11

La tranquera del final del camino privado estaba cerrada con candado. Estacioné el automóvil entre dos pinos, trepé por encima de la tranquera y continué a pie por el borde del camino, hasta que el brillar del pequeño lago se presentó súbitamente ante mis ojos, allá abajo. La cabaña de Bill Chess estaba en tinieblas. Las tres cabañas de la otra orilla eran sombras oscuras contra el pálido fondo de granito. El agua, resplandecía blanca en la parte en que cruzaba brincando por encima de la parte superior de la represa y se precipitaba, casi sin producir ruido alguno, por la caída que llevaba al arroyuelo de abajo. Escuché pero no pude oír ningún otro ruido.

La puerta de la cabaña de Chess estaba cerrada con llave. Me deslicé por un lado hasta los fondos y allí encontré un tosco candado que la cerraba. Seguí a lo largo de las paredes probando todas las ventanas, pero también éstas estaban cerradas. Uña de ellas, a un nivel superior, no tenía cortinas; era una pequeña ventana doble que estaba situada en la parte media, del muro que mira al norte. Estaba cerrada también; permanecí inmóvil un instante y escuché un poco más. No había brisa alguna y los árboles estaban tan quietos como sus sombras.

Probé a meter la hoja de un cuchillo entre las dos mitades de la ventana pequeña sin tener ningún éxito: la cerradura no cedía. Me apoyé pensativo contra la pared y luego, cediendo a una súbita inspiración, levanté una piedra grande y la estrellé contra el lugar donde se encontraban los dos marcos de la ventana. La cerradura se desprendió de la seca madera con ruido a algo roto y la ventana se abrió hacia la oscuridad. Me encaramé en el borde y pasé una pierna por sobre el alféizar, deslizándome por la abertura. Me volví, jadeando por el esfuerzo realizado y volví a escuchar.

Una cegadora luz me dio de lleno en la cara y una voz muy calma me dijo:

—Estaba descansando justamente aquí, hijo. Debes estar un poco fatigado por el esfuerzo.

La luz de la linterna me mantenía pegado contra la pared como una mosca aplastada. Luego se oyó un clic de una llave de luz y una lámpara de mesa se encendió. La linterna se apagó, dejándome ver a Jim Patton sentado en una vieja silla Morris que se encontraba al lado de la mesa. Un gastado chal marrón colgaba sobre uno de los extremos de la mesa, tocando su gruesa rodilla.

Estaba vestido con las mismas ropas con que le viera esa tarde con la adición de una chaqueta de cuero que debió de haber sido nueva alguna vez. Sus manos estaban vacías, salvo la linterna que sostenía en su derecha; sus ojos eran inexpresivos, sus mejillas se movían con ritmo vivaz.

—¿Qué es lo que tienes en la cabeza, hijo… además de la intención de romper cosas y, penetrar donde no se debe?

Acerqué una silla, la volví y, apoyando los brazos en su respaldo, eché un vistazo a la habitación.

—Tenía una idea —le dije—, me pareció muy buena al principio, pero ahora creo que puedo comenzar a olvidarla.

La cabaña era más grande de lo que me había parecido desde afuera. La parte en la cual nos encontrábamos era el living. Contenía unas pocas piezas de modesto moblaje, una raída alfombra sobre el piso de pino, una mesa redonda contra la pared y dos sillas apoyadas contra ella. Por una puerta que se encontraba abierta se alcanzaba a ver una enorme y oscura cocina de carbón.

Patton asintió y sus ojos me miraron sin rencor.

—Oí acercarse un automóvil —dijo—, me imaginé que venía para aquí. Usted camina haciendo demasiado ruido.

Y me está inspirando bastante curiosidad, hijo.

No le contesté nada.

—Espero que no se ofenda porque le llame hijo —continuó—; no debiera tomarme tanta confianza, pero se me ha hecho un hábito y no puedo conseguir sacármelo de encima. Todos los que no tengan una barba larga y blanca ni sufren de artritis, son hijos para mí.

Le dije que podía llamarme como le viniera en gana, que mi sensibilidad no era tan grande.

Me hizo una mueca.

—Hay un montón de detectives en la guía de Los Ángeles —dijo—. Pero sólo uno de ellos se llama Marlowe.

—¿Qué es lo que le llevó a mirar?

