5

San Bernardino se calcinaba y hervía en el calor de la tarde. El aire era lo suficientemente caliente como para sacarme ampollas en la lengua. Conduje mi coche, jadeando mientras cruzaba el pueblo. Me detuve el tiempo justo para comprar una botella de whisky, por si me desmayaba antes de llegar a las montañas, y comencé a trepar la larga cuesta hacia Crestline.

En el breve recorrido de veinticuatro kilómetros, él camino trepaba mil quinientos metros, pero, a pesar de todo, estaba lejos de sentirse fresco en la altura. Después de conducir durante cuarenta y cinco kilómetros por camino de montaña, llegué a un lugar bordeado de pinos, llamado Bubbling Springs. Había allí un aserradero y un surtidor de gasolina, pero a mí me pareció haber llegado al Paraíso. De ahí en adelante la temperatura resultó más agradable. En el embalse del lago había un centinela armado en cada extremo y otro en el centro. El primero con quien me encontré me obligó a cerrar todas las ventanillas del coche ante de cruzar la represa. A un centenar de metros, una cuerda sostenida por flotadores de corcho impedía que las embarcaciones de paseo se acercaran más. Salvo por esos detalles la guerra no había introducido mayores cambios en la región.

Las canoas se deslizaban por la superficie azulada de las aguas y otras, con motores fuera de borda, llenaban el aire con sus ruidos. Las lanchas de motor, al deslizarse velozmente, levantaban a sus costados dos altas crestas espumosas, giraban en virajes increíbles, haciendo que las muchachas que las tripulaban lanzaran agudos chillidos y palmotearan contra el agua. Impávidos entre el tumulto de las lanchas, algunos que habían pagado dos dólares por el permiso de pesca, trataban afanosamente por recobrar por lo menos diez centavos en insípidos pescados.

El camino bordeaba una elevada saliente de granito y descendía bruscamente hacia praderas de pastos duros, en las que crecían lirios silvestres, purpúreos, y blancas flores de altamiz y otras tuberosas, colombinas, poleo y los abigarrados colores de las malezas del desierto. Altos y amarillentos pinos se perfilaban contra el claro azul del cielo. La carretera llegaba hasta el nivel de las aguas del lago y el paisaje comenzó a llenarse de muchachas con pantalones y cintas de colores chillones, vistosos pañuelos, sandalias de gruesas suelas y muslos prominentes y muy blancos. Personas en bicicletas avanzaban con cuidado sobre el camino y, de vez en cuando, algún pajarraco de mirada ávida atronaba el espacio con su ruido de motoneta.

A una milla de la población, otro camino de importancia secundaria se desprendía de la carretera para internarse sinuosamente en las montañas. Un letrero rústico, de madera, que estaba debajo del correspondiente a la carretera principal decía: «Lago del Pequeño Fauno 2 kilómetros».

Tomé ese camino. Algunas cabañas se encontraban diseminadas a lo largo de las cuestas durante el primer kilómetro. De allí en adelante no había nada. Repentinamente apareció otro camino muy estrecho y otro letrero con la siguiente advertencia: «Lago del Pequeño Fauno. Camino Privado. Prohibido Pasar».

Entré en él con mi coche y avancé cautelosamente rodeando enormes masas de desnudo granito, pasando una pequeña caída de agua y atravesando un laberinto de oscuros robles, palo de hierro, manzanos y silencio. Un grajo azul hizo oír su graznido desde una rama y una ardilla me desafió golpeando una de sus patas contra la piña que sostenía Con la otra. Un pájaro carpintero, de penacho escarlata, detuvo su tarea de picotear un árbol el tiempo suficiente para observarme con un ojo brillante y esconderse luego para estudiarme con el otro desde detrás del tronco. Llegué a una tranquera de cinco barras y a otro cartel.

