19

La señorita Fromsett miró el pañuelo, me miró a mí, tomó un lápiz del escritorio y alejó la diminuta pieza de seda con la punta.

—¿Qué es lo que hay en él? —preguntó—. ¿Insecticida?

—Alguna clase de sándalo, creo.

—Una imitación barata. Repulsivo es una palabra, suave. ¿Por qué quiere que vea ese pañuelo?

Se recostó contra el respaldo y se quedó mirándome fría y rectamente.

—Lo encontré en la casa de Lavery, bajo la almohada de su cama. Tiene iniciales en una de sus puntas.

Ella desplegó el pañuelo sin tocarlo con las manos, utilizando la punta del lápiz. Su rostro dejó traslucir un asomo de preocupación al contraerse.

—Tiene dos letras bordadas —dijo con voz fría y áspera—. Da la casualidad de que coinciden con mis iniciales. ¿Era eso lo que quería decir?

—Exactamente —respondí—. Lavery conocía probablemente más de media docena de mujeres con las mismas iniciales.

—Se va a poner detestable, después de todo —dijo suavemente.

—¿Es o no suyo ese pañuelo?

Ella dudó. Se levantó para tomar otro cigarrillo del escritorio, lo encendió. Sacudió el fósforo en el aire lentamente, contemplando cómo la llama iba consumiéndolo.

—Sí, es mío. Debo de haberlo dejado caer por allí. Hace de esto mucho tiempo. Y puedo asegurarle que no fui yo quien lo puso debajo de la almohada de su cama. ¿Era lo que quería saber?

No contesté nada y ella prosiguió:

—Debe de haberlo prestado a alguna mujer que… que gustaría de esta clase de perfume.

—Me he hecho un retrato mental de esa mujer —dije—, y ella no hace juego con el carácter de Lavery.

Su labio superior se curvó un poquitito. Era un largo labio superior. A mí me gustan los labios superiores largos.

—Pienso —dijo ella— que usted debería trabajar un poco más en el retrato mental de Chris Lavery. Cualquier toque de refinamiento que pudiera encontrar sería mera coincidencia.

—Esa no es una cosa agradable para decir de un hombre que está muerto —le contesté.

Por un momento se quedó sentada allí, quieta, como si yo nada hubiera dicho y esperara que dijera algo. Luego un pequeño temblor comenzó a insinuarse en su cuello y se extendió violenta y gradualmente por todo su cuerpo. Sus manos se contrajeron y el cigarrillo quedó doblado entre sus dedos. Lo movió y lo arrojó dentro del cenicero con un rápido movimiento de su brazo.

—Chris ha muerto a tiros en la bañera —dije—, y todo da la impresión de que la culpable es una mujer que ha pasado la noche allí. La mujer dejó la pistola en la escalera y el pañuelo debajo de la almohada.

Se movió en su silla muy levemente. Sus ojos eran ahora totalmente inexpresivos. Su cara estaba tan fría como una talla en madera.

—¿Y usted espera que yo sea capaz de suministrarle información al respecto? —me preguntó amargamente.

—Mire, señorita Fromsett, a mí me gustaría ser suave, considerado y sutil en todo este asunto. Me gustaría también jugar este juego aunque fuera por una vez en la forma en que a usted le gustaría que fuera jugado. Pero nadie ha de permitirlo, ni los clientes, ni la policía, ni las personas contra las cuales me encuentro jugando. Por más que tratara con todas mis fuerzas de ser gentil, siempre habría de terminar con las narices en el barro y mi pulgar buscando los ojos de alguien.

Ella asintió inconscientemente como si apenas me hubiera oído.

—¿Cuándo ha muerto? —preguntó, volviendo a estremecerse nuevamente.

—Esta mañana, supongo. No mucho después de levantarse. Ya le he explicado que él acababa de afeitarse y que se disponía a tomar una ducha.

—Eso sería probablemente muy tarde. Yo he estado aquí desde las ocho y treinta.

—Yo no creo que haya sido usted quien le ha matado.

—Eso es muy amable de su parte —respondió—, pero resulta que es mi pañuelo, ¿no es verdad? Aunque el perfume no sea el que yo uso. Pero supongo que la policía no ha de ser muy sensitiva con respecto a la calidad de los perfumes… o a cualquier otra cosa.

—No, y eso va para los detectives privados también —le dije—. ¿Se está divirtiendo mucho con esto?

—¡Dios! —dijo, y apretó fuertemente el dorso de su mano contra la boca.

—Dispararon cinco o seis tiros —le dije—, y los erraron todos, salvo dos. Fue acorralado contra el ángulo de la bañera. Una escena bastante fea, diría yo; había allí una gran cantidad de odio por parte de uno de los actores. O una mente de una sangre fría extraordinaria.

—El era demasiado fácil de odiar —dijo con amargura—, y venenosamente fácil de amar. ¡Las mujeres —aun las decentes— cometen tan extraños errores con respecto a los hombres!

—Todo lo que está diciéndome es que alguna vez creyó estar enamorada de él, pero ya no lo está, y que no es usted quien lo mató.

