El que entró primero era demasiado pequeño para ser policía. De mediana edad, cara delgada con una permanente expresión de cansancio. Su nariz era aguileña, algo doblada hacia un lado, como si hubiera sido golpeada. Tenía encasquetado un sombrero azul bien derecho en la cabeza y, por debajo de él, asomaban unos mechones de pelo color blanco tiza. Llevaba un traje marrón descolorido y tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, con los pulgares fuera.
El que entró detrás de él era Degarmo, el grandote de pelo ceniciento, metálicos ojos azules y salvaje y arrugada cara, el mismo que se había fastidiado cuando me vio frente a la casa del doctor Almore.
Los dos hombres de uniforme miraron al más pequeño y se llevaron las manos a la visera de la gorra.
—El cadáver está en el piso de abajo, capitán Webber. Le han disparado dos veces, después de haber errado un par de tiros, según parece. Este tipo se llama Marlowe. Es detective privado de Los Ángeles. Después de tener conocimiento de su profesión no se le han hecho más preguntas.
—Perfectamente —dijo Webber en tono cortante. Me miró inquisitivamente, y me hizo un saludo con la cabeza—. Soy el capitán Webber —dijo—; éste es el teniente Degarmo. Veamos primero el cadáver.
Cruzó la habitación. Degarmo me miró como si nunca me hubiera visto en su vida, y lo siguió. Descendieron las escaleras acompañados por el más viejo de las policías uniformados. El polizonte de nombre Eddie y yo nos quedamos contemplándonos por un rato a través de la habitación.
Le dije:
—Esta casa se encuentra justamente enfrente de la del doctor Almore, ¿no es cierto?
Toda expresión se borró de su cara, a pesar de que no había mucha.
—Sí —dijo—, ¿y qué tiene que ver?
—No, nada —le contesté.
Se quedó silencioso. Las voces llegaban desde abajo, confusas e indistintas. El tipo aguzó el oído, y dijo en un tono algo más amistoso:
—¿Recuerda a aquella mujer asesinada?
—Un poco.
El se rió.
—La mataron con toda habilidad —dijo—. La envolvieron y la ocultaron en el estante más alto del guardarropas del baño, en ése al cual no se puede llegar sin subirse a una silla.
—Así lo hicieron —le dije—, y me pregunto la razón.
El tipo me miró con fijeza.
—Había buenas razones, compañero. No vaya a pensar que no las había. ¿Conocía usted bien a Lavery?
—No muy bien.
—¿Andaba detrás de él por alguna cosa?
—Trabajando un poco. ¿Le conocía usted?
Eddie negó con la cabeza.
No, sólo recuerdo que fue alguien perteneciente a esta casa quien encontró a la mujer de Almore esa noche en el garaje.
—Lavery podría no haber estado aquí en aquel entonces —le dije.
—¿Cuánto hace que estaba aquí?
—No lo sé —dije.
—Haría como un año y medio —dijo el polizonte pensativamente—. ¿Hicieron alguna referencia a ese asunto los diarios de Los Ángeles?
—Un parrafito en las noticias del condado —le contesté, sólo por mover un poco la boca.
Se rascó la oreja y escuchó. Se oían pasos que venían subiendo las escaleras. La cara de Eddie perdió toda expresión y se alejó un poco de mí, adoptando una posición más marcial.
El capitán Webber se acercó presuroso al teléfono, marcó un número y habló; luego alejó el auricular del oído y miró por sobre el hombro hacia atrás.
—¿Quién es el juez de turnó, Al?
—Ed Garland —dijo el teniente con voz gruesa.
—Llame a Ed Garland —dijo Webber por el teléfono—, y haga que venga en seguida para aquí. Diga también al escuadrón fotográfico que proceda.
Colocó el auricular en su sitio y preguntó dé mal humor:
—¿Quién ha tocado esa pistola?
—Yo —le respondí.
Se acercó, irguiéndose frente a mí, y sacó su pequeño y afilado mentón. Sostenía el arma delicadamente en la mano, sobre un pañuelo.
—¿No tiene usted los conocimientos suficientes como para saber que no se debe tocar el arma que se descubre en la escena de un crimen?
