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Detrás de la ventana de la casilla de madera, un extremo del mostrador estaba cubierto de polvorientos papeles. La mitad superior de la puerta, que era de vidrio, mostraba un letrero pintado con descascarada pintura negra en la que se leía:

JEFE DE POLICÍA — JEFE DE BOMBEROS

ALGUACIL — CÁMARA DE COMERCIO

En una de las esquinas inferiores había un emblema de la Cruz Roja pegado al cristal.

Penetré en su interior. Había allí una panzuda estufa en un rincón; en el otro se encontraba un escritorio de tapa corrediza, detrás del mostrador. Sobre el muró un gran mapa del distrito y, a su lado, una tabla con cuatro ganchos, de uno de los cuales pendía un enmarcado y muchas veces corregido cartel. Sobre el mostrador, al lado de los polvorientos papeles, descansaban los consabidos lápices inútiles, secantes que no secan, y una hedionda botella de tinta. El extremo de la pared que se encontraba al lado del escritorio estaba cubierto de números telefónicos, tan fuertemente marcados que durarían, seguramente, tanto como la madera en que estaban escritos.

Un hombre estaba sentado al lado del escritorio, en una silla con las patas clavadas sobre tablas de madera, como si fueran skies. Al lado de la pierna derecha del sujeto había una escupidera lo suficientemente grande como para enrollar en ella una manguera. Usaba un stetson, manchado por el sudor, sobre la nuca; sus largas manos desprovistas de vello, se cruzaban plácidamente sobre el estómago, por sobre la cintura de un par de pantalones gastados de color kaki. La camisa hacía juego con los pantalones, con la única excepción de que ésta estaba más descolorida, todavía. Él pelo era de color castaño ratón, salvo en las sienes en que parecía nevado. Se sentaba apoyándose más sobre el lado izquierdo, porque en el lado derecho tenía una cartuchera de la que asomaba más o menos una cuarta del cañón de un cuarenta y cinco. Llevaba una estrella en el lado izquierdo del pecho con una punta doblada.

Tenía grandes orejas y ojos bonachones, y parecía tan peligroso como una ardilla y mucho menos inquieto. Todo en él me resultaba agradable. Me apoyé sobre el mostrador y le miré. Me devolvió la mirada, me saludó con la cabeza y dejó escapar cerca de medio litro de jugo de tabaco, el que, pasando peligrosamente cerca de la pierna derecha, fue a parar a la escupidera produciendo un extraño ruido como el de un objeto sólido que cae al agua.

Encendí un cigarrillo y miré en torno, en busca de un cenicero.

—Echelo al piso, hijo —me dijo amistosamente.

—¿Es usted el sheriff Patton?

—Alguacil y sheriff suplente. Todo lo que tenga que ver con la ley por estos pagos me corresponde, por lo menos hasta que lleguen las elecciones. Hay un par de muchachos que votarán contra mí esta vez y puede que las pierda. Este negocio proporciona ochenta dolares por mes, casa, leña y electricidad. No es poco en estos lugares.

—Nadie va a derrotarle —le dije—. Usted va a tener una buena publicidad ahora.

—¿No me diga? —preguntó con toda indiferencia, mientras volvía a arruinar nuevamente la escupidera.

—Por lo menos si su jurisdicción se extiende hasta el lago de Pequeño Fauno.

—Llega hasta la propiedad de Kingsley. ¿Qué es lo que le inquieta? ¿Qué pasa por esos lugares?

—Hay una mujer muerta en el lago.

Eso sí consiguió sacudirlo. Descruzó las manos y se rascó la oreja, se puso de pie tomándose del brazo del sillón y lo desplazó violentamente hacia atrás. De pie se le veía en toda su imponente estatura y fortaleza. La gordura era solamente producto de su buen humor.

—¿Alguien a quien conozco? —preguntó con inquietud.

—Muriel Chess. Sospecho que la conoce; la esposa de Bill Chess.

—Seguro que conozco a Bill Chess —su voz se hizo un poco más dura.

—Parece que se trata de un suicidio. La mujer dejó una carta en la que da la impresión de que iba a marcharse, pero puede interpretarse también como la despedida de alguien a punto de suicidarse. Verla ahora no es un espectáculo divertido; ha estado largo tiempo en el agua, posiblemente alrededor de un mes, a juzgar por las circunstancias.

El sheriff se rascó la oreja y preguntó:

—¿Cuáles pueden ser esas circunstancias?

Ahora sus ojos estudiaban mi cara, lenta y calmosamente, pero con gran atención. No daba la impresión de tener mayor prisa por comenzar a moverse.

—Tuvieron una disputa hace un mes. Bill se fue a la orilla norte del lago y quedó allí varias horas. Cuando volvió a su casa, ella había desaparecido. No volvió a verla más.

—Ya veo. ¿Y quién eres tú, hijo?

—Mi nombre es Marlowe. He venido desde Los Ángeles para ver la propiedad. Traía una nota de Kingsley para Bill Chess. Bill me llevó a dar una vuelta alrededor del lago y llegamos a ese pequeño muelle que la gente de las películas había construido. Estábamos apoyados en la baranda y mirábamos el agua, cuando algo que parecía un brazo se movió en el fondo y salió por debajo del embarcadero sumergido. Bill dejó caer una pesada piedra y el cuerpo salió a la superficie —Patton me miró sin que se le moviera un músculo—. Mire, sheriff, ¿no le parece que haríamos bien en llegarnos hasta allá? Con la impresión, el hombre ha quedado medio loco, y está solo.

—¿Cuánto whisky tiene?

—Muy poco cuando le dejé. Al llegar, yo tenía medio litro, pero nos lo hemos bebido casi todo mientras hablábamos.

Se acercó al escritorio y abrió un cajón cerrado con llave. Sacó tres o cuatro botellas y las miró contra la luz.

—Esta chiquita está casi llena —dijo, mientras palmeaba afectuosamente a una de ellas—. Mount Vernon: esto ayudará a reanimarle. El condado-no me proporciona fondos para licor de emergencias como éste, de manera que tengo que conseguir un poco por aquí y otro por allá. Yo no lo utilizo para nada; nunca he podido entender a los tipos que se pierden por los tragos.

Se puso la botella en el bolsillo izquierdo del pantalón, cerró el cajón y levantó la cortina corrediza. Puso una tarjeta en un ángulo del vidrio de la puerta de la entrada, que decía: «Estaré de vuelta en veinte minutos. Quizás».

—Iré en una carrera a buscar al doctor Hollins —dijo—; volveré en seguida. ¿Es ese su coche?

—Sí, ése es.

—Puede seguirme entonces en cuanto regrese con el médico.

Trepó a un automóvil que tenía sirena, dos faros rojos, dos faros para niebla, una chapa roja y blanca de bombero, una sirena para anunciar incursiones aéreas, tres hachas, dos gruesos rollos de cuerda y un: extinguidor de incendios. En el asiento posterior, latas de gasolina, aceite y agua y una goma de auxilio suplementaria. Del tapizado roto escapaban pedazos del relleno y una pulgada de tierra cubría lo que quedaba de la pintura del coche.

Detrás del borde inferior derecho del parabrisas había una tarjeta blanca en la que estaba escrito en letras mayúsculas:

¡Votante, atención! Mantenga en su puesto a Jim Patton, demasiado viejo ahora para empezar a trabajar

Hizo virar el coche y marchó calle abajo, envuelto en una nube de polvo.