—Sí —su voz era seca y clara ahora, como ese perfume que a ella no le gustaba usar en horas de oficina. Estoy segura de que ha de saber respetar esta confidencia.

Se rió breve y amargamente.

—Muerto —dijo—, el pobre egoísta, ordinario, repelente, traidor y buen mozo. Muerto, frío y acabado. No, señor Marlowe, no soy yo quien lo mató.

Esperé, dejando que se calmara. Luego de un momento me preguntó, ya más tranquila:

—¿Lo sabe el señor Kingsley?

Asentí con la cabeza.

—Y la policía, por supuesto —agregó.

—Aún no, por lo menos por mi intermedio. Lo he descubierto yo; la puerta de la casa no estaba cerrada enteramente, así que pude introducirme en ella. Ahí lo hallé.

Tomó el lápiz de nuevo y hurgó con él el pañuelo.

—¿Sabe el señor Kingsley algo acerca de este pañuelo?

—Nadie sabe nada, salvo usted, yo y quien lo puso allí.

—Usted es muy amable —dijo secamente—, por haber pensado de mí como lo hizo.

—Usted tiene cierta cualidad de aplomo y dignidad que me agrada —le contesté—, pero no lo eche todo a perder. ¿Qué esperaba usted que yo pensara? Saco el pañuelo de debajo de la almohada, lo huelo, lo miro y me digo: Bien, bien, con las iniciales de la señorita Fromsett y todo. Ella debe haber conocido a Lavery, quizás muy íntimamente, digamos, en beneficio del libreto, tan íntimamente como mi pequeña y sucia mente puede concebir. Y eso sería muy, muy íntimamente. Pero ése es un perfume sintético y barato, y la señorita Fromsett no usaría un perfume barato. Y eso estaba bajo la almohada de Lavery y la señorita Fromsett nunca guarda pañuelos bajo la almohada de un hombre. Por lo tanto, esto nada tiene que ver con ella. Es sólo una ilusión óptica.

—¡Oh, cállese la boca! —dijo.

Le hice un guiño.

—¿Qué clase de muchacha se ha creído que soy yo? —bramó.

—Llego demasiado tarde para poderlo decir.

Ella se sonrojó. Luego preguntó:

—¿Tiene alguna idea de quién puede haberlo hecho?

—Ideas, pero eso es todo lo que son. Temo que la policía lo encuentre todo demasiado sencillo. Algunas de las ropas de la señora Kingsley están colgadas en el armario de Lavery. Cuando ellos conozcan la historia completa —incluyendo lo sucedido ayer en el lago del Pequeño Fauno— temo que sólo se limitarán a buscar las esposas para engrillarla. Tendrán que encontrarla primero, pero no les resultará demasiado difícil.

—Crystal Kingsley —dijo sin ninguna expresión—. ¡De manera que ni eso podrá ahorrarse él!

—No es forzoso que todo haya sucedido así. Podría acontecer que hubiera un motivo totalmente diferente, algo sobre lo cual no sabemos nada. Puede haber sido alguien como el doctor Almore, por ejemplo.

Levantó rápidamente los ojos, luego movió la cabeza negando.

—Podría ser —insistí—; nosotros no tenemos nada contra él, pero estaba demasiado nervioso ayer, para un hombre que no tiene nada que temer. Pero, por supuesto, no son sólo los culpables los únicos que se ponen nerviosos.

Me puse de pie y di unos golpecitos en el escritorio, mientras la miraba. Tenía un precioso cuello. Señaló al pañuelito.

—Y de eso, ¿qué? —preguntó sin interés.

—Si fuera mío lo lavaría para quitarle ese perfume barato.

—Debe de tener algún significado, ¿no es verdad? Puede ser que tenga y mucho.

Me eché a reír.

—No creo que quiera decir nada. Las mujeres siempre andan olvidando sus pañuelos por ahí. Un tipo como Lavery los coleccionaría y los guardaría en un cajón de la cómoda con un saquito de sándalo. Alguien puede haber encontrado la colección y haber sacado uno para usarlo. O él podría haberlo prestado, gozando con las reacciones de la otra al ver las iniciales. Yo diría que era de esa clase de sinvergüenzas. Adiós, señorita Fromsett, y muchas gracias por haberme brindado esta entrevista.

Comencé a andar, luego me detuve y le pregunté:

—¿Oyó el nombre del periodista que le proporcionó la información a Brownwell?

Negó con la cabeza.

—¿Y el de los padres de la señora Almore?

—No, tampoco, pero probablemente pueda descubrirlo para usted; me sentiría feliz de intentarlo, por lo menos.

—Esas cosas aparecen usualmente en las notas necrológicas. ¿Verdad? Es casi seguro que hayan aparecido notas en los periódicos de Los Ángeles.

—Se lo agradeceré mucho —dije. Pasé un dedo a lo largo del borde del escritorio y la miré de soslayo. Pálida y marfileña tez, oscuros y preciosos ojos, pelo sedoso y brillante.

Retrocedí hasta la sala de espera y luego me alejé. La pequeña rubia del teléfono me miró con curiosidad, los pequeños y rojos labios entreabiertos, esperando que siguiéramos divirtiéndola.

Pero yo ya no tenía nada que ofrecerle y me retiré.