—Ciertamente —le contesté—. Sólo que cuando yo la toqué no sabía que se hubiera cometido ningún crimen. Tampoco sabía que hubiera sido disparada. Estaba tirada sobre las escaleras y pensé que alguien la había dejado caer.
—Una historia verosímil —dijo Webber amargamente—. ¿Le pasan muchas cosas por el estilo en su profesión?
—¿Muchas que?
Siguió mirándome sin responder. Le dije:
—¿Cómo debería relatarle a usted lo que me ha sucedido?
Se encrespó como un gallito.
—Supóngase que usted contesta a mis preguntas exactamente como a mí se me ocurre hacerlas.
Nada le contesté a eso. Webber se volvió bruscamente y les dijo a los hombres de uniforme:
—Ustedes, muchachos, pueden volver a su coche y avisar al furgón.
Ambos saludaron y se marcharon, cerrando suavemente la puerta. Webber continuó escuchando hasta que el coche se alejó. Luego fijó sus inexpresivos ojos en mí.
—Déjeme ver sus documentos.
Le pasé la cartera y él hurgó en ella. Degarmo se sentó en una silla, cruzó las piernas y se puso a mirar el cielo raso distraídamente. Sacó del bolsillo un fósforo y se puso a masticar su extremo, Webber me devolvió la cartera. La metí en el bolsillo.
—Los tipos de su profesión andan siempre ocasionando un montón de molestias —me dijo.
—No necesariamente —contesté.
Levantó la voz, que era ya bastante alta.
—Dije que ocasionan un montón de molestias y un montón de molestias es lo que quiero significar. Pero métase esto en la cabeza: usted no va a ocasionar ninguna en Bay City.
No le contesté nada. Me apuntó con el índice.
—Usted viene de una ciudad grande —dijo—. Piensa que es una persona muy importante e inteligente. No se preocupe. Nosotros estamos en condiciones de manejarlo. Este es un lugar pequeño, pero muy compacto. No tenemos aquí ninguna clase de influencias políticas que nos impidan trabajar como se debe. No se preocupe por nosotros, compañero.
—No me preocupo —le respondí—. No tengo por qué preocuparme. Estoy tratando solamente de ganarme un limpio y hermoso dólar.
—Y no me venga a mí con charlatanerías —dijo Webber—. No me gustan.
Degarmo bajó los ojos para observarse la uña del índice. Habló con voz gruesa y aburrida:
—Mire, jefe, el tipo que está allá abajo se llama Lavery. Está muerto. Yo le conocía un poco. Era un mujeriego.
—¿Qué importa eso? —ladró Webber, sin quitarme la vista de encima.
—Todo parece indicar que se trata de una mujer —dijo Degarmo—. Usted sabe de qué se ocupan principalmente estos detectives privados. Asuntos de divorcio. Supongamos que le dejamos que nos lo cuente todo, en vez de estar tratando de asustarlo, hasta hacerlo enmudecer.
—Si es que le estoy asustando —dijo Webber—; me gustaría saberlo. No veo signo alguno de que eso suceda.
Se acercó a la ventana del frente, levantó la cortina y miró. La luz penetró en la habitación, en forma casi cegadora, luego de haber estado tanto en la penumbra. Volvió nuevamente hacia atrás, balanceándose sobre los tacones y me apuntó con un dedo largo y delgado. Me indicó:
—Hable.
Le dije:
—Estoy trabajando para un hombre de negocios de Los Ángeles, que no puede permitir tanta publicidad. Esa es la causa por la cual me contrató a mí. Hace un mes su esposa se fugó y más tarde llegó un telegrama que indicaba que ella se había marchado con Lavery. Pero mi cliente encontró a Lavery en la ciudad hace un par de días y él le negó que eso fuera cierto. Mi cliente le creyó lo suficiente como para preocuparse. Parece que la dama es bastante inquieta. Podría estar envuelta en una situación difícil. Vine a ver a Lavery y también me negó que hubiera huido con ella. Le creí, pero más tarde logré conseguir pruebas razonables de qué había estado con ella en el hotel de San Bernardino, la noche en que se suponía que había dejado la cabaña de la montaña donde ella había estado pasando unos días. Con estas pruebas en mi poder regresé para presionar a Lavery otra vez. Nadie contestó el timbre, la puerta estaba entreabierta. Entré, eché un vistazo, encontré la pistola y revisé la casa. Descubrí el cadáver. Eso es todo cuanto pasó.
