Ningún coche policial estaba detenido frente a la casa, nadie se paseaba por la acera, y cuando empujé la puerta para abrirla, tampoco dentro se percibía el aroma de cigarros o cigarrillos. El sol se había retirado de las ventanas y una mosca zumbaba suavemente sobre uno de los vasos sucios de licor.
Me dirigí hasta el fondo y me incliné sobre la barandilla de la escalera. Nada sé movía en la pasa. Nada producía ruido alguno, salvo muy débilmente allá en el baño, el tranquilo gotear del agua que caía sobre los hombros de un cadáver.
Me dirigí al teléfono y busqué en la guía el número del departamento de policía. Marqué y, mientras esperaba la respuesta, saqué la automática del bolsillo y la deposité sobre la mesa que se encontraba al lado del teléfono.
Una voz masculina respondió: Policía de Bay City. Habla Smool.
—Ha habido un tiroteo en el número 623 de la calle Altair —le espeté—. Un hombre llamado Lavery vivía allí. Está muerto.
—Seis dos tres Altair. ¿Quién es usted?
—Mi nombre es Marlowe.
—¿Se encuentra en la casa?
—Exacto.
—No toque absolutamente nada.
Colgué el teléfono, me senté en el diván y esperé. No mucho tiempo. Una sirena se dejó oír a lo lejos, acrecentando su sonido rápidamente. Cubiertas que chirrían en una esquina y el rugir de la sirena apagándose hasta morir en un metálico balido, después silencio y gomas que vuelven a chirriar otra vez frente a la casa. La policía de Bay City estaba presente. Pasos que resuenan en la acera. Me dirigí a la puerta y abrí.
Dos policías uniformados irrumpieron en la casa. Eran del usual tamaño y tenían las usuales caras curtidas y ojos desconfiados. Uno de ellos llevaba un clavel metido bajo el borde de la gorra. Sobre la oreja derecha. El otro era de más edad, un poco gris y triste. Se quedaron allí de pie y me miraron seriamente; luego el más viejo dijo concisamente:
—Muy bien. ¿Dónde está?
—Bajando las escaleras, en el baño. Detrás de la cortina de la ducha.
—Tú te quedas aquí con él, Eddie.
Se movió rápidamente por la habitación y desapareció. El otro ejemplar me contempló fijamente, diciendo a través de un ángulo de la boca:
—Cuidado con hacer ningún falso movimiento, compañero.
Volví a sentarme en el diván. El polizonte dejó que sus ojos recorrieran la habitación. Se podía oír ruidos de pasos debajo. El tipo que estaba conmigo vio de repente la pistola que estaba sobre la mesita del teléfono. Cargó en dirección a ella violentamente, como un jugador de fútbol lo hace con la pelota.
—¿Es ésta la pistola con que se ha cometido el crimen? , —casi gritó.
—Me lo imagino. Ha sido disparada.
—¿Cómo?
Se inclinó sobre la pistola, mostrándome los dientes y llevando la mano a su pistolera. Sus dedos desprendieron la correa de seguridad y aferró la culata.
—Que me imagino que es ésa la pistola.
—Eso está muy bien —dijo con sorna—. ¡Verdaderamente bien!
—No creo que lo esté tanto —le repliqué.
Se echó un poco hacia atrás. Sus ojos me medían cuidadosamente.
—¿Por qué le ha matado usted? —gruñó.
—Vivo preguntándomelo.
—¡Ah, con que es un vivo, eh!
—¿Qué le parece si nos sentamos y esperamos a que lleguen los muchachos de la sección de homicidios? —le dije—. Yo estoy reservando mi defensa.
—No pretenda venirme a mí con esas cosas —dijo.
—Yo no pretendo, venirle a usted con nada de nada. Si le hubiera disparado yo, por supuesto que no estaría aquí. No les habría llamado. No hubiesen encontrado la pistola. No trabaje con tanto interés en el caso. No permanecerá en él más de diez minutos.
Sus ojos mostraron resentimiento. Se quitó la gorra y el clavel cayó al suelo. Se agachó para levantarlo y lo destrozó entre los dedos, luego lo tiró detrás, del guardafuego de la chimenea.
—No debió haberlo tirado —le dije—, pueden creer qué es una pista y van a gastar en ella una buena cantidad de tiempo.
—¡Oh, demonios!
Se inclinó sobre el guardafuego y retiró lo que quedaba del clavel, metiéndoselo en el bolsillo.
—Te las sabes todas, ¿eh, compañero? —me ladró.
El otro regresó casi en seguida; parecía preocupado. Se paró en medio de la habitación y consultó el reloj, escribió algo en un anotador y luego miró hacia afuera por la ventana que daba al frente, haciendo a un lado la cortina veneciana.
El que había quedado conmigo preguntó:
—¿Puedo ir a ver ahora?
—No te molestes, Eddie. Nada tenemos que hacer nosotros aquí. ¿Has llamado al juez ya?
—Pensé que Homicidios se encargaría de esto.
—Sí, tienes razón. El capitán Webber se encargará de esto y a él le gusta hacerlo todo personalmente.
Me miró y dijo:
—¿Es usted la persona llamada Marlowe?
Le informé que sí.
—Es un muchacho vivo, sabe de antemano todas las respuestas —dijo Eddie.
El otro miró con aire ausente, miró a Eddie con aire ausente, descubrió la pistola que seguía sobre la mesita del teléfono, la miró, pero no ya con aire ausente.
—Sí, ésa es la pistola del asesinato —dijo Eddie—. Aún no la he tocado.
El otro asintió.
—Los muchachos no son tan vivos en la actualidad. ¿Cuál es su situación, compañero? ¿Amigo de ése? —dijo, señalando con el pulgar hacia el suelo.
—Le vi ayer por primera vez. Soy detective privado de Los Ángeles.
—¡Oh! —me miró con gran severidad. El otro polizonte me observó con mirada llena de sospechas.
—¡Canastos! ¡Eso significa que todo se va a enredar por aquí!
Esa era la primera cosa sensata que le había oído decir: Le hice un guiño afectuoso.
El de mayor edad volvió a mirar afuera por la ventana.
—Esa de enfrente es la casa de Almore, Eddie —dijo.
Eddie se acercó y miró.
—Es cierto —asintió—; se puede leer la chapa desde aquí. ¡Oh!, ese tipo de abajo debe ser aquel que…
—¡Cállate la boca! —dijo el otro y dejó caer la cortina.
Luego ambos se volvieron hacia mí y se quedaron en muda contemplación.
Un coche se acercó; se oyó llamar a la puerta. El más viejo de los polizontes se acercó y abrió la puerta para dar paso a dos sujetos de civil. A uno de ellos le conocía yo ya.