Un cervatillo domesticado, con un collar en el cuello, cruzó el camino frente a mí. Le di unas palmadas en el áspero y peludo cuello y me introduje en la oficina de teléfonos. Una muchachita de pantalones estaba sentada a un escritorio. Me dio la información sobre el precio de la comunicación hasta Beverly Hills y me proporcionó cambio para la llamada. La cabina estaba afuera, contra la pared de la fachada del edificio.
—Espero que le guste el lugar —me dijo—; es muy tranquilo y apacible.
Me encerré dentro de la cabina. Por noventa centavos podría hablar con Derace Kingsley durante cinco minutos. Conseguí la llamada rápidamente, pero se oía muy mal.
—¿Ha logrado encontrar algo por ahí? —preguntó con un tono que denotaba algunos cócteles; su voz sonaba ruda y confiada nuevamente.
—He encontrado demasiado —le dije— y no precisamente lo que queríamos. ¿Está solo?
—¿Qué importancia tiene eso?
—Tiene importancia para mí, puesto que sé qué voy a decir, y usted no.
—Bien, adelante, sea lo que fuere.
—He tenido una larga conversación con Bill Chess. Se sentía solitario. Su mujer le abandonó hace un mes. Tuvieron una disputa y él se fue y se emborrachó; a su vuelta, ella se había ido. Dejó una nota en la que le decía que prefería estar muerta a seguir viviendo con él.
—Sospecho que Bill bebe demasiado —dijo la voz de Kingsley.
—Cuando regresó, las dos mujeres se habían ido. El no tenía idea de dónde podía haber ido Mrs. Kingsley. Lavery estuvo por aquí en mayo, pero no volvió desde entonces; eso es lo mismo que dijo él. Es cierto que, de haber querido, habría podido venir en un momento en que Bill se encontrara afuera bebiendo, pero entonces un montón de puntos requerirían explicación, además de que debía de haberse visto obligado a conducir dos automóviles. Pensé que podía haber sido posible que su esposa y Muriel Chess se hubieran ido juntas, sólo que Muriel tenía automóvil de su propiedad, que no se encontraba aquí; aun esa idea, de tan poco valor, tuvo que ser desechada por la aparición de otros factores. Muriel no se fue de ninguna manera: ha aparecido en el pequeño lago privado de donde salió hoy. Yo estaba presente allí.
—¡Buen Dios! —la voz de Kingsley sonaba verdaderamente horrorizada—. ¿Quiere decir que se ahogó por su propia voluntad?
—Quizá. La nota que ella dejó podía ser muy bien la nota dejada por un suicida. Puede ser leída tanto de esa manera como de la otra. El cuerpo estaba metido debajo de esa plataforma de madera que hay bajo el muelle. Bill fue quien lo descubrió. Mientras estábamos parados en el muelle mirando dentro del agua, vio un brazo que se movía. El la sacó de allí. Le han arrestado. El pobre tipo está bastante desesperado.
—¡Buen Dios! —volvió a repetir Kingsley—. Bien puedo imaginar que lo está. ¿Da la impresión de que pudiera ser él…?
Hubo una pausa mientras la operadora se hacía presente en la línea para exigir otros cuarenta y cinco centavos.
—¿La impresión de que pudiera ser que?
Súbitamente la voz de Kingsley se oyó muy clara:
—La impresión de que pudiera ser él quien la hubiera asesinado.
Yo le contesté:
—Sí que la da, y mucho. A Jim Patton, el comisario de este lugar, no parece gustarle mucho el hecho de que la carta esté sin fecha. Parece que ella ya le había abandonado otra vez por causa de otra mujer. Patton parece que sospecha que Bill puede haber guardado la nota de aquella vez. De cualquier manera, ellos lo han conducido a San Bernardino para interrogarle y se han llevado el cadáver para hacerle la autopsia.
—¿Qué piensa usted de todo esto? —me preguntó lentamente.
