Se detuvo ante un edificio blanco, frente al depósito. Entró y volvió a salir seguido de un hombre que se sentó en el asiento posterior, junto con las hachas y las sogas. El coche oficial volvió por el mismo camino y yo lo seguí en mi auto. Avanzamos por la sinuosa calle principal, entre pantalones largos y cortos, blusas marineras y jersey y anudados pañuelos; entre nudosas rodillas y labios escarlatas. Más allá del pueblo, trepamos por una polvorienta colina y nos detuvimos frente a una cabaña. Patton hizo sonar débilmente la sirena y un hombre vestido con un desteñido mono azul apareció en la puerta.
—Sube, Andy, tenemos trabajo.
El hombre del mono desteñido hizo una señal afirmativa con la cabeza y volvió a introducirse en la cabaña. Regresó, la cabeza cubierta con un sombrero grisáceo de cazador de leones, y se introdujo detrás del volante del auto de Patton, mientras éste se hacía a un lado. Tenía unos treinta años, moreno, espigado y con ese indefinible aspecto, un poco sucio y falto de adecuada alimentación, que es propio de los nativos.
Comenzamos a marchar en dirección al lago. Yo los seguía tragando suficiente cantidad de polvo como para confeccionar una buena dosis de tortas de barro. Nos detuvimos en la tranquera y Patton abrió esperando a que pasáramos para cerrarla. Seguimos nuestro camino hacia el lago. Patton volvió a apearse, se dirigió hasta la orilla del lago y miró en dirección al pequeño muelle. Bill Chess estaba sentado en el suelo, completamente desnudo, con la cabeza entre las manos. A su lado había un bulto, extendido sobre las húmedas tablas.
—Podemos acercarnos un poco más —dijo Patton.
Los dos coches continuaron hasta el extremo del lago y todos nos precipitamos al muelle en dirección a Bill Chess. El médico se detuvo para toser, oprimiéndose la boca con un pañuelo al que luego miró pensativamente. Era un hombre de ojos grandes y protuberantes, con cara triste y enfermiza.
Eso que había sido una mujer yacía abajo sobre las maderas, con una cuerda que le pasaba por debajo de los brazos. Las ropas de Bill Chess estaban a un lado. Tenía la pierna coja extendida hacia adelante y la rodilla mostraba una serie de rasguños. Sobre la otra pierna, flexionada, descansaba la frente. No se movió ni miró en dirección a nosotros cuando nos acercábamos.
Patton tomó la botella de Mount Vernon del bolsillo de su pantalón y se la tendió mientras le decía:
—Toma un buen trago, Bill.
En el aire había un olor horrible. Bill Chess parecía no notarlo ni tampoco Patton o el médico. El hombre llamado Andy sacó un frazada del coche y la colocó sobre el cadáver. Luego, sin decir una sola palabra, se alejó y se puso a vomitar al lado de un pino.
Bill Chess bebió un largo trago y siguió sentado con la botella apoyada contra la desnuda rodilla. Comenzó a hablar con una voz dura y seca, sin mirar a nadie, sin dirigirse particularmente a nadie. Habló de la pelea y de lo que sucedió luego, pero no por qué había sucedido. No mencionó al señor Kingsley ni siquiera de manera incidental. Contó que, después de dejarle yo, había conseguido soga, se había arrojado al agua y había extraído el cuerpo. Que había conseguido llegar hasta la costa con él, se lo había cargado sobre la espalda y lo había transportado hasta el muelle. No sabía por qué lo había hecho; luego había vuelto a meterse en el agua. Esta vez no tenía necesidad de decir por qué.
Patton se colocó un trozo de tabaco en la boca y lo masticó silenciosamente; sus calmos ojos estaban perdidos en el vacío. Luego apretó fuertemente los dientes y se inclinó para retirar la manta que cubría el cuerpo. Le dio la vuelta cuidadosamente, como si tuviese temor de que pudiera deshacerse. El sol del atardecer se reflejaba en el collar de grandes piedras verdes, parcialmente incrustadas en la garganta hinchada. Piedras toscamente trabajadas sin brillo, como estetitá o jade falso. Una cadena dorada con un cierre en forma de águila, adornado con brillantes, juntaba los dos extremos. Patton se enderezó y se sonó la nariz con un pañuelo de color pardo.
—¿Qué dice usted, doctor?
—¿Sobre qué? —bramó el hombre de los ojos saltones.
—Sobre la forma y el momento de su muerte.
—No seas tono, Jim Patton.
—Imposible decir nada, ¿eh?
—¿Mirando a eso? ¡Dios mío!
Patton suspiró.
