El botones del Athletic Club regresó a los tres minutos, indicándome con la cabeza que le siguiera. Subimos hasta el cuarto piso, doblamos una esquina y nos detuvimos ante una puerta a medio cerrar.
—Allí, señor, doblando hacia la izquierda. Haga el menor ruido posible, algunos de los socios están durmiendo.
Penetré en la biblioteca del Club. Contenía libros detrás de puertas de cristal, revistas sobre una larga mesa que se encontraba en el centro, y el iluminado retrato del fundador de la institución.
Pero la principal ocupación parecía ser allí la de dormir.
Multitud de estantes para libros dividían el recinto en gran cantidad de alcobas pequeñas, y en ellas había enormes sillones de cuero de respaldo altísimo muy confortables. Varios de estos sillones se encontraban ocupados por señores de edad que dormitaban pacíficamente; en sus caras aparecían los reflejos violáceos que les prestaba la elevada presión sanguínea, débiles ronquidos se escapaban de sus dilatadas fosas nasales. Pasé por encima de unas cuantas piernas y me dirigí hacia la izquierda. Derace Kingsley estaba en el último de los compartimientos, al final del salón. Había colocado dos sillones uno al lado del otro, mirando hacia el rincón. Su cabeza grande y oscura apenas alcanzaba a sobresalir por encima del respaldo de uno de ellos. Me deslicé en el otro, le saludé con una inclinación de cabeza.
—Hable en voz baja —susurró—. Esta habitación es para las inevitables siestas que siguen al almuerzo. ¿Qué pasa ahora? Cuando yo le contraté fue para evitarme molestias, no para sumar una más a las que ya tenía. Me ha hecho cancelar una cita importante.
—Lo sé —le dije. Y acerqué mi cara a la suya—. Lo ha matado ella.
Levantó las cejas y su rostro se contrajo duramente. Sus dientes se apretaron con fuerza. Respiró en forma contenida, mientras una de sus grandes manos se crispaba sobre la rodilla.
—Prosiga —dijo con voz fuerte y sin entonación. Miré por sobre el respaldo del sillón. El más cercano de aquellos viejos holgazanes dormía profundamente.
—Nadie contestaba en casa de Lavery —dije—. La puerta estaba apenas entreabierta. Y había notado ayer que se quedaba algo atascada contra el marco inferior. La empujé hasta abrirla. La habitación estaba en tinieblas. Dos vasos exhibían huellas de bebidas. La casa se hallaba en el mayor silencio. De pronto una mujer, delgada y morena, que dijo llamarse señora de Fallbrook, dueña de la casa, apareció en las escaleras con una pistola envuelta en uno de sus guantes. Dijo que venía a cobrar los tres meses de alquiler que le adeudaban. Usó su llave para entrar. Infiero que aprovechó la oportunidad para husmear y dar un vistazo a la casa. Le saqué la pistola, encontrando que había sido disparada recientemente, pero no se lo dije a ella. Me explicó que Lavery no se hallaba en la casa. Me deshice de ella con cualquier excusa. Puede ser que llame a la policía, pero lo más probable es que se vaya a cazar mariposas y se olvide de todo, salvo del cobro del alquiler.
Hice una pausa. La cabeza de Kingsley se volvió hacia mí, con los músculos de las mandíbulas sobresaliendo. Sus ojos eran los de un loco.
—Bajé las escaleras. Había señales de que una mujer había pasado allí la noche. Pijamas, polvo para la cara, perfumes y demás. El baño estaba cerrado con llave; conseguí abrirlo. Encontré cartuchos vacíos en el suelo, dos disparos en la pared, uno en la ventana, Lavery estaba en la bañera, desnudo y muerto.
—¡Dios mío! —susurró Kingsley—. ¿Quiere decir que usted piensa que’ una mujer pasó la noche con él y lo ha matado esta mañana en el baño?
—¿Y qué cree que estoy tratando de decirle?
—Esa rata sucia —dijo suavemente—. Me supongo que la habrá dejado abandonada.
—No lo entiendo —le dije—. El motivo es poco adecuado loara usted, que es un hombre civilizado, pero puede ser adecuado para ella.
—El motivo no es el mismo —bramó—. Además, las mujeres son más impetuosas que los hombres.
—Así como los gatos son más impetuosos que los perros.
—¿Cómo dice?
Algunas mujeres son más impetuosas que algunos hombres. Eso es todo lo que quería decir. Debemos encontrar un motivó mejor, si es que quiere que sea su mujer la que lo hizo.
Giró la cabeza para dirigirme una mirada en la que no había el menor asombro de broma.
—No me parece que éste sea el caso apropiado para que nos dediquemos a ese tipo de diversión —me dijo—. No podemos permitir que la policía se incaute de esta automática. Crystal tenía licencia y el arma estaba registrada. De esta manera ellos conocerán el número aunque nosotros no lo sepamos. No podemos permitir que la encuentren.
—Pero la señora Fallbrook sabe que yo la tenía.
Meneó la cabeza tozudamente.