—Sospecho que fue lo que se podría llamar una despreciable curiosidad, a lo que se añadió la opinión de Bill Chess, de que usted era una especie de detective. Usted no se tomó la molestia de decírmelo personalmente.

—Estuve a punto de decírselo —le dije—. Siento que por no hacerlo le haya causado molestias.

—No me ha causado molestia alguna. No soy una persona que se incomode fácilmente. ¿Tiene ahí algo que le identifique?

Saqué la cartera y le mostré el surtido completo.

—Bien, tiene buena pasta para este oficio —dijo con satisfacción—, aunque su cara lo disimula bastante. Sospecho que su intención era registrar la cabaña.

—Sí.

—Yo he curioseado bastante ya. En cuanto volví, me vine derecho para aquí; es decir, me detuve primeramente un minuto en mi rancho y luego me vine para aquí.

—Me parece que no podré permitirle que revise el lugar —se rascó una oreja—; bueno, más bien aún no sé si podré permitírselo. ¿Para quién me dijo que trabajaba?

—Derace Kingsley. Ando en busca de su esposa. Se fugó hace un mes. Partió de aquí, y entonces yo también tuve que hacerlo desde el mismo lugar. Se supone que marchó con un hombre, pero éste lo niega. Pensé que quizá podría encontrar algún rastro por aquí.

—¿Y ha aparecido algo?

—No. Se le ha seguido el rastro bastante bien hasta San Bernardino y luego hasta El Paso. Allí termina la pista. Pero yo no he hecho más que empezar la tarea.

Patton se puso de pie y abrió la puerta de la cabaña. Un aroma de pinos invadió el lugar. Escupió afuera y volvió a sentarse, se alisó el revuelto pelo castaño luego de quitarse el sombrero. Su cabeza descubierta tenía ese particular aspecto, propio de las personas que rara vez van descubiertas.

—¿Usted no tiene interés en Bill Chess?

—Absolutamente ninguno.

—Sospecho que los tipos de su laya se ocupan del negocio divorcios —dijo—. Un trabajo que apesta, para mi gusto.

Dejé que pasara esto.

—Kingsley no hubiera solicitado ayuda a la policía para encontrar a su mujer, ¿no es verdad?

—Difícilmente —le dije—; la conoce demasiado bien a ella.

—Nada de lo que ha dicho explica su deseo de registrar la cabaña —dijo juiciosamente.

—Solamente que soy un gran tipo para andar husmeando por ahí.

—¡Bah! —dijo—, usted podría encontrar una explicación mejor que ésa.

—Ponga que estoy interesado en Bill Chess entonces. Pero sólo porque se encuentra en apuros y su caso es bastante patético, a pesar de ser un buen bribón. Si es verdad que él asesinó a su mujer, debe de haber algo por aquí que lo haga ver así.

El inclinó la cabeza a un costado, como un pájaro.

—¿Qué clase de cosas, por ejemplo?

—Ropas, joyas personales, artículos de tocador; todo, en fin, lo que una mujer acostumbra a llevarse cuando se marcha sin ninguna intención de regresar.

Se echó hacia atrás lentamente.

—Pero ella no se fue, hijo.

—Entonces las cosas deben de estar todavía por aquí. Pero si estuvieran aún aquí, Bill las habría visto y se hubiera dado cuenta que ella no se había marchado.

—Bueno, cualquiera de las dos cosas me parecen malas.

—Pero si él la hubiera asesinado —continué—, entonces tendría que haberse librado de las cosas que ella se hubiese llevado en caso de irse.

—¿Y cómo se figura que lo hubiera podido hacer, hijo? —La lámpara bronceaba uno de los costados de su cara.

—Tengo entendido que ella tenía un auto Ford de su propiedad. Exceptuando éste, pienso que podría haber quemado lo que pudiese y enterrado en el bosque lo que no pudiera quemarse. Arrojarlos al lago habría sido peligroso. Pero él no podría haber quemado o enterrado el coche. ¿Era capaz de manejarlo?

Patton pareció sorprendido.

—Seguramente. El no puede doblar la pierna derecha, de manera que está imposibilitado para usar el pedal del freno, pero podría haberse arreglado con el freno de mano. Lo único que es diferente en el Ford de Bill es que el pedal del freno está situado a la izquierda, de manera que él pueda utilizar ambos pedales con el pie de ese lado.

Dejé caer la ceniza de mi cigarrillo en un botecito azul que una vez había contenido medio kilo de mermelada de naranja, de acuerdo con lo que decía la etiqueta que tenía pegada.

