Eran alrededor de las once cuando llegué a la parte más baja de la cuesta y estacioné mi coche a un lado del hotel Prescott, de San Bernardino. Saqué del portaequipajes una maleta con las ropas indispensables para pasar la noche y alcancé a dar con ella tres pasos antes, de que el botones con pantalones galonados, camisa blanca y corbata de lazo negra, me le arrancara de la mano.
El encargado de guardia, que tenía la cabeza tan lisa como la cáscara de un huevo, no me prestó mayor atención. Tenía puesto un traje blanco de hilo y bostezaba sin ninguna consideración mientras me pasaba la pluma para qué firmara, la mirada perdida en el espacio como si estuviera recordando su niñez.
El botones y yo nos introdujimos en el ascensor, subimos hasta el segundo piso y marchamos por pasillos dando infinidad de vueltas. A medida que avanzábamos, el ambiente iba haciéndose más y más caliente. Por fin, el botones abrió una puerta y nos metimos en una habitación de tamaño diminuto, con una sola ventana que daba a un respiradero. La entrada del aire acondicionado, que se encontraba en la parte superior de una de las paredes, no era de mayor tamaño que un pañuelo de mujer. La cinta que estaba atada a ella se movía desganadamente, apenas para cumplir con su misión de mostrar que algo la impelía a moverse. El botones era alto, delgado y amarillento; no era muy joven; su frialdad era tanta que parecía un trozo de pollo en gelatina. Hizo viajar por toda la extensión de la boca su goma de mascar, colocó la maleta sobre una de las sillas, dirigió su mirada al enrejado del aire acondicionado y luego se quedó allí, parado, contemplándome.
—Debería haber pedido un cuarto de los de un dólar, porque me parece que éste me queda demasiado apretado —le dije.
—Calculo que ha sido bastante afortunado con haber conseguido algo. Este puéblecito está atestado hasta reventar.
—Trae un par de vasos, cerveza y hielo —le dije.
—¿Un par?
—Bueno, eso en caso de que tú también bebas.
—Calculo que puedo correr el riesgo por esta vez.
Se fue. Me quité la chaqueta, la corbata, la camisa y la camiseta y me puse a caminar gozando de la tibieza del aire que entraba por la puerta abierta. Su olor me hacía recordar al que se desprende de una plancha caliente. Me metí en el baño entrando de costado por la puerta —era esa clase de cuarto de baño— y me di una ducha que quiso ser de agua fría. Comenzaba a respirar un poco más libremente, cuando el lánguido botones regresó con la bandeja. Cerró la puerta, mientras yo sacaba una botella de whisky. Mezcló un par de bebidas, cambiamos las usuales sonrisas de compromiso y bebimos. Unas gotas de sudor comenzaron a deslizarse nuevamente por mi cuerpo antes de que retirara el vaso de la boca. Pero de cualquier modo ya estaba sintiéndome mejor.
Me senté en la cama y miré a mi acompañante.
—¿Por cuánto tiempo puedes quedarte?
—Depende para qué.
—Se trata de que recuerdes…
—No sirvo mucho para eso —me dijo.
—Tengo algún dinero para gastar a mi modo —le dije. Saqué la cartera y desparramé encima de la cama un montón de billetes.
—Le pido disculpas de antemano —dijo—, pero pienso que usted es detective.
—No seas tonto —le dije—. ¿Cuándo has visto a un detective jugando al solitario con su propio dinero? Puedes llamarme un investigador.
—Me interesa —dijo—. La bebida está haciendo que comience a funcionarme el cerebro.
Le di un billete de un dólar.
—Prueba con esto. ¿Puedo llamarte Tex el largo, de Houston?
—Amarillo —dijo—. No es que me importe mucho. Y ¿qué le parece mi acento tejano? Me da náuseas, pero encuentro que hay gente a quien le gusta.
—Puedes conservarlo —le dije—, pero quiero prevenirte que todavía no he perdido un dólar con nadie.
Me hizo un guiño y se metió el billete en el bolsillo.
—¿Qué estabas haciendo el viernes 12 de junio —pregunté—, en las últimas horas de la tarde y por la noche? Te repito que era un viernes.
Bebió un largo trago y se quedó pensativo, haciendo sonar el hielo en el vaso cambiando de lugar la goma de mascar.
—Estuve exactamente aquí, desde las seis hasta las doce pasadas.
