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El hotel Cabeza de Indio era un edificio oscuro, situado en una esquina, frente al nuevo salón de baile: Estacioné el coche frente a él e hice uso de sus instalaciones para lavarme manos y cara y para despojar mi pelo de las agujas del pino, antes de introducirme en el salón comedor y bar que se hallaba al lado del vestíbulo. El lugar se encontraba enteramente colmado de hombres con chaqueta de sport y mujeres con uñas pintadas de escarlata y nudillos sucios. En mangas de camisa, el gerente del lugar, un sujeto bajo, rudo y grueso, masticaba el extremo de un cigarro, mientras vigilaba el salón con ojos atentos. En el mostrador, un tipo pálido luchaba con una radio, llena de ruidos estáticos, para conseguir sintonizar las noticias de la guerra. En el rincón más alejado del salón, una orquesta de cinco músicos, vestidos de chaqueta blanca y camisa colorada, trataba de hacerse oír sobre la barahúnda y sus componentes sonreían tontamente a las nubes de humo de cigarrillo y al murmullo de alcohólicas voces. El verano se encontraba en todo su apogeo en Punta del Puma.

Engullí lo que ellos llamaban la comida de día, bebí un coñac para ganar un poco de su simpatía, haciendo grandes esfuerzos para que no emprendiera el camino de regreso, y salí a la calle principal. Era todavía de día, pero algunos letreros luminosos estaban ya encendidos. La tarde se estremecía con el alegre ruido del claxon, los gritos de los niños, el estampido de los rifles calibre veintidós de las barracas de tiro y, como un ruido de fondo, allá en el lago, el rugido de las embarcaciones, de motor que, a pesar de que no iban a ningún lado, actuaban como si estuvieran compitiendo con la muerte en una desesperada carrera.

Sentada en el Chrysler, una muchacha delgada de pelo castaño y mirada seria, enfundada en un par de pantalones oscuros, fumaba mientras charlaba con un atildado cowboy que se hallaba sentado en el estribo. Di la vuelta al coche y me senté tras el volante. El cowboy se alejó levantándose los pantalones. La muchacha no se alejó.

—Soy Birdie Keppel —dijo alegremente—. Soy la encargada del salón de belleza por las mañanas, y por la tarde trabajo en el Heraldo de Punta del Puma. Discúlpeme por haberme sentado en su coche.

—No tiene ninguna importancia —le dije—. ¿Quiere continuar sentada o prefiere que la lleve a algún lado?

—Puede descender un poco por la carretera hasta algún lugar menos ruidoso, Mr. Marlowe. Si es usted tan amable como para dedicarme unos minutos.

—Veo que tienen aquí un buen servicio de informaciones —le dije, y puse en marcha el automóvil.

Pasamos frente al edificio del correo y llegamos a una esquina en la que una flecha azul y blanca, con la palabra Teléfono escrita en ella, indicaba un sendero que descendía en dirección al lago.

Me interné en él, pasé la oficina de teléfonos —que era una cabaña de troncos con un pequeño espacio cubierto de césped al frente—, pasé frente a otra cabaña pequeñita y me detuve frente a un enorme roble, cuyas ramas cubrían todo el ancho del sendero y llegaban todavía a unos quince metros más allá.

—¿Está bien aquí, señorita?

—Señora; pero llámeme Birdie, como lo hace todo el mundo por aquí. Este lugar está bien. Mucho gusto de conocerle, Mr. Marlowe. Veo que viene de Hollywood.

Me extendió una mano firme y morena que yo estreché. El trabajo de colocar rulos, tubos y horquillas en el pelo de rubias robustas le había dado una fuerza en las manos que las asemejaba a verdaderas tenazas.

—Estuve hablando con el doctor Hollins —dijo— sobre la pobre Muriel Chess. Pensé que usted podría agregar algunos detalles, ya que, según creó, fue quien encontró el cadáver.

—Quien lo encontró realmente fue Bill Chess. Yo estaba con él. ¿Ha hablado ya con Jim Patton?