—Debemos correr el riesgo. Sí, ya sé que Usted se expone. Me propongo hacer que valga la pena que se arriesgue así. Si la escena se prestara para que parezca sucidio, pondría allí de nuevo la pistola. Por la forma en que me ha referido las cosas, parece que eso es imposible.
—Así es, él tendría que haber errado los tres primeros disparos. Yo no puedo encubrir un asesinato, ni aun por un billete de diez dólares. El arma tiene que volver a su lugar.
—Estaba pensando en algo más que eso —dijo con toda suavidad—. Estaba pensando en unos quinientos dólares.
—¿Qué es, exactamente, lo que espera comprar con eso?
Se inclinó hacia mí. Sus ojos eran serios y graves, pero su mirada no expresaba dureza.
—¿Hay algo más en casa de Lavery, aparte de la pistola, que permita sospechar que Crystal estuvo por allí?
—Un vestido blanco y negro y un sombrero como el que el botones de San Bernardino describió que ella llevaba. Puede ser que haya también una docena de otras cosas que yo no conozco. Casi con toda seguridad que habrá también huellas digitales. Usted dice que nunca se las han tomado. Pero eso no significa que no puedan conseguirlas para una comprobación. Su dormitorio, en su casa, debe de estar lleno. Lo mismo que la cabaña del lago del Pequeño Fauno y su coche.
—Debemos conseguir el coche —comenzó a decir.
—Eso no sirve para nada —le interrumpí—. Hay otras posibilidades. ¿Qué clase de perfume usa ella?
Pareció dudar por un momento.
—¡Oh… Gillerlain. Regal, el champagne de los perfumes! —dijo secamente—. Y Chanel número 1, de vez en cuando.
—¿A qué se parece ese producto de ustedes?
—Una especie de Chipre. Sándalo de Chipre.
—El dormitorio apesta a él —le dije—. Huele como un vulgar producto barato. Pero, por supuesto, no soy un juez competente al respecto.
—¿Vulgar? —dijo con estupefacción—. ¡Dios mío! ¿Barato? ¡Lo cobramos a treinta dólares la onza!
—Bueno, eso huele más a un dólar el litro.
Pegó un puñetazo sobre su rodilla, mientras sacudía la cabeza.
—Estoy hablando de dinero —dijo—. Quinientos dólares. Recibirá un cheque ahora mismo.
Dejé que su ofrecimiento cayera en el vacío, balanceándose al caer como una pluma mugrienta. Uno de los viejos, detrás de nosotros, se levantó tambaleándose y buscó la salida desganadamente. Kingsley dijo gravemente:
—Le contraté para que me protegiera del escándalo, y, por supuesto, para que protegiera a mi esposa, en caso de que ella lo necesitara. A pesar de que usted no tiene la culpa, la probabilidad de evitar el escándalo es ahora bien poca. Lo que corre peligro en éste momento es el pescuezo de mi mujer. No creo que haya sido ella quien mató a Lavery, no tengo razón alguna para creerlo. Es que tengo sólo un presentimiento. Ella puede hasta haber estado allí anoche, esta pistola puede ser la suya; pero nada de eso prueba que fuera ella misma quien lo matara. Puede haber sido tan descuidada con el arma como lo es en todo lo demás, y cualquiera puede haberse apoderado de la pistola.
—Los polizontes de por allá no se esforzarán mucho —le dije—. Si el que yo conocí es una buena muestra, se van a limitar a tomar la primera cabeza que se ponga a su alcance para comenzar a pegarle con un garrote. Y la cabeza de ella será, ciertamente, la primera que aparezca ante su vista cuando examinen la situación.
Kingsley juntó las palmas de las manos. Su desconsuelo tenía cierto sabor a teatro, como a menudo sucede cuando es real.
—Estaré con usted hasta cierto punto —le dije—. El escenario allá es demasiado perfecto, a primera vista. Ella abandona allí sus ropas con las cuales se le ha visto y que pueden ser identificadas. Deja la pistola en las escaleras. Es demasiado pedir que uno la crea tan extremadamente tonta como para llegar a eso.
—Usted me da alguna esperanza —dijo Kingsley tristemente.
—Pero nada de eso tiene gran valor, puesto que nosotros lo estamos mirando desde un ángulo de especulación, y las personas que cometen crímenes pasionales lo hacen con toda simplicidad, alejándose después. Todo cuanto de ella he oído indica que es una mujer inquieta y alocada. No existe ningún indicio de planeamiento previo en la escena que pudimos ver allá abajo; más aún, existen demasiados signos de una completa falta de cálculo. Pero aun cuando nada exista allí que indique a su esposa como culpable, la policía la relacionará con Lavery. Investigarán los antecedentes de él, sus amigos, sus mujeres. Su nombre es casi seguro que aparecerá en algún momento por ahí en esa investigación, y cuando eso ocurra, el hecho de que ella haya estado fuera de la escena por un mes, les hará enderezarse y frotar sus callosas manos con satisfacción.
Y por supuesto, seguirán la pista del arma, y si es su arma…
Su mano se dirigió hacia la pistola que estaba en una silla a su lado.