—Bien. Una dama esbelta, rubia y bonita, se alojó aquí y permaneció hasta la hora del tren nocturno para El Paso. Creo que debió de tomar ese tren, porque estaba en El Paso el domingo por la mañana. Llegó aquí conduciendo un Packard Clipper registrado a nombre de Crystal Grace Kingsley, Carson Drive 965, Beverly Hills. Puede haberse registrado bajo ese nombre o con cualquier otro, y puede que tampoco se haya anotado. Su auto se encuentra aún en el garaje del hotel. Me gustaría hablar un poco con los muchachos que la vieron entrar y salir. Eso te hará ganar otro dólar.
Separé otro dólar del muestrario, que fue a parar a su bolsillo.
—Puede hacerse —dijo calmosamente.
Depositó el vaso sobre la mesa y abandonó la habitación, cerrando la puerta.
Terminé mi vaso y preparé otro. Volví a introducirme en el baño y arrojé un poco más de agua tibia sobre mi cuerpo. Mientras estaba ocupado en esto, comenzó a sonar el teléfono que se encontraba adosado a la pared. Me deslicé por el estrecho pasaje para atender.
La voz del tejano dijo:
—Fue Sonny, pero le despidieron la semana pasada. Otro chico a quien llamamos Les la atendió cuando ella partió. Está aquí.
—Muy bien, envíalo a mi habitación.
Estaba tomando mi segundo vaso y pensando en el tercero, cuando llamaron a la puerta. Me levanté para dar paso a un pequeño ratón de ojos verdes, con una boca diminuta.
Entró danzando en el aire y se quedó contemplándome con una sonrisa ligeramente burlona.
—¿Un trago?
—Bueno —dijo fríamente y se sirvió él mismo uno bien grande, le agregó una gota de cerveza y lo bebió de un golpe, colocó un cigarrillo entre los pequeños labios y encendió un fósforo. Exhaló el humo y se quedó mirándome. Sin mirar directamente, tomó nota del dinero que había sobre la cama. Sobre el bolsillo de su camisa estaba bordada la palabra «capitán» en vez de un número.
—¿Eres Les? —le pregunté.
—No —me dijo—. No nos gustan los detectives aquí. No hay uno en la casa y no tenemos interés en molestarnos por ninguno que esté trabajando para otros.
—Gracias —le dije—. Eso es suficiente.
—¿Cómo? —la boquita se frunció con desagrado.
—Despeja —dije.
—Pensé que usted quería verme —dijo con mofa.
—¿Eres el jefe de los botones?
—Sí.
—Quería convidarte a un trago y darte un dólar. Toma —le dije estirándole un billete—. Gracias por haber venido.
Tomó el billete y lo guardó en el bolsillo sin una palabra de agradecimiento. Se quedó allí, exhaló el humo por la nariz y me miró con ojos de avaro.
—Lo que diga aquí puede saberse —dijo.
—Se sabrá tanto como tú lo hagas circular —le respondí—, y eso no será gran cosa. Has tenido tu bebida y la propina. Ahora ya te puedes largar.
Se dio la vuelta y se deslizó rápida y silenciosamente fuera de la habitación.
Pasaron cuatro minutos, y luego se oyó un suave golpe en la puerta. El botones alto entró sonriente. Volví a sentarme en la cama.
—No se ha entendido muy bien con Les, sospecho —me espetó.
—No demasiado bien. ¿El está satisfecho?
—Imagino que sí, usted sabe cómo son los encargados. Tiene que tener su parte. ¿Por qué no me llama Les, señor Marlowe?
—¿De manera que fuiste tú quien le dio salida?
—No, todo ha sido una combinación. Ella nunca apareció por el mostrador. Pero puedo recordar el Packard. Me dio un dólar para que le guardara el coche y me hiciera cargo de sus cosas hasta que llegase el tren. Cenó aquí. Un dólar tiene la virtud de que a alguien se le recuerde en esta ciudad; por otra parte, ha dado que hablar eso de dejar abandonado aquí su coche tanto tiempo.
—¿Cómo era y cómo iba vestida?
—Llevaba un vestido blanco y negro, destacándose más el blanco, un sombrero panamá con cinta también blanca y negra. Era rubia, hermosa, como usted dijo. Más tarde tomó un vehículo hasta la estación, yo puse en él las maletas. En las maletas había unas iniciales; por desgracia, no puedo recordar cuáles eran.
—Me alegro de que sea así —le dije—, eso sería demasiado bueno. Tómate otra copa. ¿Qué edad representaba?
Enjuagó un vaso y se preparó un discreto trago.
—Es una cosa bastante difícil estimar la edad de una mujer en estos tiempos —dijo—. Sospecho que andaría alrededor de los treinta, quizás un poco más o tal vez un poco menos.
Busqué en el bolsillo la foto que mostraba a Crystal y Lavery en la playa y se la pasé.