Detrás de la tranquera el camino se deslizaba sinuoso por espacio de unos doscientos metros, entre árboles; luego, súbitamente, debajo de mí, apareció un pequeño lago de forma oval, profundamente hundido entre los árboles, rocas y arbustos, como una gota de rocío prisionera en la curva de una hoja. En el extremo más próximo a mí, había una tosca represa de cemento con un pasamano de cuerda en su parte superior y una vieja rueda de molino en un costado. Cerca de ella se levantaba una pequeña cabaña de troncos de pino sin desbastar.

Al otro lado del lago —un trecho corto si se cruza por la cima de la represa, bastante más largo si se va por el camino— se veía una gran cabaña construida en madera roja, que llegaba hasta el borde del agua; bastante más lejos, otras más pequeñas con las cortinas bajas. La más grande tenía persianas de color anaranjado y un ventanal muy grande abierto hacia el lago.

En el extremo más alejado del lago se veía algo que parecía un pequeño muelle y un pabellón. En un letrero de madera resaltaba, pintada en letras blancas de gran tamaño, la inscripción: «Campamento Kilkare». No podía encontrarle significado alguno en un lugar como ése. Salí del coche y comencé a descender hacia la cabaña más cercana. En algún lugar detrás de ella se oía el sonar de un hacha.

Golpeé sobre la puerta de la cabaña. El hacha se detuvo. Una voz de hombre gritó en las cercanías. Me senté en una roca y encendí un cigarrillo. Alguien se acercaba desde una de las esquinas de la cabaña. A pasos desiguales. Un hombre de cara hosca y curtida piel apareció ante mi vista con un hacha de doble filo.

Era de constitución robusta, no muy alto y cojeaba al caminar, dando un pequeño envión hacia afuera con cada paso y haciendo oscilar el pie en un arco pequeño. Su mentón estaba sombreado por una barba sin afeitar, sus ojos eran de un azul metálico y el pelo, largo y grisáceo, se rizaba sobre las orejas y clamaba un corte en forma urgente.

Sus pantalones eran de sarga azul y la camisa, también azul abierta en el cuello, dejaba ver una poderosa masa muscular. De un ángulo de la boca colgaba un cigarrillo. Me preguntó con voz culta, pero dé acento contenido y áspero.

—¿Sí?

—¿El señor Bill Chess?

—Soy yo.

Me puse de pie y sacando del bolsillo la nota de presentación de Kingsley se la entregué. Miró la nota con ojos que bizqueaban, luego se introdujo en la cabaña y volvió con un par de gafas colocadas sobre la nariz. Leyó cuidadosamente la nota y volvió a releerla. La guardó en el bolsillo de su camisa, abrochó el botón, y me tendió la mano.

—Me alegro de conocerle, señor Marlowe.

Nos estrechamos las manos. Su diestra parecía un rallador por lo áspera y rugosa.

—Así que quiere ver la cabaña de Kingsley, ¿eh? Se la enseñaré con mucho gusto. No será que está en venta, ¿verdad?

Me miró atentamente mientras señalaba con el pulgar el otro lado del lago.

—Podría ser —le dije—; todo se vende en California.

—Lo que ha dicho es una verdad. Esa es, la de madera colorada. Recubierta por dentro de pino nudoso, techos reparados, cimientos y porche de piedra, un baño completo y duchas, persianas en todas las ventanas, una gran chimenea, estufa de petróleo en dormitorio principal; ¡y le aseguro que se necesita en la primavera y el otoño! Cocina para ser usada indistintamente con gas y leña, todo de la mejor calidad. Costó más o menos ocho mil dólares y es una buena suma para una cabaña en la montaña. El agua proviene de un depósito particular en las colinas.

—¿Tiene luz eléctrica y teléfono? —le pregunté, sólo para establecer un contacto más amigable.

—Luz eléctrica, sí. En cuanto a teléfono, es imposible conseguirlo ahora. Si se pudiera costaría una enormidad la prolongación de la línea hasta aquí.

