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Era temprano todavía esa tarde cuando regresé a Hollywood y subí a mi despacho. El edificio se hallaba vacío y los corredores silenciosos. Las puertas estaban abiertas y las mujeres de la limpieza se encontraban en el interior de las oficinas con sus aspiradoras, sus estropajos secos y sus plumeros.

Abrí la puerta, recogí un sobre que yacía frente al orificio del buzón y lo dejé caer sobre el escritorio, sin siquiera mirarlo. Abrí las ventanas y me asomé. Contemplé los primeros letreros luminosos, y aspiré el aire tibio lleno del aroma a comida que subía por el ventilador del restaurante que se encontraba al lado.

Me quité la chaqueta y la corbata. Me senté al escritorio, pesqué la botella que se hallaba en el cajón más profundo y me serví un buen trago. No me causó ningún alivio. Lo repetí, con idéntico resultado.

A estas horas, ya Webber debía de haber visto a Kingsley. Ya habrían lanzado una alarma general para encontrar a su mujer, o estarían a punto de hacerlo. Las cosas parecían completamente claras y sencillas para ellos. Un asunto sucio entre dos sujetos poco limpios, demasiada sensualidad, demasiada bebida, demasiado acercarse a un desenlace de odios salvajes, impulsos asesinos y muerte.

Pensé que todo eso era demasiado simple. Me incliné para coger el sobre y lo abrí. No tenía sello. Decía:

Sr. Marlowe:

Los padres de Florence Almore son el señor y la señora Eustace Grayson; viven ahora en Rosemore Arms, 640 Avenida Oxford Sur. Lo comprobé llamando por teléfono.

Adrienne Fromsett.

Una letra elegante, como elegante era la mano que la había trazado. Dejé la nota a un lado y me tomé otro trago. Comenzaba a sentirme un poco menos furioso. Jugueteé con las cosas que se encontraban sobre el escritorio. Pasé un dedo de un extremo a otro y observé el sendero que había dejado en el polvo. Miré hacia el reloj, a la pared, al vacío. Puse la botella a un lado y fui hasta el lavabo para enjuagar el vaso. Cuando lo hube hecho, me lavé las manos y me refresqué la cara con agua fría. Me contemplé en el espejo. El rojo había abandonado la mejilla izquierda, pero ésta aparecía un poco hinchada. No mucho, pero lo suficiente como para enfurecerme de huevo. Me cepillé el pelo y contemplé el gris que se insinuaba. La cara, tenía una expresión enfermiza. No me gustaba nada.

Volví al escritorio y releí de nuevo la carta de la señorita Fromsett. La estiré sobre el cristal, aspiré su perfume y volví a alisarla nuevamente un poco más. Después la doblé y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.

Permanecí sentado, muy quieto, escuchando cómo iba aquietándose la tarde por las abiertas ventanas. Y, muy lentamente, fui aquietándome con ella.