—Deshacerse del auto habría sido su gran problema —dije—. A cualquier lugar que lo hubiera llevado habría encontrado con que le era necesario volver, y no podía haberse permitido ese lujo. Si simplemente lo hubiera abandonado en la calle, digamos, allí en San Bernardino, lo habrían encontrado e identificado en seguida. Eso tampoco podía haberle convenido. La mejor forma habría sido quitárselo de encima dejándolo en casa de un vendedor de coches usados, pero probablemente no conoce a ninguno. De esta manera, lo más probable es que lo hubiera escondido en el bosque a corta distancia de aquí, desde, donde pudiera regresar caminando. Y debemos recordar que la distancia que puede caminar no es mucha.

—Parece ser que no le interesa mucho el asunto, parece que se ha dedicado a pensar bastante en él —dijo Patton secamente—. Ahora ya tiene el auto escondido en él bosque. ¿Qué sigue?

—El tenía que considerar la posibilidad de que fuera encontrado. Los bosques son solitarios, pero los guardabosques y los leñadores de vez en cuando andan por allí. Si el auto fuera encontrado, en ese caso hubiera sido mejor que las cosas de Muriel se encontraran en él. Eso le daría un par de escapatorias, ninguna de ellas muy brillante, pero ambas posibles por lo menos. Una, que ella hubiera sido asesinada por alguna persona desconocida que arregló las cosas para hacerlas aparecer acusando a Bill cuando se descubrieran. Segunda, que Muriel se hubiera suicidado, pero arreglando las cosas de manera que apareciera él como culpable. El desquite del suicida.

Patton pensó todo eso con calma y cuidado. Fue hasta la puerta y volvió a descargar el pecho. Se sentó y se pasó nuevamente la mano por entre el pelo.

Luego se miró con marcado escepticismo.

—Lo primero es probable que sea como usted dice —admitió—. Pero sólo probable, y no se me ocurre por el momento nadie que pudiera haberlo realizado. Luego está ese pequeño detalle de la carta, que hay que dilucidar.

Negué con la cabeza.

—Digamos que él tenía la nota de la otra vez. Supongamos que ella se hubiera marchado, como él pensó, sin haber dejado nota alguna. Después de un mes sin ninguna noticia suya, él puede haberse inquietado lo suficiente como para mostrar la carta, pensando que podía representarle alguna especie de protección en caso de riesgo. El nada ha dicho de esto, pero puede que lo tuviera en la mente.

Patton meneó la cabeza dubitativamente. No le gustaba la explicación; tampoco me parecía buena a mí. Dijo luego lentamente:

—En lo que se refiere a esa otra teoría suya, es pura y sencillamente una locura. Eso de matarse luego de arreglar las cosas de manera que alguien sea inculpado de haberle asesinado, no concuerda con las simples ideas que tengo sobre la naturaleza humana.

—Entonces las ideas que tiene usted sobre la naturaleza humana son demasiado simples —le contesté—. Porque eso ya ha sido hecho, y cuando lo fue, casi siempre fue obra de una mujer.

—Nada de eso —dijo—. Tengo ya cincuenta y siete años y durante ellos he podido ver una cantidad de personas chifladas, pero no me convence con esa historia que no vale lo que una cáscara de maní. Me gusta mucho más suponer que ella planeó irse y escribió la nota, pero él la descubrió antes de que se escapara, se enfureció y terminó con ella. Luego Bill pudo haber hecho todas esas cosas de que hemos estado hablando.

—Yo no la conocía —le dije—, de manera que no puedo tener una idea clara de cuál podría haber sido su forma de proceder. Bill dijo que la conoció en un lugar de Riverside hace algo así como un año. Muriel pudo haber tenido una larga y complicada historia anterior. ¿Qué clase de persona era?

—Una rubia pequeñita y verdaderamente hermosa cuando se arreglaba un poco. Parecía dejarse manejar por Bill. Una muchacha tranquila, pero de rostro impenetrable. Bill decía que tenía su carácter, pero nunca vi nada que lo demostrara. En cambio, lie visto bastantes pruebas del carácter de él.

—¿Y le parece que ella es parecida a la fotografía de Mildred Haviland?

Sus mandíbulas dejaron de funcionar y su boca se transformó en una línea fina. Muy lentamente comenzó a mascar de nuevo.