—Parece ahogada realmente. Sin embargo, nunca se puede estar seguro. Ha habido casos en que la víctima fue asesinada de otra manera y luego sumergida en el agua para hacer aparecer las cosas de modo diferente.
—¿Has visto muchos de esos casos por aquí? —preguntó irónicamente el médico.
—Hasta ahora sólo hemos tenido aquí asesinatos honestos, como Dios manda —dijo Patton, mirando de soslayo a Bill Chess—, como fue el del viejo Dad Meacham, allá en la costa norte. El tenía una choza en el cañón Sheedy y en verano se dedicaba al lavado de arenas auríferas de un antiguo yacimiento que tenía en el valle, cerca de Bell Top. No se le veía por estos lugares hasta el final del otoño. Una vez cayó una espesa nevada y parte del techo de su choza se hundió; fuimos allí, pensando que podíamos arreglarlo un poco hasta que Dad volviera, pues nos imaginamos que se había ido a pasar el invierno a un lugar menos frío, como a menudo hacen los buscadores de oro. Bien, Dad no se había ido. Allí estaba tendido en su lecho con un hacha hundida cariñosamente en el cráneo. Nunca encontramos al asesino. Seguramente alguien creyó que tenía escondida una bolsita de oro, producto del trabajo de ese verano.
Miró pensativamente a Andy. El hombre de sombrero de cazador de leones estaba tocándose un diente. Dijo:
—Por supuesto que sabemos quién lo hizo; fue Guy Pope. Sólo que Guy hacía nueve días que se había muerto de neumonía cuando descubrimos el cadáver de Dad Meacham.
—Once días —dijo Patton.
—Nueve —repitió obstinadamente el del sombrero.
—Eso fue hace ya seis años, Andy. Puedes pensar como más te guste. ¿Cómo imaginas que lo hizo?
—Encontramos cerca de tres onzas de pepitas en la cabaña de Guy. Nunca hubo otra cosa que arena en su propiedad. Dad, en cambio había encontrado muchas veces pepitas del tamaño de una moneda.
—Bien, así es como son las cosas —dijo Patton, y me sonrió de una manera vaga—. Esas personas siempre olvidan algo, ¿no es cierto? Por más cuidado que pongan, se descuidan.
—Charla de polizontes —dijo con disgusto Bill Chess, mientras se ponía los pantalones y se agachaba para ponerse los zapatos.
Cuando los tuvo puestos tomó la botella y bebió un largo trago, dejándola luego cuidadosamente sobre las maderas. Después presentó sus muñecas velludas a Patton.
—Si es como ustedes piensan, pónganme las esposas y terminemos de una vez —dijo con furia.
Patton no le prestó atención, se acercó a la baranda y, apoyándose en ella, se puso a contemplar el agua.
—Curioso lugar para encontrar un cuerpo —dijo. No hay corriente alguna digna de mención, pero la poca que hay correría en dirección a la represa.
Bill Chess bajó las muñecas y dijo con voz tranquila:
—Se mató sola, pedazo de tonto. Muriel era una excelente nadadora. Se zambulló hasta el fondo, se metió debajo de las maderas que están allí y comenzó a tragar agua. Debe de haberlo hecho así, no hay otra manera.
—No estoy de acuerdo, Bill —le respondió Patton suavemente. Sus ojos eran tan inexpresivos como una chapa nueva.
Andy meneó la cabeza. Patton le dirigió una mirada irónica.
—¿Todavía dura eso, Andy?
—Eran nueve días, te lo aseguro. Los he vuelto a contar —dijo el del sombrero, todo enfurruñado.
El médico levantó los brazos al cielo y se alejó agarrándose la cabeza. Tosió nuevamente dentro del pañuelo, y otra vez volvió a mirarlo con apasionada atención.
Patton me hizo un guiño y escupió por sobre la baranda.
—Dediquémonos a esto, Andy.
—¿Trató alguna vez, de arrastrar un cuerpo sumergido dos metros debajo del agua?
—No, no puedo decir que lo haya tratado nunca, Andy. ¿No es posible hacerlo por medio de una cuerda?
Andy se encogió de hombros.
—Si se empleó una cuerda debe de haber señales en el cadáver y para delatarse de esa manera no valía la pena tomarse tanto trabajo en ocultar el cuerpo.
—Cuestión de tiempo —dijo Patton—. El tipo tendría algunos arreglos que hacer.
Bill Chess los miró, lanzó un gruñido y se inclinó para tomar el whisky. Mirando a esas solemnes caras montañesas, uno se preguntaba qué sería realmente lo que estaban pensando.
Patton dijo con aire ausente:
—¿Se ha dicho algo, creo, de una nota?