La miró atentamente, alejándola primero de los ojos y volviendo a acercarla.
—No tendrás ninguna necesidad de jurar en la Corte que era ella —le dije.
Asintió con la cabeza.
—No me agradaría tener que hacerlo. Esas rubitas se parecen tanto unas a otras que un cambio de ropas, de luz o de su arreglo las hacen aparecer alternativamente iguales o diferentes.
Dudó contemplando fijamente la foto.
—¿Qué te está preocupando? —le pregunté.
—Estoy pensando en el caballero que está con ella. ¿Tiene algo que ver en el asunto?
—Sigue, que eso me interesa —dije.
—Me parece que ese tipo habló con ella en el vestíbulo, y luego cenaron juntos. Un sujeto alto y apuesto, con el físico de un peso medio. La acompañó en el vehículo también.
—¿Estás bien seguro de eso?
Miró el dinero que estaba sobre la cama.
—Está bien. ¿Cuánto me costará eso? —le pregunté irritado.
Se puso duro, dejó la fotografía a un lado y tiró sobre la cama los dos billetes que le había dado.
—Le doy las gracias por la bebida —dijo—, y ahora se puede ir al infierno.
Se encaminó hacia la puerta.
—Oh, siéntate y no seas tan quisquilloso —le dije molesto.
Se sentó y quedó mirándome con ojos fríos.
—Y no seas tan condenadamente sureño —continué—. He estado enterrado hasta las rodillas en hoteles como éste durante años. Y estoy acostumbrado a tratar con tipos que se hacen los raros.
Hizo una mueca lentamente y luego, ya con más rapidez, asintió con la cabeza. Tomó la foto nuevamente y me miró por encima de ella.
—Este caballero aparece nítidamente en la fotografía, mucho mejor que la mujer. Pero hay otro pequeño asunto que hace que lo recuerde con claridad; me pareció que a la mujer no le gustó mucho que él se le acercara tan abiertamente en el vestíbulo.
Pensé en esto y decidí que no significaba gran cosa. El podía haber llegado tarde o haber faltado a una cita más temprana. Le dije:
—Existe una razón para eso. ¿No recuerdas las joyas que ella llevaba? Anillos, pendientes, cualquier cosa que fuera digna de llamar la atención por lo vistosa o por lo valiosa.
Nada le había llamado la atención, dijo.
—¿Su pelo era largo o corto, ondulado o lacio, rubio natural o teñido?
Se rió.
—Diablos, eso es imposible de decir, por lo menos en lo que se refiere al último punto, señor Marlowe. Aun cuando sea rubia natural, ellas lo quieren más claro. En cuanto al resto, de lo que me acuerdo es que lo llevaba bastante largo, como se usa ahora, un poco ondulado en las puntas y lo demás bastante lacio. Pero puede que esté equivocado —miró nuevamente a la fotografía—. Aquí lo tiene atado a la espalda. No puedo estar seguro de nada.
—Está bien —le dije—. La única razón por la que te pregunto es para asegurarme de que no has observado por demás. El tipo que es capaz de recordar demasiados detalles es tan poco digno de crédito como testigo, como aquel que no ha visto nada; la mitad de las veces está imaginando cosas. Tú en cambio me das la impresión de que has visto lo que era lógico que vieras de acuerdo con las circunstancias. Muchas gracias.
Le devolví sus dos dólares y cinco más para que le hicieran compañía. Me dio las gracias, terminó su bebida y abandonó suavemente la habitación. Terminé mi vaso, volví a darme una ducha, y decidí que era preferible volver en coche a mi casa antes que dormir en ese agujero. Terminé de vestirme y me fui escaleras abajo con la maleta.
El ratón de cabeza colorada era el único botones que se veía en el vestíbulo. Llevé mi maleta hasta el escritorio sin que ni siquiera se moviera para tomármela y llevarla él. El jefe de la cabeza de huevo me pidió dos dólares sin levantar la cabeza para mirarme.
—Dos dólares por pasar la noche en este agujero —le dije—, cuando gratis podría haber conseguido una hermosa y aireada lata de basura.
El encargado bostezó, le llegó luego una reacción tardía y me contestó alegremente:
—Se pone bastante fresco por aquí a eso de las tres de la mañana. Desde esa hora en adelante hasta las ocho, y a veces hasta las nueve, está bastante placentero.
Me sequé la nuca y marché a los tropezones hasta el coche. Hasta el asiento estaba caliente, y eso que era ya medianoche.
Llegué a casa a eso de las dos y cuarenta y cinco de la mañana. Hollywood era una heladera, y hasta en Pasadena había sentido fresco.