29

El Peacock Lounge, de estrecha fachada, estaba al lado de una tienda de regalos en cuyo escaparte brillaba una bandeja llena de animalitos de cristal a la luz de los focos de la calle. El Peacock tenía un frente de mayólicas; una suave luz se filtraba a través de un vitral con la figura del pavo real que le prestaba su nombre. Entré, pasando un biombo chino, y recorrí con la mirada todo el bar para marchar luego a sentarme en un pequeño reservado. La luz era de color ámbar, el cuero, rojo chino, y los reservados tenían mesas de plástico. En uno de ellos se encontraban cuatro soldados bebiendo cerveza, los ojos un poco empañados y evidentemente aburridos de todo. Frente a ellos un grupo formado por damas y dos rutilantes caballeros estaban haciendo el único ruido que se oía en todo el local. No vi a nadie que se pareciera a la idea que me había formado de Crystal Kingsley.

Un mozo de ojos perversos y una cara que parecía un hueso roído, colocó sobre la mesa una servilleta que tenía impreso un pavo real, y me sirvió un Baccardi. Lo probé mientras miraba la ambarina esfera del reloj del bar. Eran exactamente la una y quince.

Uno de los hombres que se encontraban con las dos mujeres se puso súbitamente de pie, recorrió el salón y se retiró. La voz del otro dijo claramente:

—¿Por qué le has insultado?

Una suave voz femenina dijo:

—¿Insultarle? ¡Eso sí que está bueno! Me estaba haciendo proposiciones ofensivas.

La voz del hombre dijo quejosamente:

—Bueno, pero no debías de haberle insultado por tan poca cosa.

Uno de los soldados se rió de pronto con una risa ronca y profunda, se tapó la cara con la mano, y bebió un poco más de cerveza. Me acaricié la parte posterior de la pierna. Estaba caliente y magullada aún, pero la sensación de parálisis había desaparecido.

Un diminuto chiquillo mexicano, de cara muy blanca y enormes ojos negros, entró llevando bajo su brazo los periódicos de la mañana y se escurrió a lo largo de los reservados, tratando de realizar algunas ventas antes de que el encargado del bar le expulsara. Compré un diario y lo recorrí, para ver si había en él algún asesinato interesante. No había nada.

Lo doblé y al levantar la vista pasó ante mí una grácil muchacha de pelo castaño oscuro, vestida con una blusa amarilla, pantalones negro azabache y chaqueta gris. Salió de algún lado y se deslizó junto al reservado en que me encontraba sin siquiera dirigirme una mirada. Traté de resolver la duda de si su cara me era familiar o si se trataba solamente de una de esas tantas bellezas que uno ha contemplado miles de veces en las calles. Salió luego de rodear el biombo. Dos minutos más tarde el muchachito mexicano volvió a entrar, dirigió una rápida mirada al barman, y se escurrió hasta donde yo me encontraba.

—Señor —dijo, con sus grandes y hermosos ojos brillantes de picardía, mientras me hacía una señal de que alguien me esperaba fuera. Luego volvió a escurrirse hacia la salida.

Terminé mi bebida y lo seguí. La muchacha de la chaqueta gris, blusa amarilla y pantalones negros se encontraba de pie frente al escaparate de la casa de regalos, mirando los objetos que había en su interior. Sus ojos me siguieron mientras salía. Me aproximé y me quedé de pie a su lado.

Volvió a mirarme. Su cara estaba pálida y denotaba cansancio, sus cabellos parecían más oscuros. Retiró la vista de mi cara y le habló a la vidriera.

—Deme el dinero, por favor —una pequeña mancha de niebla se formó frente a su boca en el cristal.

Le contesté:

—Antes debo de estar seguro de quién es usted.

—Usted sabe quién soy yo —dijo con suavidad—. ¿Cuánto me ha traído?

—Quinientos.

—No es suficiente —respondió—. Ni siquiera se acerca a lo que necesito. Démelo rápido. He estado esperando media eternidad a que alguien apareciera por aquí.

—¿Dónde podríamos hablar?

—Nada tenemos que hablar. Limítese a darme el dinero y luego aléjese en la otra dirección.

—No es tan sencillo. Estoy corriendo un gran riesgo por hacer esto, y quiero por lo menos tener la satisfacción de saber qué es lo que está pasando y cuál es mi posición.

—¡Maldita sea! —dijo agriamente—. ¿Por qué no ha podido venir él personalmente? No tengo interés en hablar, lo que quiero es marcharme tan pronto como sea posible.

—Usted no quería que él viniera personalmente. El entendió que ni siquiera tenía interés en hablarle por teléfono.

—Eso es cierto —dijo rápidamente mientras echaba hacia atrás la cabeza.

—Pero tendrá que hablar conmigo —le dije—. Yo no soy tan fácil de convencer. Tendrá que hablar conmigo o con la ley. No hay otra forma de resolverlo. Soy detective privado y necesito tener también alguna clase de protección.

—¡Oh, es encantador! —dijo—. ¡Con detective privado y todo! —su voz era levemente sarcástica.

—El ha hecho lo mejor qué se le ocurrió. No le resultaba fácil saber qué era lo que más convenía hacer.

—¿Dé qué quiere hablarme?

—De usted, de cuanto ha estado haciendo, en dónde ha estado y de lo que piensa hacer. Cosas de este tenor. Pequeñas, pero importantes.

Respiró sobre el cristal de la vidriera y esperó a que la niebla que se había formado con su aliento se disipara.

—Pienso que sería mucho mejor —dijo con el mismo tono de voz, frío y sin ninguna expresión— qué me diera usted el dinero y dejara que me las arreglara yo sola.

—No.

Me dirigió otra de sus agudas miradas de soslayo y encogió los hombros con impaciencia.

—Muy bien, hágase su voluntad. Estoy en el Granada, dos manzanas al norte de la Octava Avenida. Departamento 618. Deme diez minutos; creo que es mejor que vaya sola.

—Tengo auto.

—Es mejor que vaya sola.

Se volvió y se alejó rápidamente. Llegó hasta la esquina, cruzó el boulevard y desapareció en la manzana siguiente, bajo la sombra de los árboles. Regresé al coche, me senté y le di los diez minutos que me había pedido, antes de ponerme en marcha.

El Granada era un feo edificio gris, situado en una esquina. La puerta de cristales de la entrada se hallaba al mismo nivel de la calle. Di la vuelta a la esquina y vi un cartel blanco lechoso con la palabra garaje pintada. Se entraba al garaje por una rampa descendente que llevaba al silencio impregnado de olor a neumático de las hileras de autos estacionados. Un negro salió por la puerta de vidrio de una oficina e inspeccionó el coche.

—¿Cuánto es por dejarlo un rato? Voy arriba.

Me hizo una mueca burlona.

—Es bastante tarde, jefe. Pero el coche necesita que le pasen el plumero. Póngale un dólar.

—¿Cómo?

—Póngale un dólar —dijo tozudamente.

Me bajé. Me dio un talón. Yo le di el dólar. Sin que le preguntara, me informó que el ascensor estaba en la parte de atrás de la oficina, al lado del baño de caballeros.

Subí hasta el sexto piso, miré a los números de las puertas, escuché el pesado silencio y aspiré el olor de la playa que se deslizaba por los corredores. El lugar parecía bastante decente. Pudiera ser qué hubiera algunas, damas alegres en alguno de los apartamentos de la casa. Eso podría explicar el dólar del negro. Un gran juez de caracteres ese muchacho.

Llegué hasta la puerta del 618, me quedé allí de pie uní momento y luego llamé suavemente.