Su mano derecha salió del bolsillo empuñando una automática que apuntó hacia mí.
Sonreí. Tal vez no haya sido la sonrisa más amplia y sincera del mundo, pero de todas maneras era una sonrisa.
—Nunca me han gustado estas escenas —dije—. El detective frente al asesino. El asesino saca una pistola y apunta con ella al detective. El asesino cuenta toda la triste historia con el propósito de matarle al llegar al final. Eso le hace perder un tiempo precioso, y al final el asesino no mata al detective, nunca consigue hacerlo. Algo sucede siempre que se lo impide. A los dioses tampoco les gustan esas escenas. Ellos se las arreglan siempre para echarlas a perder.
—Pero esta vez —dijo ella suavemente, mientras se levantaba y se me acercaba con pasos lentos sobre la alfombra supongamos que sucede en una forma un poco diferente. Suponga que no le digo nada, que nada sucede y que le pego un tiro.
—Tampoco creo que me gustaría eso —le contesté.
—No parece que esté usted asustado —dijo, mientras se humedecía los labios, acercándose a mí suavemente, sin producir ruido alguno sobre la espesa alfombra.
—No estoy asustado —mentí—; la noche está demasiado avanzada para ello, hay demasiada quietud, la ventana está abierta y la pistola haría demasiado ruido. El recorrido es también demasiado largo para que pueda llegar a la calle y ponerse a salvo. Además no es usted muy buena tiradora y probablemente erraría el tiro. Le erró tres veces: a Lavery.
—Póngase de pie —me ordenó.
Así lo hice.
—Me voy a poner demasiado cerca para no errar —me dijo, mientras apretaba el cañón de la pistola contra mi pecho—. Así, no puedo errar, ¿verdad? Ahora levante las: manos hasta la altura de los hombros y no se mueva ni un poquito. Si llega a hacerlo le mataré.
Levanté las manos a la altura de los hombros. Mi mirada descendió hasta la pistola. En la boca sentía algo espeso. Era mi lengua, sentí que todavía podía moverla.
Su mano izquierda no encontró ningún revólver en mis: ropas. Dejó caer la mano nuevamente y se mordió el labio, mientras me contemplaba. El cañón de la pistola se apretó aún más contra mi pecho.
—Tendrá que darse la vuelta ahora —dijo, con la misma gentileza que hubiera empleado un sastre tomando medidas.
—Hay algo fuera de tono en todo lo que usted hace —le dije—. Es definitivamente torpe para andar jugando con armas. Se encuentra demasiado cerca de mí, y a mi me disgusta tener que decirlo… pero hay un viejo adagio que dice que el seguro debe estar sacado para disparar. Se ha olvidado de eso también.
Entonces ella comenzó a hacer dos cosas a la vez. Dio un largo paso hacia atrás y probó a quitar el seguro con el pulgar, sin quitar los ojos de mi rostro. Dos cosas muy simples, que necesitan sólo un segundo para ser realizadas. Pero a ella no le gustó que se lo dijera. No le gustaba que mis pensamientos se adelantaran a los suyos. La pequeña confusión de todo esto fue lo que la vendió.
Dejó escapar un pequeño y ahogado grito mientras yo dejaba caer mi mano derecha haciéndole hundir la cara junto a mi pecho. Mi izquierda se aplastó con violencia sobre su muñeca derecha, la base de mi mano sobre su pulgar. La pistola saltó al suelo. Su cara se retorcía contra mi pecho, y pensé qué estaba tratando de gritar.
Luego intentó darme un golpe con el pie y perdió entonces el escaso equilibrio que le quedaba. Sus manos se elevaron para agarrarse de mí. La tomé de la muñeca y comencé a retorcérsela por detrás de la espalda. Ella era muy fuerte, pero yo lo era mucho más, de manera que decidió aflojar todo su peso dejándolo caer contra la mano que estaba sosteniendo la cabeza. Al no poder sostenerla más con una sola mano, ella comenzó a deslizarse hacia el suelo y me vi obligado a doblarme acompañándola en su caída. Hubo algunos vagos ruidos de lucha sobre el piso cercano al diván, un fuerte jadear, y si las maderas del piso produjeron algún crujido no lo oí.
Me pareció que una anilla de la cortina se corría lentamente sobre un riel/ No estaba seguro de ello ni tuve tiempo para cerciorarme. Una figura apareció súbitamente a mi izquierda, algo detrás y fuera del alcance de mi visión. Supe que había un hombre, y que era muy corpulento. Eso fue todo lo que supe. Toda la escena estalló en fuego y oscuridad. Ni siquiera recuerdo haber recibido un golpe. Fuego y oscuridad, y justamente antes de la oscuridad una terrible oleada de náuseas.