—Usted no tenía derecho alguno para revisar la casa —dijo Webber fríamente.
—Claro que no —asentí—. Pero yo no debía tampoco pasar por alto una ocasión semejante.
—¿Cuál es el nombre de la persona para la cual está trabajando?
—Kingsley —le di también su dirección en Beverly Hills—. Es el director de una compañía de cosméticos que se halla en el edificio Treloar, en la calle Olive. La compañía Gillerlain.
Webber miró a Degarmo. Degarmo escribió perezosamente sobre la parte posterior de un sobre. Webber volvió a mirarme y dijo:
—¿Qué más?
—Fui hasta la cabaña de la montaña donde había estado la dama. Es un lugar llamado Lago del Pequeño Fauno, cerca de Punta del Puma, a cincuenta y ocho kilómetros de San Bernardino.
Miré a Degarmo. Escribía lentamente. Su mano se detuvo un momento y pareció petrificada en medio del aire, luego cayó sobre el papel y continuó escribiendo. Yo proseguí:
—Hace más o menos un mes, la mujer del cuidador de la propiedad de Kingsley, en aquel lugar, tuvo una discusión con su marido y lo abandonó, según pensaron todos. Ayer fue encontrada en el lago, ahogada.
Webber cerró casi por completo los ojos y se meció sobre sus tacones. Casi con suavidad preguntó:
—¿Por qué me está contando todo esto? ¿Cree que hay una conexión entre ambos casos?
—Hay una relación en el tiempo. Lavery había estado allí. No conozco ninguna otra relación, pero pensé que haría bien en mencionárselo.
Degarmo estaba sentado muy quieto, mirando al suelo. Su cara estaba contraída y parecía aún más salvaje que de costumbre. Webber dijo:
—Esa mujer que encontraron ahogada, ¿se suicidó?
—Suicidio o asesinato. Dejó una nota de despedida. Pero su marido ha sido arrestado bajo sospechas. Su nombre es Chess. Bill, y su esposa Muriel Chess.
—No tengo interés en nada de eso —dijo Webber secamente—. Dediquémonos a lo que ha sucedido aquí.
—Nada sucedió aquí —dije, mirando a Degarmo—; yo he estado sólo dos veces. La primera hablé con Lavery sin llegar a obtener resultado alguno. La segunda vez no hablé con él ni tampoco llegué a nada.
Webber dijo lentamente:
—Voy a hacerle una pregunta y quiero que me responda con toda honestidad. Usted no querrá hacerlo, pero ahora es un momento tan propicio como lo será más adelante. Usted debe saber que, de cualquier manera, llegaré a enterarme. La pregunta es la siguiente: Usted ha mirado por toda la casa y muy concienzudamente, según imagino.
¿Ha encontrado algo que le sugiera que la mujer de Kingsley ha estado aquí?
—Esa no es una pregunta limpia —le dije—. Pretende obtener un testimonio.
—Yo quiero una respuesta —dijo con firmeza—. Esto no es un tribunal.
—La respuesta es ¡sí! —le dije—. Hay ropas de mujer colgadas en un armario allí abajo, que me han sido descritas como usadas por la señora Kingsley en San Bernardino la noche que ella encontró allí a Lavery. La descripción era bastante aproximada: un traje negro y blanco, la mayor parte blanco, y un sombrero panamá con una cinta también negra y blanca.
Degarmo hizo sonar un dedo contra el sobre que sostenía.
—Usted debe de ser un hombre muy útil para su cliente —dijo—. Coloca a una mujer exactamente en esta casa donde se ha cometido un crimen, y ésa es la mujer que se supone ha huido con él. No creo que tengamos que ir más lejos para hallar al culpable, jefe.
Webber me estaba contemplando fijamente, con poca o ninguna expresión en el rostro, que no fuera una profunda atención. Asintió con aire ausente a lo que había expresado Degarmo.
Les dije:
—Parto de la base de que ustedes no son un hato de estúpidos. Las ropas han sido confeccionadas por un sastre y es muy fácil seguirles la pista. Yo les he salvado una hora de trabajo diciéndoselo.
