24

La casa de la calle Westmore era un pequeño edificio de ladrillos, situado detrás de una casa mucho más grande. No había ningún número visible en la pequeña casa, pero la que se encontraba enfrente tenía escrito a lápiz el 1618 al lado de la puerta, iluminado desde dentro por una débil luz. Un estrecho sendero de cemento conducía, por debajo de las ventanas de la casa, hacia la parte posterior. Tenía un pequeño porche en el que había una silla. Me introduje en él y toqué el timbre.

Sonó no muy lejos de donde yo me hallaba. La puerta del frente se encontraba abierta, pero detrás de la cortina no se observaba ninguna luz. Desde las tinieblas una voz quejumbrosa respondió:

—¿Quién es?

Yo respondí a la oscuridad:

—¿Está la señora Talley?

La voz se tornó apagada y carente de tono.

—¿Quién desea verla?

—Un amigo.

La mujer que se encontraba en la oscuridad hizo un sonido vago con la garganta, que podía muy bien haber sido de burla, o quizás se trataba solamente de que acababa de componer la garganta.

—Está bien —dijo—. ¿Cuánto es lo que se le debe esta vez?

—No se trata de una cuenta, señora Talley. ¿Supongo que es usted la señora Talley?

—¡Oh, márchese de aquí y déjeme tranquila! —dijo la voz—. Ll señor Talley no se encuentra aquí, no ha estado aquí y no lo estará tampoco.

Apoyé la nariz contra la cortina y traté de ver algo dentro de la habitación. Pude observar la vaga forma de los muebles y, desde la parte de donde provenía la voz, se alcanzaba a distinguir la forma de una cama. Una mujer se encontraba en ella, parecía echada sobre las espaldas y estar mirando hacia el cielo raso. Se hallaba completamente inmóvil.

—Estoy enferma —dijo la voz—, ya he tenido bastantes molestias. ¡Márchese y déjeme tranquila!

—Le dije:

—Acabo de hablar con los Grayson.

Se produjo un pequeño silencio, pero no hizo ningún movimiento; luego un suspiro se dejó oír y la voz respondió:

—Nunca los he oído nombrar.

Me apoyé contra el marco de la puerta y miré hacia atrás, por el sendero que conducía hasta la calle. Había allí un coche estacionado con los faros pequeños encendidos. Había también otros coches a lo largo de la manzana.

Le dije:

—Sí que los ha oído usted nombrar, señora Talley. Yo estoy trabajando para ellos, que se mantienen todavía en la brecha. ¿Lo está usted? ¿No quiere cobrarse algo de lo que perdió?

La voz dijo.

—Lo que quiero es que me dejen tranquila.

—Quiero información —le expliqué—, y eso es lo que voy a obtener. Tranquilamente, si es posible. Por la fuerza, si es que ello es necesario.

La voz dijo:

—Otro polizonte, ¿eh?

—Usted sabe que no soy un policía, señora Talley. Los Grayson no iban a hablar con un policía. Llámeles y pregúnteles.

—Nunca he oído hablar de ellos, y en caso de que les conociera, no tengo teléfono. Márchese, polizonte. Estoy enferma, lo he estado durante un mes.

—Mi nombre es Marlowe. Philip Marlowe. Soy detective privado de Los Ángeles. He estado hablando con los Grayson. He conseguido algo y necesito hablar con su marido.

La mujer que se hallaba en la cama dejó escapar una risa apenas audible.

—Ha conseguido algo —dijo—. Eso me suena familiar.

¡Por Dios que lo es! ¡Usted ha conseguido algo! George Talley consiguió algo también… una vez.

—Puede Volver a conseguirlo nuevamente —le dije—, si juega sus cartas correctamente.

—Si eso es lo que se necesita —dijo ella—, usted puede dejar de exprimirlo ya mismo.

Me recorté contra el marco de la puerta y me apreté el mentón. Alguien en la calle había encendido una linterna. No sé por qué. Volvió a apagarse. Parecía estar al lado de mi coche.

La pálida sombra de la cara que se encontraba en la cama se movió y desapareció. Una mata de pelo ocupó su lugar. La mujer se había dado vuelta hacia la pared.

—Estoy cansada —dijo, con voz apagada—, terriblemente cansada. ¡Váyase, hombre, sea bueno y márchese!

—¿Sería de alguna ayuda un poco dé dinero?

—¿No huele usted el humo de cigarro?

Olfateé, no percibí aroma alguno que se pareciera a humo de cigarros.

—No —le contesté.

—Ellos han estado aquí. Estuvieron por espacio de dos horas. Dios, cómo estoy de cansada. ¡Váyase!

—Mire, señora Talley…

Se dio la vuelta nuevamente y la mancha de su pálida cara volvió a aparecer. Casi alcanzaba a ver sus ojos, aunque no enteramente.

—Mire usted —dijo ella—, no le conozco, ni tengo interés en conocerle tampoco. Vivo aquí, si es que a esto puede llamársele vivir. De cualquier manera es lo más cercano a vivir que está a mi alcance. Lo único que ambiciono es un poco de quietud y tranquilidad. ¡Váyase ahora y déjeme en paz!

—Permítame entrar —le dije—. Podemos hablar de este asunto y pienso que le puedo mostrar algo…

Volvió a darse la vuelta súbitamente en la cama y el ruido de unos pies sonó contra el suelo. Una voz llena de contenida furia se dejó oír:

—Si no se marcha en seguida —estalló—, voy a empezar a gritar hasta reventar. Ahora mismo, ¡ya!

—Está bien —le dije rápidamente—. Le paso mi tarjeta por debajo de la puerta, de manera que no se olvide de mi nombre, para el caso de que llegue a cambiar de opinión.

Saqué de mi cartera una tarjeta que hice pasar por debajo de la puerta. Saludé:

—Buenas noches, señora Talley.

No recibí contestación. Sus ojos me miraban atravesando la habitación como dos luminosas manchas en la oscuridad. Descendí del porche y volví a recorrer el estrecho secreto que llevaba a la calle. Enfrente, un motor ronroneó suavemente. Pertenecía al coche que tenía las luces de estacionamiento encendidas. Los motores ronronean suavemente en miles de automóviles, en miles de calles, en miles de lados…

Subí al Chrysler y me puse en marcha.