—¡Caramba! —dijo—. Tendré que observar bien la cama esta noche antes de meterme en ella, no sea que lo encuentre allí. ¿Dónde consiguió esa información?

—Una preciosa muchacha llamada Birdie Keppel me lo ha dicho. Me estuvo entrevistando durante las horas libres que su trabajo periodístico le permitía. Sucedió que se le ocurrió mencionar a un polizonte de Los Ángeles llamado De Soto, que anda mostrando por ahí la fotografía.

Patton dio un golpe sobre su robusta rodilla y adelantó los hombros.

—Procedí mal entonces —dijo solemnemente—. Ese fue uno de mis errores. Ese caballo grandote anduvo mostrándole la fotografía a casi toda la población antes de mostrármela a mí. Eso me fastidió. Se parecía algo a Muriel, pero no lo suficiente como para estar seguro de que ambas eran una misma persona. Le pregunté por qué causa la buscaban y él me contestó que ése era asuntó de la policía. Le respondí que en ese asunto me encontraba también yo, aunque fuera en la forma rudimentaria en que nos desenvolvemos los policías rurales. Agregó que sus instrucciones eran encontrar a la dama en cuestión y que eso era todo cuanto del asuntó sabía. Quizá procedió mal en tratarme de esa manera. Yo procedí mal también al decirle que no conocía a nadie que se pareciera a la persona del retrato.

El calmoso y corpulento hombre sonrió vagamente a una esquina del cielo raso, luego sus ojos me enfocaron fijamente.

—Le agradeceré que respete esta confidencia, señor Marlowe. Usted hizo un buen trabajo de imaginación también. ¿Ha estado alguna vez en el lago Mapache?

—Nunca lo he oído nombrar.

—Hacia allá, más o menos a un kilómetro y medio —dijo apuntando con el pulgar sobre el hombro—, hay un sendero en el bosque que se dirige al Oeste. Apenas si se puede pasar en automóvil por entre los árboles. Trepa alrededor de ciento cincuenta metros en el espacio de un kilómetro y medio, y va a desembocar en el lago de Mapache. Un hermoso lugar. Algunos suelen ir allí para sus excursiones de vez en cuando, aunque no muy a menudo, porque es muy malo para las cubiertas. Hay en el lugar dos o tres pequeños laguitos umbríos llenos de cañas. Hay nieve, aun en esta época, en los lugares donde no da el sol. Un grupo de antiguas cabañas de troncos desbastados a mano, se están derrumbando solas; hay también un enorme y semiderruido edificio que la Universidad de Montclair acostumbraba usar como campamento de verano años atrás. Hace ya mucho tiempo que no lo utilizan más. Ese edificio se asienta, alejándose del lago, contra un espeso bosque. En su parte posterior hay uña vieja lavandería con una antigua y herrumbrosa caldera, y a su lado un gran cobertizo de madera con una puerta corrediza que se desliza sobre rieles. Fue construido como garaje, pero se lo utilizaba para guardar la madera y luego era cerrado con candado hasta la próxima estación. La madera es una de las pocas cosas que las personas de por aquí son capaces de robar, pero aun aquellos capaces de apoderarse de ella no se atreverían a romper un candado. Supongo que usted se imaginará qué es lo que encontrará allí.

—Yo pensé que había ido hasta San Bernardino.

—Cambié de idea. No me pareció que era correcto permitir que Bill realizara el viaje hasta allá con el cuerpo de su mujer en la parte posterior del coche. Así fue que envié el cadáver en la ambulancia del médico y a Bill lo mandé con Andy. Se me ocurrió que debía de echar otra mirada por los alrededores antes de presentar el caso al sheriff y al juez.

—¿Estaba el coche de Muriel en el cobertizo?

—Sí. Y dos maletas sin llave dentro de él. En ellas había ropa y daba la impresión de haber sido arregladas con mucha prisa. Las ropas eran de mujer. El asunto es, hijo, que nadie que no fuera de los alrededores habría sabido la existencia de ese lugar.

Estuve de acuerdo con él. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo un pedacito de papel muy fino que se encontraba hecho una pelota. Lo abrió en la palma de la mano, estirándolo, y me lo tendió sobre la mano abierta.

—Eche una mirada a esto.

