6

Descendimos la cuesta hacia la orilla del lago y la estrecha pasarela sobre la represa. Bill Chess balanceaba la pierna tiesa delante de mí, cogido de la cuerda sujeta a los pilares de hierro. En algunas partes el agua alcanzaba a lamer perezosamente la parte superior de la presa.

—La aliviaré un poco mañana por la mañana —me dijo por sobre el hombro—. Eso es para lo único que sirve el maldito trasto. Una compañía cinematográfica la puso allí hace tres años cuando filmaron una película en este lugar. Ese pequeño muelle que se encuentra allá abajo, en el otro extremo, es también parte de lo que construyeron. Luego desmontaron casi todo y se lo llevaron, pero Kingsley hizo que quedara el muelle, y la rueda del molino. Parece que le da al lugar un toque de color.

Le seguí, trepando por unos escalones construidos con pesados maderos, hasta la entrada de la cabaña de Kingsley. Abrió la puerta con su llave y entramos en una habitación tibia y confortable. La luz, al filtrarse por las entrecerradas persianas, dibujaba barras brillantes sobre el piso. El living era largo y alegre, con alfombras indias, muebles rústicos con juntas de metal, cortinas de chintz, un sencillo piso de maderas duras, varias lámparas y un pequeño bar empotrado en un rincón, con taburetes redondos. La habitación estaba limpia y esmeradamente arreglada y no causaba la impresión de que alguien la hubiera abandonado en forma más o menos apresurada.

Entramos a los dormitorios. En dos de ellos había camas gemelas y en el otro una gran cama de matrimonio, cubierta con una colcha de color crema con dibujos en lana de color ciruela. Era el dormitorio principal, según dijo Bill Chess. Sobre un tocador de madera barnizada había accesorios de jade y acero inoxidable, además de un surtido completo de cremas y cosméticos. Un par de potes de Cold Cream tenían la etiqueta dorada de la compañía Gillerlain. Un costado entero de la habitación estaba cubierto de roperos con puertas corredizas. Hice correr una de las puertas y miré en su interior. Estaba lleno de ropas femeninas, de esas que las damas acostumbran a utilizar en las playas. Bill Chess me contemplaba a disgusto mientras yo las revolvía un poco. Hice correr un poco la puerta y abrí un cajón para zapatos que se encontraba debajo. Contenía por lo menos una docena de pares que daban la impresión de nuevos. Cerré de un golpe el cajón y me enderecé.

Bill Chess estaba plantado directamente frente a mí, la barbilla hacia afuera y las manos, apretadas y nudosas, en las caderas.

—¿Por qué ha estado hurgando en el ropero de la dama? —me preguntó con voz airada.

—Por varias razones —le dije—. Por ejemplo, la señora Kingsley no ha regresado a su casa. Su marido no la ha visto desde entonces. Tampoco sabe dónde puede encontrarse.

Dejó caer las manos lentamente a los costados retorciendo los puños.

—Con que, después de todo, es un polizonte —bramó—. La primera sospecha es siempre la acertada. ¡Tonto de mí que me ha dejado sonsacar tantas cosas! ¡Si seré estúpido!

—Soy capaz de guardar un secreto tan bien como cualquiera —le dije. Pasé a su lado, y me metí en la cocina.

Había allí una enorme cocina esmaltada en verde y blanco, una mesa de pino pintada al laqué, un calentador de agua automático en la entrada de servicio y, hacia un costado, un alegre comedorcito para el desayuno con gran cantidad de ventanas y una lujosa vajilla.

Todo estaba en perfecto orden. No había allí tazas o platos sucios en la pileta, vasos usados o botellas vacías tiradas por ningún lado. Ni hormigas ni moscas. Por desordenada que fuera la vida que se permitía la señora Kingsley, se las arreglaba para dejarlo todo limpio y en orden.

Regresé al living y me dirigí nuevamente a la puerta del frente, donde me detuve a esperar que Bill Chess la cerrara con llave. Cuando terminó de hacerlo, le dije:

—Yo no le pedí que me abriera su corazón y dejara salir todo lo que en él guardaba. Tampoco traté de detenerle cuando me lo quiso contar. Kingsley no tiene ninguna necesidad de saber qué su mujer quiso divertirse con usted, a menos que detrás de todo esto haya mucho más de lo que puedo ver por el momento.

—Por mí puede irse al demonio —me dijo, todavía con las cejas fruncidas y una profunda arruga que le dividía la frente.

—Está bien, me iré al infierno. ¿No podría ser que por casualidad su esposa y la de Kingsley se hubieran marchado juntas?

—No comprendo qué es lo que quiere decir —me respondió.

—Después que usted se fue a ahogar sus penas, ellas podrían haber reñido primero y hecho las paces en seguida para terminar llorando la una sobre el hombro de la otra. Luego, la señora Kingsley pudo haberse llevado en el auto a su mujer.