Me miró fijamente con sus ojos azules y le devolví la mirada. A pesar del aspecto que le daba la vida al aire libre, producía la impresión de ser un bebedor; su piel gruesa y lustrosa, sus venas prominentes, el brillo febril de sus ojos.

Le pregunté:

—¿Hay alguien viviendo allí ahora?

—No, la señora Kingsley estuvo aquí hace unas semanas. Se marchó y estará de regreso cualquiera dé estos días, supongo. ¿No se lo dijo él?

Me mostré sorprendido.

—¿Por qué? ¿Está ella incluida en el precio?

Frunció el ceño y luego, echando la cabeza hacia atrás, prorrumpió en una estruendosa carcajada, que recordaba el escape de un tractor. El silencio de los bosques quedó hecho trizas.

—Por Dios, eso sí que ha estado bueno —dijo jadeando todavía por la risa—. Está ella también incluida… —lanzó otra carcajada y luego, súbitamente, su boca se cerró firmemente, como una trampa—. Sí, es una hermosa cabaña —dijo, estudiándome cuidadosamente.

—¿Son confortables las camas? —le pregunté.

Se echó hacia adelante con una sonrisa forzada.

—Quizás lo que usted anda buscando es que le rompan la cara —dijo.

Me quedé contemplándolo con la boca abierta.

—No comprendo bien cuál es el chiste —le dije—. Ni siquiera las he visto todavía.

—¿Cómo puedo saber yo si las camas son cómodas? —bramó, inclinando un poco el cuerpo de manera de poder asestarme un buen golpe, si las circunstancias lo exigían, .

—No sé por qué no podría saberlo —le dije—. No seguiré con las preguntas. Puedo averiguarlo por mí mismo.

—Seguro —dijo secamente—. ¿Piensa que no puedo oler a un polizonte en cuanto lo veo? He jugado al escondite con ellos en todos los Estados de la Unión. Puede irse al diablo, amigo, y Kingsley puede acompañarlo. Así que se ha buscado un sabueso para que se acerque a averiguar si le estoy usando los pijamas, ¿eh? Mire, compañero, puede que tenga la pierna dura y todo, pero las mujeres que puedo tener…

—Le están fallando los cambios —le dije—. No vine para hacer averiguaciones sobre su vida amorosa. No he visto nunca a la señora Kingsley. He visto por primera vez al señor Kingsley esta mañana. ¿Qué diablos le pasa?

Cerró los ojos y se frotó el revés de la mano duramente contra la boca, como si quisiera castigarse por haber hablado de más. Luego levantó la mano hasta la altura de los ojos, la apretó fuertemente, volvió a abrirla y se contempló los dedos. Temblaban un poco.

—Lo siento, señor Marlowe —dijo lentamente—. Anduve por los tejados anoche y me pesqué una borrachera de primer orden. He estado solo aquí todo el mes y eso me ha crispado los nervios. Algo me ha sucedido.

—¿Algo que un trago puede hacer olvidar?

Sus ojos me enfocaron ávidamente, brillantes de deseo.

—¿Tiene?

Saqué la botella de whisky del bolsillo y, la mantuve en alto, de manera que él pudiera ver la etiqueta verde sobre el corcho.

—No lo merezco —dijo—. ¡Maldito sea, seguro que no! Voy a buscar un par de vasos. ¿O prefiere entrar a la cabaña?

—Prefiero quedarme aquí. Me gusta el panorama.

Le dio un envión circulan a su pierna dura y se introdujo en la casa. Regresó en seguida con dos vasos, y se sentó a mi lado hediendo a sudor.

Rompí la cubierta de plomo de la botella y le serví un buen trago, mientras ponía muy poco en mi vaso. Brindamos y bebimos. Hizo chasquear la lengua y una leve sonrisa puso un poco de luz en su cara.

—Hombre, éste es del bueno —dijo—. No me explico qué me hizo perder así la chaveta. Sospecho qué la soledad es lo que pone a la gente fuera de sí. Sin compañía, sin verdaderos amigos, sin mujer —hizo una pausa y agregó, mientras me dirigía una mirada de soslayo—: Especialmente sin mujer.