Me incliné y miré. Lo que había encerrado en el papel era una delgada cadenita de oró, con un broche diminuto, apenas más grande que uno de los eslabones. La cadena había sido arrancada, pero el broche estaba intacto, tenía más o menos unos quince centímetros de largo y, tanto en ella como en el papel, había rastros de polvo de color blanco.

—¿Dónde se imagina que encontré esto? —preguntó Patton.

Tomé la cadena y traté de hacer que sus extremos rotos coincidieran. No lo hacían. Ningún comentario hice a esto, pero mojándome la punta de un dedo toqué el polvo blanco y lo probé.

—En una caja de azúcar en polvo —le dije—. La cadenita es de esas que se usan en los tobillos. Algunas mujeres nunca se la quitan de encima, como se hace con los anillos de compromiso. Cualquiera que fuese quien se la sacó, carecía de la llave para abrirla.

—¿Qué conclusiones saca de eso?

—No muchas —le dije—. No habría razón alguna para que fuera Bill quien arrancó la cadena del tobillo de Muriel, dejando en su cuello ese collar verde. No habría tampoco razón para que fuera la misma Muriel la que se la arrancara —aceptando que pudiera haber perdido la llave— y que la hubiese escondido para que no se encontrara. Una búsqueda lo suficientemente minuciosa no se hubiera llevado a cabo, a menos que se encontrara el cuerpo primero. Si Bill la hubiera arrancado, la habría arrojado al lago. Si Muriel hubiese querido guardarla y a la vez esconderla para que Bill no la hallara, podría tener algún sentido el esconderla en ese lugar.

Patton se mostró sorprendido esta vez.

—¿Cómo es eso?

—Porque es característico de la mujer esconder cosas en lugares como ése. El azúcar en polvo se usa para tortas. Un hombre nunca tendría la ocurrencia de mirar en ese lugar. ¡Pía sido muy hábil de su parte mirar allí, sheriff!

Me respondió haciéndome una mueca irónica.

—¡Qué va! Lo que pasó fue que se me cayó una caja y parte de su contenido se derramó, Si no hubiera pasado eso, sospechó que jamás la habría encontrado.

Enrolló nuevamente el papel y lo deslizó en el bolsillo, luego se incorporó como para terminar nuestra entrevista.

—¿Se queda aquí o regresa a la ciudad, señor Marlowe?

—Vuelvo allí, donde me quedaré hasta que usted me necesite para el juicio. Me imagino que me citará.

—Eso es cosa del juez, por supuesto. Si fuera tan amable de cerrar esa ventana por la que se ha introducido en la casa, yo me encargaré de apagar la luz y de cerrar.

Hice lo que me había pedido, mientras él encendía la linterna y apagaba la lámpara. Salimos; Patton se cercioró de que el candado había cerrado perfectamente. Después de bajar suavemente la cortina, se quedó mirando la superficie del lago iluminado por los rayos de la luna.

—No puedo imaginarme que Bill tuviera intención de matarla —dijo tristemente—. Sería capaz de estrangular a una muchacha sin tener ni la más mínima intención de hacerlo. Sus manos son extraordinariamente fuertes. Una vez que lo hubiera hecho se habría visto obligado a usar cuanta materia gris le hubiese proporcionado Dios para ocultar la situación. Siento realmente lo que ha ocurrido, pero eso no altera los hechos y las posibilidades. Todo es simple y las explicaciones naturales terminan siempre por resultar las verdaderas.

Le contesté:

—Yo me inclino a pensar que él debiera haber huido. No puedo comprender cómo podía haber soportado el permanecer aquí.

Patton escupió dentro de la delimitada sombra de un manzano. Luego dijo con lentitud:

—Tiene una pensión del gobierno y en ese caso se habría visto obligado a abonarla. La mayoría de los hombres pueden soportar lo que sea necesario, cuando las cosas se descubren, y se ven obligados a, hacerles frente. Es lo mismo que están haciendo en estos momentos en todas partes del mundo. Bien, buenas noches. Yo me voy a ir caminando otra vez hasta ese pequeño muelle y me quedaré un rato mirando la luz de la luna y sintiéndome mal. ¡Una noche semejante, y tener que verse obligado a andar pensando en crímenes!

Se movió quedamente, deslizándose entre las sombras y convirtiéndose él mismo en otra de ellas. Permanecí allí un momento más, hasta perderlo de vista, y luego volví a la puerta de la verja. Salté por encima, subí al coche y lo conduje por el camino de regreso, buscando dónde ocultarme.