—¿Algo más? —preguntó Webber suavemente.
Antes de que pudiera responderle, un automóvil se detuvo frente a la casa, luego otro más. Webber se deslizó hasta la puerta abierta. Tres hombres entraron en la casa. Uno pequeño, de cabellos ensortijados, y el otro tan grande como un buey, ambos acarreando pesadas maletas de cuero negro. Detrás de ellos un hombre alto y delgado, enfundado en un traje gris oscuro, de ojos muy brillantes y cara inexpresiva. Weber apuntó con un dedo al hombre del pelo ensortijado y le dijo:
—Bajando los escalones, en el baño, Busoni. Quiero un juego completo de impresiones digitales tomadas en toda la casa, particularmente aquellas que den la impresión de haber sido dejadas por una mujer. Será un trabajo prolongado.
—De acuerdo —gruñó Busoni.
El y el hombre que parecía un buey recorrieron la habitación y descendieron las escaleras.
—Tenemos aquí un cadáver para usted, Garland —dijo Webber al tercero—. Vamos abajo y le echaremos una mirada. ¿Ha pedido ya el furgón?
El hombre de los ojos brillantes asintió brevemente y con Weber descendieron las escaleras detrás de los otros dos.
Degarmo puso el sobre y el lápiz a un lado y se quedó contemplándome fijamente.
Le pregunté:
—¿Se supone que debo hablar acerca de nuestra conversación de ayer… o es asunto privado?
—Hable todo lo que quiera de ella —me respondió—. Nuestra misión es proteger a los ciudadanos.
—Hábleme de eso —dijo—. Me gustaría saber algo más que se relacione con el caso Almore.
Se sonrojó lentamente y sus ojos tomaron una expresión aviesa.
—Usted, dijo que no conocía al doctor Almore.
—No lo conocía ayer, ni sabía nada que se relacionara con él. Desde entonces he sabido que Lavery conocía a la señora Almore, que ella se suicidó, que Lavery fue quien la encontró muerta, y que ese Lavery era por lo menos sospechoso de estar haciendo chantaje, o de encontrarse en posición de poder hacerlo. Hasta los muchachos del auto ruidoso parecían interesados en el hecho de que la casa de Almore se encontraba frente a ésta. Y uno de ellos observó que el caso había sido silenciado o dijo algo que daba a entender una cosa así.
Degarmo dijo lentamente y con profunda ira:
—Haré que le quiten la insignia a ese hijo de perra. Todo lo que saben hacer es andar abriendo la boca. ¡Malditos bastardos de cabeza hueca!
—¿Entonces no hay nada en ese asunto? —le dije.
Miró a su cigarrillo.
—¿Nada de qué?
—Nada de la idea de que Almore asesinó a su mujer, y luego usó su influencia para hacer silenciar todo el asunto.
Degarmo se puso de pie y se acercó hasta mí.
—Repita eso otra vez —dijo suavemente.
Volví a repetirlo.
Me golpeó, cruzándome la cara con la mano abierta. Mi cabeza giró hacia un lado bruscamente; mi cara parecía arder y agrandarse.
—Repítalo otra vez —dijo suavemente.
Volví a repetirlo. Su mano volvió a recorrer el camino y a echar mi cabeza nuevamente a un lado.
—Repítalo otra vez.
—No. La tercera es la de la suerte. Usted puede perderla —levanté una mano y froté la mejilla.
Se quedó allí de pie inclinado sobre mí, con una mirada terriblemente animal en sus ojos, intensamente azules.
—En cualquier momento en que usted hable de esa manera a un policía —dijo—, sabrá qué es lo que le va a pasar. Pruebe a hacerlo otra vez y ya no será la palma de la mano lo que le haré probar.
Me mordí fuertemente los labios y seguí frotándome la mejilla.
—Meta la nariz en nuestros asuntos y se despertará en un callejón con la única compañía de los gatos.
No dije riada. Se alejó y volvió a sentarse, respirando agitadamente. Dejé de frotarme la mejilla y estiré la mano haciendo jugar los dedos lentamente.
—Lo recordaré —le dije—. En las dos formas.