Podía parecer tonto, pero él se lo tomó en serio.

—No era necesario. Muriel no era de esas mujeres que lloran sobre el hombro de nadie y, si hubiera tenido ganas de llorar, no habría elegido a una perdida. Por lo que a transporte se refiere, ella tiene un Ford de su propiedad. No podría conducir el mío fácilmente, debido a la forma en que han colocado los pedales para permitirme conducir con mi pierna dura.

—Era una idea que se me cruzó —le dije.

—Si alguna otra idea de esas le pasa por la cabeza, déjela que siga de largo —gruñó.

—Para ser un tipo que se franquea tan fácilmente con desconocidos, me parece que es usted demasiado quisquilloso —le dije.

Dio un paso hacia mí:

—¿Le gustaría que fuera de otra forma? —dijo belicosamente.

—Mire compañero —le contesté—, estoy haciendo un gran esfuerzo para convencerme de que en el fondo usted es una buena persona. ¿Por qué no me ayuda un poco?

Respiró fuertemente y luego dejó caer las manos con desaliento.

—Hombre, soy capaz de alegrarle la tarde a cualquiera —dijo suspirando—. ¿Quiere que caminemos un poco alrededor del lago?

—Desde luego, si su pierna se lo permite.

—Me lo ha permitido muchas veces anteriormente.

Comenzamos a caminar lado a lado, amigos otra vez. Probablemente eso iba a durar unos cincuenta metros. La carretera, apenas lo suficientemente ancha para dar paso a un automóvil, corría por encima del nivel del lago, flanqueada por grandes rocas. A medio camino hacia el extremo más alejado se levantaba otra cabaña más pequeña construida sobre cimientos de piedra. La tercera se encontraba mucho más allá del extremo del lago, sobre un espacio llano del terreno. Ambas estaban cerradas y tenían ese aspecto particular que adquieren cuando han estado largo tiempo deshabitadas.

Bill Chess comentó, luego de algunos minutos:

—¿Así que también esa perdida se ha marchado?

—Parece.

—¿Es usted un detective profesional o simplemente un aficionado?

—Sólo un aficionado.

—¿Se fue con algún otro tipo?

—Eso es lo que parece.

—Seguro que es así, más que seguro. Kingsley debió de habérselo imaginado. Ella tenía muchos amigos.

—¿Aquí?

No me contestó.

—¿Uno de ellos se llamaba Lavery?

—No sabría decirle —me respondió.

—Nada hay de secreto acerca de este tipo —le dije—. La dama en cuestión envió un telegrama desde El Paso, en el que decía que ella y Lavery se iban a México.

Saqué el telegrama del bolsillo y se lo pasé. Tomó las gafas, que pendían sobre la camisa y se detuvo para leerlo. Me devolvió el papel, dejó caer las gafas y se quedó mirando la superficie azulada del agua.

—Esta es una pequeña confidencia que le hago en pago de la que usted me hizo —le dije.

—Lavery estuvo aquí una vez —dijo lentamente.

—El admite que la vio hace un par de meses, probablemente aquí. Asegura que no la ha visto desde, entonces. Nosotros no sabemos si creerle o no. Por lo menos, no tenemos razón alguna ni para aceptar lo que dice ni para ponerlo en duda.

—Entonces, ¿ella no está con Lavery ahora?

—El dice que no.

—Yo no creo que sea una mujer capaz de preocuparse por pequeños detalles como ese del casamiento —dijo con sorna—. Una luna de miel en Florida estaría más de acuerdo con su carácter.

—¿No podría darme algún informe un poco, más positivo? ¿No la vio irse o no oyó algo que pudiera acercarnos a la verdad?

—No —dijo—, y si hubiera oído o visto algo no se lo diría. Soy sucio, pero no tanto.

—Bueno, de cualquier manera, gracias por la colaboración —le dije.

—Yo no le debo ningún favor —me dijo—. Puede irse al diablo, y con usted todos los otros malditos entrometidos.

—Ya empezamos de nuevo —le dije.

Habíamos llegado al final del lago. Le dejé allí, de pie, y me dirigí hacia el muelle. Me incliné sobre la baranda de madera y vi que lo que me había parecido un pequeño pabellón no era otra cosa que un par de trozos de pared unidos en un ángulo que apuntaba hacia la represa. Apoyado en la pared había un techado sobresaliente. Bill Chess se acercó por detrás de mí y se apoyó en la baranda, a mi lado.

—No crea que no le agradezco el licor —dijo.

—Por supuesto. ¿Hay peces en el lago?

—Algunas truchas viejas y astutas. No hay pesca nueva. No soy tampoco de los que se desviven por el pescado, ni me molesto por conseguirlo. Siento haberme mostrado rudo nuevamente.

Le hice un guiño como diciéndole que la cosa no tenía importancia y continué apoyado en la baranda, contemplando el agua profunda y quieta. Era verde cuando uno miraba hacia su profundidad. Había una especie de movimiento allá abajo y una forma suave y verdosa se estremecía levemente en el agua.