Continué contemplando las azuladas aguas del diminuto lago. Bajo una piedra que sobresalía, un pez se lanzó por el aire: una chispa de luz y círculos de ondas concéntricas ensanchándose. Una ligera brisa acariciaba la copa de los pinos, produciendo un susurro parecido al de las olas al morir suavemente en la playa.

—Me dejó —dijo lentamente—. Me abandonó hace un mes. El viernes 12 de julio. Ese será un día que difícilmente podré olvidar.

Traté de no parecer excesivamente interesado y le serví más whisky en su vaso vacío. El viernes 12 de julio era el día en que Crystal Kingsley debía ir a la ciudad para asistir a una fiesta.

—Pero usted no tendrá interés en esto —agregó, y en sus ojos azules se veía claramente que ardía por seguir hablando sobre el tema.

—No es de mi incumbencia —le dije—, pero si ello le proporciona algún consuelo…

Asintió con la cabeza enérgicamente.

—Dos tipos que se encuentran en el banco de un parque —dijo— comienzan en seguida a conversar sobre Dios. ¿Se ha dado cuenta de eso? Personas que no tratarían ese tema con el mejor de los amigos.

—Sé lo que es eso —le interrumpí.

Volvió a beber, dirigiendo su mirada al otro lado del lago.

—Era una buena chica —dijo suavemente—. Un poco agresiva a veces, pero una buena chica. Fue amor a primera vista para ambos. La conocí en un bar de Riverside, hace un año y tres meses. No era la clase de lugar donde uno puede esperar conocer a una buena chica como Muriel, pero así es como sucedió. Nos casamos. Yo la quería. Estaba loco por ella. ¡Y fui tan idiota como para jugarle sucio!

Me moví un poco como para que se diera cuenta de que aún estaba allí, pero no dije nada por temor a que interrumpiera el relato. Permanecí sentado, con mi bebida intacta en la mano. Me gusta beber, pero no cuando una persona me está utilizando como diario de su vida.

Continuó tristemente.

—Usted sabe lo que siempre pasa en el matrimonio, en cualquier matrimonio. Después de un tiempo un tipo como yo, un tipo que no vale nada, quiere echar una cana al aire, sentir cómo son otras piernas, piernas que no nos pertenecen. Quizás sea tonto, pero eso es lo que sucede.

Me miró y yo le aseguré que entendía perfectamente lo que quería decir.

Se tomó un segundo vaso. Le pasé la botella. Un grajo azul se elevó sobre el tronco de un pino, saltando de rama en rama sin mover las alas y sin siquiera hacer una pausa para recobrar el equilibrio.

—Sí —dijo Bill Chess—. Todos los habitantes de estos lugares están un poco tocados y también yo me estoy volviendo loco. Estoy perfectamente instalado, sin alquiler que pagar, recibiendo cada mes un buen cheque por mi pensión, la mitad de mis ahorros en bonos de guerra, casado con una rubia bonita como pocas, y sin embargo estoy loco y no me doy cuenta. Fui allá —y señaló violentamente la cabaña roja, al otro lado del lago, que estaba tomando el color de la sangre de toro en las luces moribundas de la tarde—, allá enfrente, en el patio. Justamente debajo de aquellas ventanas estaba esa mujerzuela que no significaba para mí ni siquiera lo que una brizna de hierba. ¡Dios, qué estúpido puede llegar a ser un hombre!

Bebió su tercer vaso y puso la botella sobre una piedra. Buscó un cigarrillo en el bolsillo de la camisa, encendió un fósforo en la uña del pulgar y aspiró ávidamente. Yo respiraba tan silenciosamente como lo haría un ladrón escondido tras una cortina.

