12

A unos trescientos metros de la casa, un estrecho sendero, cubierto de un espeso manto de hojas secas, restos del último otoño, se curvaba, siguiendo el contorno de una prominencia rocosa, y desaparecía. Lo seguí en torno, saltando sobre los pedruscos por espacio de unos veinte metros, para luego virar por detrás de un árbol, colocando el auto de manera que quedara apuntando de nuevo al camino por donde había venido. Apagué las luces, silencié el motor, y permanecí allí sentado, esperando.

Pasó media hora. Sin cigarrillos, el tiempo se hacía interminable. Luego, a lo lejos, oí el motor de un automóvil ponerse en marcha e ir acercándose hasta que dos poderosos chorros de luz, provenientes de sus faros, pasaron cerca de mí por el camino. El sonido fue perdiéndose en la distancia, mientras una delgada capa de polvo quedaba flotando en el aire.

Salí del coche y regresé caminando hasta la verja y la cabaña de Bill Chess. ]Un empujón fue suficiente esta vez para abrir la ventana ya falseada. Volví a trepar nuevamente y me descolgué sobre el piso, encendiendo la linterna que había traído y haciéndola girar por toda la habitación hasta posar sus rayos sobre la mesa. Encendí la lámpara que estaba encima y me quedé un momento escuchando atentamente; no oí nada; me dirigí a la cocina y encendí la luz.

El cajón de la leña estaba colmado de troncos cuidadosamente arreglados. No se veían platos sucios en el fregadero ni ollas malolientes sobre la cocina. Bill Chess mantenía la casa bien ordenada. Una puerta conducía desde la cocina al dormitorio, y desde éste, una puertecilla muy estrecha llevaba a un diminuto cuarto de baño que denotaba haber sido construido recientemente. El limpio recubrimiento de celotex lo indicaba a las claras.

En el cuarto de baño no hallé nada interesante.

El dormitorio contenía un lecho de matrimonio, una cómoda de madera de pino sobre la que estaba colgado un espejo redondo, un ropero, dos sillas y un recipiente de lata para los papeles. En el suelo había dos alfombras ovaladas, una a cada lado de la cama. Las paredes estaban tapizadas con mapas de la guerra sacados del National Geographic. Sobre el tocador se encontraba una ridícula carpeta roja y blanca.

Comencé a registrar los cajones. Un joyero de imitación cuero contenía un surtido de fantasías, sin valor, que no habían sido llevadas. Era, el usual conjunto de cosas que las mujeres acostumbraban ponerse en la cara, en las uñas y en las pestañas y, por lo que me pareció, la cantidad de estas cosas era demasiado grande. El ropero contenía algunas ropas de hombre y de mujer. Bill Chess poseía una camisa muy llamativa con un cuello duro que hacía juego, entre otras cosas. Debajo de una hoja de papel de seda celeste que se hallaba en uno de los rincones, encontré algo que no me gustó nada. Un calzón de seda rosado, adornado de encajes, que parecía completamente nuevo. Calzones de seda no son precisamente cosas como para dejar olvidadas en tiempos como éstos; por lo menos para una mujer que se encuentre en su sano juicio.

Esto no favorecía mucho a Bill Chess. Me preguntaba qué sería lo que Patton había pensado de eso.

Regresé a la cocina y revisé los abiertos cajones que se encontraban arriba y a los lados de la pileta. Se hallaban llenos de latas y botes de conservas caseras. El azúcar en polvo se encontraba en una caja cuadrada marrón que tenía roto uno de sus bordes. Patton había tratado de limpiar lo que se había volcado. Cerca del azúcar había sal, bórax, polvo de hornear, almidón, azúcar negra y cosas por el estilo. Algo podría haber sido ocultado en cualquiera de estos envases; algo que había sido arrancado de una cadenita cuyos bordes no coincidían.

Cerré los ojos y estirando un dedo al azar toqué el paquete del polvo de hornear. Conseguí un periódico, sacándolo de detrás de la caja de la leña, y lo estiré, volcando en él el contenido dél envase. Lo revolví con una cuchara, pero no había allí más que polvo de hornear. Volví a meterlo en su lugar y probé esta vez con bórax. Nada en el bórax. La tercera es la vencida, pensé, y probó con el almidón. Salió una buena cantidad de polvo muy fino, que no era otra cosa que almidón.

El ruido de unos pasos lejanos me congelaron hasta los tobillos. Apagué la luz, volví rápidamente al living y estiré la mano para hacer lo mismo con la lámpara de la mesa. Demasiado tarde. Los pasos se oyeron nuevamente, pero suaves y cautelosos esta vez.

Esperé en la oscuridad, con la linterna en la mano izquierda. Durante dos minutos mortalmente largos contuve la respiración.

No podía ser Patton; él hubiera caminado directamente hasta la puerta, hubiese entrado y me habría echado de allí. Los cautelosos pasos parecían moverse hacia mí; luego una pausa, otro movimiento, otra larga pausa.