—Esa debe de ser la abuela de las truchas —dijo Bill Chess—. ¡Mire qué tamaño!

Abajo, en la profundidad del agua, se veía lo que parecía un entarimado de madera. No entendía por qué se habían tomado el trabajo de poner un piso de madera bajo el agua y así se lo dije.

—Se usaba para amarrar los botes, antes de que existiera la represa. Ello hizo que el nivel del agua se elevara tanto que el pavimento quedó bajo varios pies de agua.

Un bote de fondo chato, se encontraba amarrado a un poste del muelle. Permanecí allí casi inmóvil. La atmósfera era apacible, calma y soleada; el ambiente irradiaba una quietud muy difícil de encontrar en la ciudad. Podía haberme quedado allí horas y horas, sin hacer otra cosa que olvidar que existía en el mundo alguien que se llamaba Derace Kingsley, que tenía una esposa y que ésta, a su vez, tenía amigos.

Hubo repentinamente un brusco movimiento a mí lado y Bill Chess dijo con una voz que parecía resonar como el trueno en las montañas:

—Mire allí.

Sus poderosos dedos se hundían en mi brazo en tal forma que el dolor se me hacía intolerable. Se había inclinado peligrosamente por sobre el parapeto y miraba fijamente hacia abajo.

Lánguidamente, al borde de aquella sumergida estructura verdosa, algo ondulaba, destacándose en la oscuridad. Vacilaba, volvía a agitarse nuevamente y desaparecía de nuestra vista bajo el entarimado.

Ese algo se parecía demasiado a un brazo humano.

Bill se enderezó bruscamente, se volvió sin pronunciar palabra y cojeando regresó al otro extremo del muelle. Se inclinó sobre un montón de piedras sueltas y comenzó a temblar agitado por las náuseas. El sonido de su agitada respiración llegaba hasta mí. Se apoderó de una pesada piedra, la levantó hasta la altura de su pecho y comenzó a acercarse con ella a cuestas. Debía de pesar por lo menos unos cincuenta kilos, y el esfuerzo que le costaba acarrearla hacía resaltar los músculos de su cuello, como cables sometidos a poderosa tensión bajo la morena y tensa piel. Sus dientes estaban apretados fuertemente y la respiración se escapaba como el jadear de una locomotora.

Llegó al extremo del muelle, se irguió con un poderoso esfuerzo y levantó la piedra. La mantuvo allí un momento, los ojos fijos en el agua, calculando. Dejó escapar un vago e inquietante sonido, su cuerpo se inclinó hacia adelante apoyándose fuertemente contra la temblequeante baranda, y la pesada piedra, en libertad, se estrelló contra la superficie del agua.

La salpicadura que produjo nos empapó. La piedra cayó rectamente y con precisión, golpeando justo en el borde del sumergido maderamen, casi exactamente en el lugar en que la horrible cosa aparecía y desaparecía.

Por un breve lapso las aguas fueron un confuso hervidero, luego las ondas comenzaron a ensancharse lentamente hasta perderse en la distancia, haciéndose más y más leves con un copo de espuma en el centro. Se oyó un ruido atenuado, sordo, que parecía, llegar enormemente retardado. Un viejo trozo de madera, putrefacta por la acción del agua, surgió súbitamente a la superficie, su extremidad carcomida emergió más de un pie fuera del agua, y cayó nuevamente con sordo chapoteo.

La profundidad se fue aclarando. Algo que no era un pedazo de madera se movía entre las ondas. Se levantaba lentamente, con una infinitamente descuidada languidez; algo oscuro, largo y retorcido que rodaba perezosamente en el agua mientras subía. Rompió la tersa superficie descuidadamente, suave y sin prisa.

Vi lana negra, empapada, una chaqueta de cuero más negra que la tinta, un par de pantalones. Vi zapatos y algo que sobresalía extrañamente. Pude ver, también, una cabellera rubia oscurecida estirándose en el agua y permaneciendo un breve instante inmóvil para volver a arremolinarse.

La cosa volvió a girar nuevamente y un brazo apareció apenas sobre la superficie del agua, y ese brazo terminaba en una mano hinchada que parecía la extremidad de un monstruo. Luego apareció la cara, una masa blancuzca, deshecha, hinchada, sin rasgos, sin ojos, sin boca. Un amasijo grisáceo, una pesadilla provista de cabellos.

Un grueso collar de verdes piedras se veía en lo que una vez había sido una garganta, medio incrustado en ella.

Bill Chess se aferraba a la barandilla.

—¡Muriel! —dijo, con una voz qué parecía un graznido—. ¡Santo Dios! ¡Es Muriel!

Su voz parecía llegarme desde muy lejos, por sobre invisibles colinas, a través de la silenciosa espesura del bosque.