Bill Chess revolvió en su cartera y sacó el pedazo de papel bastante manoseado ya. Patton lo tomó y lo leyó lentamente.
—No parece tener, fecha alguna —observó.
Bill Chess negó con la cabeza.
—No, ella se fue hace un mes; justamente el 12 de junio.
—Te había abandonado ya una vez, ¿no es cierto?
—Sí —Bill Chess lo contempló fijamente—. Me emborraché y pasé la noche con una prostituta. Eso fue justamente antes de la primera nevada del último diciembre. Se fue por una semana y luego volvió como si no hubiera pasado nada. Dijo que se había sentido obligada a marcharse por un tiempo y que había estado con una muchacha con quien solía trabajar en Los Ángeles.
—¿Cuál era el nombre de esa chica? —preguntó Patton.
—No me lo dijo y tampoco yo se lo pregunté. Cualquier cosa que Muriel hiciera estaba bien hecha para mí.
—Seguro. ¿Dejó alguna nota esa vez, Bill? —preguntó Patton con suavidad.
—No.
—Esta nota parece bastante vieja —dijo Patton mientras la observaba.
—Tiene ya un mes —refunfuñó Bill—. ¿Quién te dijo que ella me había abandonado anteriormente?
—No lo recuerdo —dijo Patton—. Tú sabes cómo funciona todo en un lugar como éste. No son muchas las cosas que se pasan por alto. Salvo, quizás, en verano en que hay tanta gente por aquí.
Nadie dijo nada por un rato, hasta que Patton observó distraídamente:
—El 12 de junio se fue. ¿O será que tú pensaste que ella se fue? ¿Había alguien en la casa de la otra orilla?
Bill Chess me miró y su cara volvió a ensombrecerse.
—Pregúntale a ese entrometido, si es que no te lo ha dicho ya.
Patton ni siquiera me miró. Su mirada vagaba por la apartada línea de montañas que se perdían en la lejanía, mucho más allá de la orilla opuesta del lago. Dijo suavemente:
—Mr. Marlowe no me ha dicho absolutamente nada, Bill, salvo cómo habéis descubierto el cuerpo y cómo lo has identificado. Y que Muriel se había ido, según tú pensabas, dejando una nota que tú le has enseñado. Sospecho que no hay nada malo en ello. ¿No es cierto?
Se produjo otro silencio, mientras Bill Chess contemplaba fijamente el cuerpo cubierto por la manta. Apretó las manos y una gruesa lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla.
—Mrs. Kingsley estaba aquí —dijo—. Ella se fue ese mismo día. Nadie había en las otras cabañas; los Perry y los Farquhar no han venido por aquí en todo el año.
Patton asintió con la cabeza y permaneció silencioso. Una especie de pesado suspenso se percibía en el aire, como si algo que no se hubiera traducido en palabras estuviese en el conocimiento de todos y no hubiera ninguna necesidad de expresarlo.
Entonces Bill Chess dijo salvajemente:
—¡Métanme en la cárcel, hijos de perra! Seguro que yo lo hice. Yo siempre he sido el culpable y siempre lo seré, pero aun así yo la quería. Quizás ustedes no puedan comprenderlo, no se molesten tampoco en hacerlo. ¡Arréstenme, malditos!
Nadie pronunció una palabra.
Bill Chess se miró el puño fuerte y moreno. Lo levantó súbitamente y se golpeó con él la cara con todas sus fuerzas.
—Toma, podrido hijo de perra —jadeó con un susurro sibilante.
La nariz comenzó a sangrarle lentamente. Se puso de pie y la sangre se deslizó, primero hasta los labios, luego por los costados de la boca, hasta el mentón. Una gota cayó sobre la camisa.
Patton dijo:
—Tengo que llevarte allí para interrogarte, Bill. Tú sabes que así debe ser. Nadie te está acusando de nada, pero los amigos de allá tendrán que hablar contigo.
Bill Chess dijo pesadamente.
—¿Puedo cambiarme de ropa?
—Seguramente. Acompáñale, Andy, y mirá qué puedes encontrar para envolver lo que tenemos aquí.
Se alejaron por el sendero que bordeaba la orilla del lago. El médico se aclaró la garganta, recorrió la superficie del agua con la mirada, y musitó:
—Tú querrás enviar el cadáver en mi ambulancia, Jim, ¿no es cierto?
Patton negó con la cabeza.
—Nada de eso. Este es un condado pobre. Pienso que la dama puede realizar un viaje más barato de lo que costaría en esa ambulancia.
El médico se alejó con enojo, diciéndole por encima del hombro:
—Avísame si quieres que pague yo también el entierro.
—Esa no es forma de hablar —suspiró Patton.