—Aún no. De cualquier manera no creo que sea mucho lo que me pueda decir.

—Aspira a ser reelecto —le dije—, y usted es una representante de la prensa.

—Jim no es un político, Mr. Marlowe; por otra parte, yo apenas si puedo darme el nombre de periodista. Ese pequeño periódico que tenemos, aquí se parece bastante a una obra de aficionados.

—Bien. ¿Qué quiere saber? —le dije mientras le ofrecía un cigarrillo y se lo encendía.

—Podría contarme toda la historia.

—Vine aquí con una carta de Derace Kingsley para echar un vistazo a su propiedad. Bill Chess me sirvió de guía, comencé a charlar con él, me contó que su mujer le había abandonado, y me mostró la nota que dejó. Tenía conmigo una botella y él tomó unos buenos tragos. Se sentía bastante deprimido, el licor le desató, la lengua, pero, de todos modos, la verdad es que se sentía solo y ardía en deseos de hablar. Eso es lo que sucedió, Yo no le conocía anteriormente. Cuando llegamos al extremo del muelle, Bill descubrió un brazo que salía por debajo de una plataforma de madera y se mecía en el agua. Resultó ser Muriel Chess o lo que quedaba de ella. Creo que eso es todo lo que le puedo decir.

—Creo que el doctor Hollis opinó que el cuerpo había estado en el agua un largo tiempo, que se hallaba en avanzado estado de descomposición y todo lo demás.

—Sí; probablemente todo ese mes que se pensó que ella estaba afuera. No hay razón alguna para pensar de otra forma. La carta es la que dejaría un suicida.

—¿Hay alguna duda al respecto, Mr. Marlowe?

La miré de soslayo. Sus pensativos ojos oscuros me observaban por debajo de una mata de esponjado pelo castaño. El crepúsculo había comenzado a caer, muy lentamente; no era nada más que un pequeño cambio en la cualidad de la luz.

—Sospecho que la policía siempre duda en estos casos —le dije.

—¿Qué piensa usted?

—Mi opinión no tiene ningún valor.

—A pesar de todo me gustaría oírla.

—He conocido a Bill, Chess esta tarde —le dije—. Me produjo la impresión de ser una persona de mal carácter y, por lo que él dijo, no es un santo. Pero parece que quería a su mujer. No me lo puedo imaginar dando vueltas por estos lugares sabiendo durante todo el tiempo, que ella se encontraba allí, pudriéndose debajo del muelle; no lo puedo imaginar saliendo a la luz del sol desde el interior de su cabaña y mirando la azulada superficie de las aguas, mientras en su mente se representaba el cuadro de lo que había debajo de ellas y de qué le ocurría. Y sabiendo que él la había colocado allí.

—Tampoco yo puedo creerlo —dijo Birdie Keppel suavemente—, ni creo que los demás lo crean. Sin embargo, sabemos perfectamente que cosas semejantes han sucedido y volverán a suceder. ¿Está usted en el negocio de propiedades, Mr. Marlowe?

—No.

—¿De qué negocio se ocupa usted, si puedo preguntarlo?

—Prefiero no decirlo.

—Eso es casi tan eficaz como pregonarlo —dijo ella—; además el doctor Hollis oyó que le decía a Jim Patton su nombre completo y nosotros tenemos una guía de Los Ángeles en nuestra oficina. Yo no se lo he mencionado a nadie.

—Muy amable de su parte —le dije.

—Y lo que es más, tampoco he de hacerlo —agregó—, a menos que usted lo quiera.

—¿Cuánto me costará eso?

—Nada —me respondió—, nada de nada. No me jacto de ser una buena periodista. Tampoco publicaría nada que pudiera perjudicar a Jim Patton; él es la sal de la tierra. Pero con eso no se llega a nada, ¿no es así?

—No saque ninguna conclusión errónea —le dije—; yo no tengo ningún interés en Bill Chess.

—¿Tampoco en Muriel Chess?

—¿Por qué había de tener algún interés en Muriel Chess?

