El vestíbulo de la planta baja tenía una puerta en cada uno de sus extremos y otras dos en el medio, lado a lado. Una de éstas era la de un armario para guardar la ropa blanca y la otra estaba Cerrada con llave. Llegué hasta el final del vestíbulo y miré dentro de un dormitorio de huéspedes. Tenía las cortinas corridas y ningún signo de haber sido usado. Volví al otro extremo y penetré en el otro dormitorio; había allí un ancho lecho, una alfombra de color café con leche, muebles de madera fina y formas angulosas, un espejo cuadrado sobre el tocador y sobre éste un largo tubo de luz fluorescente. En un rincón había un galgo de cristal sobre la cubierta de espejo de la mesa y, a su lado, una caja llena de cigarrillos.
Había polvos para el cutis desparramados sobre toda la superficie de la mesa. En una toalla tendida sobre el cesto de los papeles se veía una gran mancha de lápiz labial de color oscuro. En la cama había dos almohadas, en las que todavía se podían ver las depresiones causadas por las cabezas. Un pañuelo de mujer sobresalía por debajo de una de las almohadas. A los pies de la cama había un pijama de color negro. Un pronunciado aroma a Chipre flotaba en el aire.
Me pregunté qué sería lo que la señora Fallbrook había pensado de todo este cuadro.
Me volví y me encontré contemplando mi propia imagen en un espejo adosado a la puerta de un armario. La puerta estaba pintada de blanco y su picaporte era de cristal. Lo hice girar con la mano envuelta en un pañuelo y miré en su interior. Estaba recubierto de placas de madera de cedro y su interior se hallaba lleno de ropas de hombre. Pero no sólo había ropas de hombre, sino también un traje sastre de mujer, negro y blanco, más blanco que negro, unos zapatos también blancos y negros y un panamá con una cinta blanca y negra en un estante. Había también otras ropas de mujer, pero no me detuve a examinar.
Cerré la puerta del armario y me retiré del dormitorio, con el pañuelo en la mano, listo para usarlo en otros picaportes.
La puerta contigua a la del armario de la ropa blanca, que estaba con llave, debía de ser la de un cuarto de baño. La sacudí, pero sin obtener ningún resultado. Me agaché y pude ver que había una pequeña abertura en el medió del picaporte. Me di cuenta entonces de que era una de esas puertas que se cierran apretando un botón por el lado interior del picaporte, y que esa ranura era para usar una llave especial de metal para abrir la puerta en caso de que alguien se desvaneciera en el baño o de que los chicos quedaran encerrados dentro.
Ésta llave debía dé estar guardada en la parte superior del armario de la ropa blanca, pero no estaba allí. Probé la hoja de mi cortaplumas, pero era demasiado delgada. Regresé al dormitorio y tomé de uno de los cajones del tocador una lima para uñas. Esta sirvió y abrí la puerta del baño.
Un pijama de hombre de color arena se hallaba tirado sobre una percha, había un par de chinelas verdes en el suelo y, en el borde del lavabo, una hoja de afeitar y un tubo de crema destapado. La ventana se hallaba cerrada y en todo el baño había un penetrante olor que no tenía semejanza con olor alguno que yo recordara.
Tres cápsulas vacías se hallaban, brillando con reflejos cobrizos, tiradas en las hermosas baldosas color verde nilo del piso; en uno de los opacos paneles de vidrio de la ventana se destacaba nítidamente un agujero. Hacia la izquierda y un poco más arriba de la ventana había dos rasguños en el yeso que dejaban ver la parte blanca que había debajo de la capa de pintura, y donde algo que podía haber sido un proyectil había penetrado.
La cortina de baño era de sedoso aspecto, color verde y blanco, y colgaba de un cromado barrote por medio de ganchos también cromados. Estaba corrida tapando la bañera; la descorrí.
Sentí crujir un poco mi cuello mientras me inclinaba, Por supuesto que él estaba allí. ¿En qué otra parte podía haberse encontrado? Se hallaba hecho un ovillo en uno de los rincones, bajo los dos brillantes grifos, mientras el agua le caía lentamente sobre el pecho.
Sus rodillas estaban levantadas, pero sin rigidez. Los dos agujeros que aparecían en su pecho desnudo eran de un color azul oscuro y se hallaban lo suficientemente cerca del corazón, como para haber sido bastante con uno solo de ellos. La sangre parecía haberse esfumado de su cuerpo.