Me deslicé quedamente hasta la puerta e hice girar el picaporte. Abrí violentamente la puerta y enfoqué la oscuridad con la linterna. Brilló con dorada luz sobre un par de ojos. Hubo un rápido movimiento hacia atrás y en seguida el repiqueteo de unos cascos. Era solamente un inquisitivo cervatillo.

Volví a cerrar la puerta y seguí el rayo de mi linterna nuevamente hasta la cocina. El pequeño círculo de luz fue a posarse directamente sobre la cuadrada caja de azúcar. Encendí la luz otra vez, levanté la caja y la vacié sobre el periódico.

Patton no la había vaciado lo suficiente. Había hallado algo por accidente, y pensó que eso era lo que en ella se encontraba. No sospechó que allí debía de haber algo más.

Otro envoltorio de fino papel apareció entre el tenue polvo del azúcar. Lo sacudí para despojarle del polvillo que había quedado adherido y lo abrí. Contenía un diminuto corazón de oro, no mayor que la uña del meñique de una mujer.

Volví a colocar el azúcar en la caja, coloqué a ésta en su lugar y metí el pedazo de, periódico dentro de la cocina. Regresé de nuevo al living y encendí la luz. Bajo sus potentes rayos se podía leer, sin necesidad de cristal de aumento.

La joya tenía una inscripción que decía:

Al para Mildred. 28 de junio 1938. Con todo mi amor.

Al para Mildred. Al «no sé cuánto» para Mildred Haviland. Mildred Haviland era Muriel Chess. Muriel Chess había muerto dos semanas después que un polizonte llamado De Soto viniera preguntando por ella.

Me quedé allí de pie, con el pequeño corazón de oro en la mano, pensando qué era lo que todo eso tenía que ver conmigo. Meditando, aunque sin tener el más leve indicio de una idea concreta, volví a envolverlo, abandoné la cabaña y retorné al pueblo.

Patton estaba en su oficina telefoneando cuando llegué allí. La puerta estaba con llave y tuve que esperar mientras él hablaba. Depués de un momento colgó el auricular y vino a abrir.

Entré, puse la pelota de arrugado papel sobre el escritorio y lo abrí.

—Usted no hurgó lo suficientemente hondo dentro del azúcar —le dije.

Miró el pequeño corazón de oro, me miró a mí, fue al otro lado del escritorio y sacó de uno de sus cajones una lupa ordinaria. Estudió la parte posterior, volvió a guardar la lupa y me hizo una mueca.

—Debí comprender que si a usted se le había ocurrido revisar esa cabaña, nada en el mundo iba a impedir que lo hiciera —dijo gruñonamente—. Me imagino que no me va a andar causando molestias. ¿No es verdad, hijo?

—Debió de haber observado que los extremos de la cadena no coincidían —le dije.

Me miró tristemente.

—No tengo sus ojos, hijo.

Empujó el corazoncito a un lado con su grueso dedo cuadrado y se quedó mirándome fijamente sin decir nada.

Le dije:

—Si está pensando que esa alhaja es algo de lo cual puede haberse conocido su existencia, soy capaz de apostar hasta la camisa a que él nunca la vio y que tampoco oyó hablar de Mildred Haviland.

Patton dijo lentamente.

—Parece que es posible que le esté debiendo a ese De Soto una explicación, ¿no es verdad?

—Esto será, siempre que vuelva usted a verle —dije.

Me dirigió una larga e inexpresiva mirada, que yo le devolví.

—No me lo diga hijo. Déjeme que sospeche solito que usted tiene una nueva idea acerca de todo esto.

—Seguro, Bill no fue quien mató a su mujer.

—¿No?

—No. Fue asesinada por alguien que la conoció en el pasado. Alguien que había perdido su pista y volvió a encontrarla nuevamente. Verla casada con otro hombre no le hizo ninguna gracia. Alguien que conoce estos lugares —como hay cientos de personas que lo conocen sin vivir aquí— sabía de un buen sitio para esconder el automóvil y las ropas. Alguien capaz de odiar y disimularlo muy bien. Que la convenció de que se marchara con él y, cuando todo estaba listo y la nota escrita, la cogió por el cuello y le dio el castigo que él pensaba que merecía, la dejó en el lago y se retiró de la escena… ¿Qué le parece?

—Bien —dijo juiciosamente—, eso hace las cosas un poquito complicadas ¿no cree? Pero no hay razones para descartar totalmente esa hipótesis.

—Avíseme cuando se canse de esta nueva versión. Para ese entonces ya tendré preparada otra —le dije.

—No me cabe la menor duda de que la tendrá —me respondió, por primera vez desde que le conocía, lanzó Una estruendosa carcajada.

Le dije nuevamente que le deseaba buenas noches y me retiré, dejándole allí mientras hacía trabajar su mente con la formidable energía de un colonizador echando abajo un tronco.