—No —le dije—. Ellos tienen que encontrar la pistola. Marlowe puede ser un tipo muy vivo y puede gustarle mucho a usted personalmente, pero él no puede correr el riesgo de suprimir una prueba tan vital como la que representa el arma que ha matado a un hombre. Cualquier cosa que yo haga tiene que partir de la base de que su esposa es evidentemente sospechosa, pero de que esa misma evidencia puede conducirnos a una suposición errónea.
Kingsley gruñó y me extendió su manaza con la automática en la palma.
La tomé, poniéndola fuera de su alcance. Luego volví a exhibirla y le dije:
—Présteme su pañuelo. No quiero usar el mío porque puede ser que yo sea registrado.
Me extendió un blanco y almidonado pañuelo, y repasé la pistola cuidadosamente dejándola caer luego dentro del bolsillo. Le devolví el pañuelo.
—Mis impresiones digitales pueden pasar perfectamente —le dije—. Pero no quiero que las suyas aparezcan sobre la pistola. Aquí hay sólo una cosa que puedo hacer. Volver allá, colocar nuevamente él arma, y llamar a la policía. Les seguiré en su investigación y dejaré que tengan algunos datos cuando sea conveniente. La historia tendrá que salir a la luz. Qué estaba haciendo allí y por qué. Lo peor que puede suceder es que la localicen y lleguen, a probar que fue ella quien lo mató. Lo mejor es que la localicen mucho más rápido de lo que yo puedo hacerlo y me dejen entonces libres las energías para probar que no fue ella quien lo mató, lo que en ese caso quiere significar, probar que lo hizo algún otro. ¿Le resulta esta solución?
Asintió lentamente, diciendo:
—Sí… y los quinientos siguen en pie. Por demostrar que Crystal no fue quien le asesinó.
—No tengo esperanzas de ganarlos —le dije—. Es mejor que usted lo comprenda bien desde ahora. ¿Conocía bien la señorita Fromsett a Lavery? ¿Se veían fuera de las horas de oficina?
Su rostro se contrajo, sus puños apretados fuertemente se transformaron en gruesas bolas sobre sus muslos. No contestó nada.
—Ella pareció dudar un poco cuando le pregunté la dirección ayer por la mañana —le dije.
Dejó escapar un suspiro.
—Como si hubiera experimentado un sinsabor —agregué—. Como si un romance hubiera terminado mal. ¿Soy demasiado brusco?
Las aletas de su nariz temblaron un poco. Su respiración se hizo ruidosa por un momento. Luego se distendió y dijo suavemente:
—Ella… le conoció muy bien… en una época. Es una muchacha capaz de hacer cuanto le plazca en ese sentido. Lavery era sospechoso, un pájaro fascinador para las mujeres.
—Tendré que hablar con ella —le dije.
—¿Por qué? —preguntó bruscamente. Dos rojos parches aparecieron sobre sus mejillas.
—No importa por qué. Mi trabajo es hacer toda clase de preguntas a toda clase de personas.
—Hable con ella entonces —dijo secamente—. Ya que viene al caso, ella conocía a los Almore. Conocía a la mujer de Almore, la que se suicidó. Lavery también la conocía. Podría esto tener alguna conexión con lo que estamos tratando.
—No lo sé. Usted está enamorado de ella. ¿No es verdad?
—Me casaría mañana mismo si fuera posible —dijo fríamente.
Asentí con la cabeza poniéndome de pie. Mi mirada recorrió todo el salón. Estaba vacío ahora. En el extremo más alejado un par de viejas reliquias estaban todavía durmiendo su siesta. El resto de los muchachos de los cómodos sillones había regresado a sus intrascendentes ocupaciones anteriores.
—Hay otra cosa —dije, mirando a Kingsley—. Los polizontes se ponen iracundos cuando se tarda en llamarlos, luego que se ha cometido un crimen. Ha existido tardanza aquí, y habrá más todavía. Me gustaría ir hasta allá como si esto fuera la primera visita que hago en el día. Pienso que puedo realizarlo así, si dejo fuera a esa mujer Fallbrook.
—¿Fallbrook? —él apenas si parecía saber de, lo que yo estaba hablando—. ¿Quién diablos…? Oh, sí, ya recuerdo.
—No lo recuerde. Estoy casi seguro de que la policía nunca sabrá una palabra por ella. No es la clase de persona que guste acudir a ellos, si puede evitarlo.
—Ya entiendo —me dijo.
—Asegúrese de hacer las cosas bien, entonces. Le interrogarán antes de decirle que Lavery está muerto, antes de que se me permita tomar contactó con usted por lo menos hasta que sepan algo. Cuide de no caer en ninguna trampa; si lo hace, no me será posible descubrir nada. Estaré en un calabozo.
—Usted podría llamarme desde la casa… antes de comunicarse con la policía —dijo.
—Lo sé, pero el hecho de que no lo haga influirá en mi favor. Ellos van a pasar revista a las llamadas telefónicas, como una de las primeras medidas. Y si yo le llamo desde cualquier otro lado, es como admitir que vine aquí a verle.
—Ya entiendo —volvió a repetir—. Puede confiar en que sabré desenvolverme.
Nos estrechamos las manos y me alejé.