Ella apagó cuidadosamente el cigarrillo en el cenicero del tablero.

—Piense usted lo que quiera —dijo—, pero hay un asunto que quizá le agradará conocer, si es que no lo conoce ya. Estuvo aquí un policía de Los Ángeles, de nombre De Soto, hace más o menos seis semanas; un hombre corpulento de cuello grueso y muy malas maneras. No nos gustó mucho y fue bien poca cosa lo que le dijimos. Me refiero a los tres de nosotros que pertenecemos a la oficina del periódico. Tenía con él una fotografía y andaba en busca de una mujer llamada Mildred Haviland, según decía. Era un asunto policial. La fotografía era una foto común, no uno de esos retratos de archivó de la policía. Dijo que tenía conocimiento de que esa mujer andaba por estos lugares. La foto se parecía extraordinariamente a Muriel Chess. El pelo quizás un poco más rojizo y el estilo del peinado algo diferente del que ella usaba aquí; las cejas habían sido depiladas hasta quedar reducidas a delgados arcos —eso cambia bastante a una mujer—, pero, a pesar de todo, se parecía muchísimo a la mujer de Bill Chess.

Yo tamborileé con los dedos en la puerta del auto y luego de una pausa le pregunté:

—¿Qué le dijo usted?

—No le dijimos nada. En primer lugar, porque no teníamos ninguna seguridad; segundo, porque no nos gustaban sus maneras; tercero, aun estando seguros y aunque no nos hubieran disgustado sus maneras, no le habríamos puesto sobre la pista. ¿Por qué habíamos de hacerlo? Todo el mundo ha hecho alguna vez algo de lo que se arrepiente. Tómeme a mí, por ejemplo. Estaba casada con un profesor de lenguas clásicas de la Universidad de Redlands… —dijo, con una suave risa.

—Quizá en este caso podría haber conseguido material para una buena historia —le dije.

—Seguramente, pero aquí arriba somos simplemente personas.

—¿Vio ese hombre, De Soto, a Jim Patton?

—Seguramente que debe de haberle visto, aunque Jim no lo mencionó.

—¿Mostró a alguien su insignia?

Ella pensó un momento y luego dijo:

—No recuerdo que lo hiciera. Dimos por descontado que era policía, por lo que dijo. Actuaba ciertamente como uno de esos toscos policías de ciudad.

—A mí no me parece que esos argumentos tengan gran valor. ¿Le habló alguien a Muriel sobre ese individuo?

Ella dudó, mirando serenamente a través del parabrisa por un largo rato, antes de volver su rostro hacia mí y afirmar con la cabeza:

—Yo lo hice. No tenía por qué meterme, ¿no es verdad?

—¿Qué dijo ella?

—No dijo nada. Dejó escapar una risita extraña y confundida, como si le hubiera gastado una broma de mal gusto. Luego se alejó, pero no antes de que yo pudiera sorprender lo que me pareció una rara mirada en sus ojos y que duró sólo un instante. ¿No está interesado todavía en Muriel Chess, Mr. Marlowe?

—¿Por, qué había de estarlo? Nunca la había oído nombrar hasta que vine aquí, se lo digo honestamente. Tampoco había oído hablar de nadie que se llamara Mildred Haviland. ¿Volvemos a la ciudad?

—¡Oh!, no, gracias. Iré caminando, son sólo unos pocos pasos. Le agradezco mucho. Tengo la esperanza de que Bill no se encuentre metido en un aprieto, especialmente en uno de esta clase.

Descendió del coche, echó la cabeza atrás y dejó escapar una carcajada.

—Dicen que soy una excelente empleada en el salón de belleza —dijo—, y tengo la esperanza de que sea verdad, pero en lo referente a entrevistas soy muy mala. Buenas noches.

Le deseé buenas noches y ella se alejó. Me quedé allí, contemplándola, hasta que llegó a la calle principal y dobló la esquina. Descendí del Chrysler y me encaminé hacia el pequeño y rústico edificio de la compañía telefónica.