Los ojos tenían una curiosa mirada brillante y de expectación, como si la persona estuviera olfateando el café del desayuno y se dispusiera a abandonar el baño. Un trabajo hermosamente realizado. Acabas de afeitarte, te despojas de la ropa para darte una ducha, te apoyas en la cortina para regular la temperatura del agua, una puerta se abre detrás de ti y alguien entra. Ese alguien parece que debe de haber sido una mujer. Lleva una pistola en la mano. Te vuelves, ves la pistola y en ese momento preciso suena el disparo.
No acierta los tres primeros balazos, parece imposible a tan corta distancia, pero es así. Quizá eso sucede en cada momento. ¡Tienes tan poca experiencia!
No hay forma de escapar. Podrías arrojarte sobre esa mujer y probar suerte, de ser un hombre capaz de hacerlo y si se te presentara la ocasión. Pero, inclinado sobre los grifos de la ducha, sosteniendo la cortina cerrada, te encuentras sin el suficiente tino. Además, lo más probable es que te halles un poco petrificado por el susto, si es que en algo te pareces al común de los mortales.
Entonces te metes allí. Te metes tan profundamente como puedes, pero la bañera es un lugar muy pequeño y la pared recubierta de azulejos te detiene. Te encuentras con la espalda contra la pared. Te falta espacio y muy poco, también, para que pierdas la vida. Y entonces se producen dos nuevos disparos, quizá tres, resbalas contra el muro y tus ojos nunca más tendrán expresión de susto.
Han pasado a ser solamente los vacíos ojos de un muerto.
Ella se acerca y cierra los grifos de la ducha, coloca el pestillo de la cerradura de manera que quede cerrado al golpear la puerta. Al salir de la casa tira la pistola en la escalera. Debe estar afligida. Es, probablemente, tu misma pistola.
¿Es todo esto lo que sucedió? Bien puede ser.
Me incliné y tomé uno de sus brazos. Un pedazo de hielo no podría haber estado más frío o más rígido. Salí del cuarto de baño, dejando la puerta sin llave. No la necesitaba, eso sería ahora solamente más trabajo para los polizontes.
Entré en el dormitorio y retiré el pañuelo de debajo de la almohada. Era una diminuta pieza de hilo con un ribete dentado bordado en rojo. Dos pequeñas iniciales color rojo se encontraban en uno de sus ángulos: A. F.
—Adrienne Fromsett —dije y me reí. Era una risa bastante amarga.
Agité el pañuelo para despojarle de algo de su perfume de Chipre, lo doblé dentro de un papel de seda y lo guardé en el bolsillo. Volví a subir las escaleras hasta el living y me puse a revisar el escritorio que se encontraba contra la pared. No contenía más que cartas sin interés, números telefónicos y cajitas de fósforos con tapas cubiertas de figuras provocativas. Si algo de interés guardaba en su interior, yo no pude encontrarlo.
Miré hacia el teléfono. Estaba sobre una mesita apoyada contra la pared, al lado de la chimenea. El aparato tenía un largo cordón, de manera que el señor Lavery pudiera estar tirado en el diván, con un cigarrillo entre los labios, un vaso con whisky en la mesa a su alcance, y contar así con todo el tiempo necesario para una larga e interesante conversación con alguna de sus amigas. Una fácil, lánguida, amorosa, irónica, no demasiado profunda y tampoco demasiado atrevida conversación. Una de aquéllas de las que él era tan capaz de saborear.
Y todo aquello se había perdido también. Me alejé del teléfono en dirección a la puerta, coloqué la cerradura de manera que me fuera posible entrar nuevamente, cerré la puerta apretándola fuertemente hasta que el pestillo sonó. Recorrí el sendero y me detuve, bañado por el sol, fija mi vista en la casa del doctor Almore.
Nadie gritó ni salió corriendo por su puerta. Nadie hizo sonar un silbato policial. Todo estaba tranquilo y lleno de sol y calma. Nada que pudiera causar excitación; es sólo Marlowe que ha hallado otro cadáver. Lo está haciendo bastante bien ahora. Le llamarán Marlowe, el del cadáver diario. Pondrán un furgón para que le siga y vaya recogiendo lo que encuentre mientras realiza sus tareas.
Un gran muchacho, lleno de ingenio.
Regresé hasta el cruce y me metí dentro del coche; lo puse en marcha, retrocedí y me alejé.