—Bien: Bill fue quien encontró el cuerpo; no tenía ninguna necesidad de haberme llevado por el muelle. El cadáver podía haber quedado en el agua mucho más tiempo o quizá para siempre. La nota podía haber tenido aspecto de vieja porque Bill la llevaba en la cartera y la sacaba a cada momento para mirarla con tristeza. Pudo haber sido dejada sin fechar, tanto ésta como la otra vez. Puedo asegurarle que notas de ésta naturaleza aparecen más a menudo sin fecha que con ella. Las personas que las escriben tienen casi siempre prisa y no es mucho lo que les importan las fechas.
—El cuerpo debe de estar más que descompuesto. ¿Qué es lo que pueden encontrar en él ahora?
—No tengo idea del equipo con que pueden contar por aquí. Pueden averiguar si la muerte se produjo por inmersión, me imagino. Además podrán comprobar si existen rastros de violencia que el agua pueda no haber hecho desaparecer/ Pueden decir si ha muerto de un tiro o apuñalada; si el hueso del cuello estuviera roto pueden presumir que ha muerto estrangulada. Lo principal para nosotros es que me veré obligado a decir para qué vine aquí. Tendré que aparecer como testigo en la indagatoria.
—Eso es lamentable —refunfuñó Kingsley—, muy lamentable. ¿Qué piensa hacer ahora?
—En el camino de regreso me detendré en el hotel Prescott y veré si puedo averiguar algo allí. ¿Su esposa y Muriel Chess eran amigas?
—Sospecho que sí. Crystal es una persona con quien es fácil llevarse bien la mayor parte de las veces. Yo apenas si conocía a Muriel Chess.
—¿Conoció a alguien llamada Mildred Haviland?
—¿Cómo?
Volví a repetir el nombre.
—No —dijo—. ¿Hay alguna razón por la que debiera conocerla?
—A cada pregunta que le hago usted me responde con otra —le dije—. No, no hay ninguna razón por la que usted debiera conocer a Mildred Haviland. Sobre todo, si apenas conocía a Muriel Chess. Le llamaré por la mañana nuevamente.
—Hágalo —dijo, y agregó dudando—: Siento que se vea envuelto en semejante enredo —volvió a dudar y luego musitó—: Buenas noches —y colgó el auricular.
El timbre sonó inmediatamente y la operadora me dijo que yo había depositado cinco centavos de más en la caja del teléfono. Le contesté con la clase de contestación que es de imaginar a semejante noticia y parece que no le gustó.
Salí de la cabina y respiré un poco de aire. El cervatillo domesticado estaba allí, con su collar de cuero, parado en la abertura de la cerca, al final de la acera. Traté de apartarlo del camino, pero se resistía apoyándose contra mi cuerpo. Me vi obligado a saltar por encima del cercado, volví al Chrysler y emprendí el regreso.
Había luz en el cuartel general de Patton, pero la barraca se hallaba vacía y el cartelito que decía: «Vuelvo dentro de veinte minutos» se hallaba todavía en la parte interior del cristal de la puerta. Continué mi marcha hacia el embarcadero y luego más allá, hasta la orilla de una playa desierta.
Unos pocos botes de motor y lanchas de carrera se encontraban aún jugueteando en las sedosas aguas. A través del lago comenzaron a verse algunas pequeñas y amarillentas luces en cabañas que parecían de juguete, colgadas de las faldas de colinas en miniatura. Una sola estrella brillaba en el cielo, hacia el Noreste, por sobre el borde de las montañas. Un petirrojo, en la misma punta de un pino de treinta metros de altura, esperaba que la noche cayera completamente para cantar su canción.
Poco más tarde, ya totalmente oscuro, entonó su canto y se perdió en los invisibles senderos del espacio. Lancé mi cigarrillo en las tranquilas aguas y subí nuevamente a mi coche para regresar en dirección al lago del Pequeño Fauno.