—Bueno —prosiguió al fin—, usted podría pensar que tuve que andar mucho por ahí para conseguir por lo menos algo diferente. Pero ni siquiera eso sucedió. Ella es rubia como Muriel, idéntico tamaño y peso, el mismo tipo, casi igual color de ojos. Pero, hermano, ¡qué diferentes en el fondo! Linda, seguro, pero nada extraordinario y ni siquiera la mitad para mí. Bien, yo estaba allá quemando la basura esa mañana y ocupándome de mis propios asuntos, de la misma forma en que lo he hecho siempre. Ella apareció por la puerta trasera de la cabaña, vestida con un pijama tan delgado que se podía ver el rosado de los pechos a través del género, y me dijo con su voz perezosa y lánguida: «Venga a tomar una copa, Bill, es una mañana demasiado hermosa para trabajar tanto», y yo (me gusta bastante la bebida) fui a la cocina y tomé un trago. Y luego tomé otro, y otro y luego me encontré dentro de la casa. Y cuando más cerca me encontraba de ella, más insinuante se mostraban sus ojos.

Hizo una pausa y me recorrió con su mirada endurecida.

—Usted me ha preguntado si las camas eran cómodas allá, y yo me he enojado. Usted no quería significar nada especial, ¡pero yo estaba tan lleno de recuerdos! Sí, la cama en que estuve era cómoda.

Se detuvo y sus palabras continuaron vibrando en el aire. Luego se desvanecieron lentamente, dejando tras de sí el silencio. Se inclinó para alcanzar la botella y se quedó contemplándola. Parecía que en su mente se libraba una lucha contra la tentación. El whisky terminó por vencer, como siempre. Bebió un largo trago directamente de la botella y luego enroscó el tapón fuertemente, como si con ello quisiera significar algo. Levantó una piedra y la hizo saltar en el agua.

—Volví a casa —dijo lentamente, con voz ya espesa por el alcohol—, tan asentado como un pistón nuevo. ¡Cómo si hubiese logrado algo valioso! Nos podemos equivocar tanto en estas cosas, ¿verdad? Y no había ganado nada de nada. Allí estaba Muriel y yo la escuché decirme muchas cosas, sin siquiera levantar la voz, cosas de mí mismo que ni siquiera imaginaba yo. ¡Oh, sí. En todo ese asunto me fue divinamente!

—Entonces ella le dejó —le dije cuando se detuvo.

—Esa noche. Yo ni siquiera estaba aquí. Me sentía tan miserable que decidí emborracharme. Me metí en mi Ford y me fui al lado norte del lago y con un par de tontos como yo nos pusimos a beber sin tasa. No me produjo ningún alivio. A eso de las cuatro de la mañana regresé a casa y encontré que Muriel se había marchado. Había hecho sus maletas y se había marchado. Nada quedaba de ella, salvo una nota sobre la mesa y un poco de Cold Cream en la almohada.

Sacó un pedazo bastante maltrecho de papel de una vieja y gastada cartera y me lo pasó. Estaba escrito con lápiz sobre una hoja rayada de azul arrancada de un anotador. Leí:

Lo siento Bill, pero prefiero estar muerta a seguir viviendo contigo.

Muriel

Se lo devolví.

—¿Qué pasó allá? —le pregunté, indicando con la mirada el otro lado del lago.

Bill Chess levantó una piedra chata y trató de hacerla rebotar sobre el agua, pero sin éxito.

—Nada —me contestó—. Ella hizo sus maletas y se fue la misma noche. No he vuelto a verla. No quiero tampoco volver a verla otra vez. No he tenido noticias de Muriel en todo el mes, ni una sola palabra. No tengo ni la menor idea sobre dónde puede hallarse. Con algún otro, quizás. Espero que la trate mejor de lo que yo lo hice.

Se puso de pie, sacó del bolsillo un manojo de llaves y las hizo sonar.

—De manera que si usted quiere cruzar y echar un vistazo a la cabaña de Kingsley, nada hay que se lo impida, y gracias por escuchar mis cuitas. Gracias también por el whisky.

Levantó la botella y me tendió lo que quedaba del medio litro.